martes, octubre 25, 2016

«Esta persona no tiene sentimientos»



Obra de Nigel Cox
No puedo por menos de compartir aquí la alegría que me produce el valor positivo de esta dramática expresión coloquial. Cuando describimos a alguien como una persona exenta de sentimientos, nos referimos tácitamente a que no posee sentimientos de apertura al otro. Una lupa observadora nos permite señalar fácilmente la existencia de sentimientos de exclusión y de inclusión, sentimientos ventajosos para la convivencia y sentimientos que la estropean de un modo imperativo. Esta misma taxonomía la realizó Jesús Ferrero en el muy recomendable Las experiencias del deseo. En este ensayo el novelista bifurcó las experiencias de misos (sentimientos de odio a uno mismo y a los demás) y de eros (sentimientos de amor a uno mismo y a los demás). El etólogo Konrad Lorenz asegura que uno de los males que asolarán al ser humano en el futuro será la pérdida de sentimientos. Lógicamente Konrad Lorenz exagera. Nadie puede no albergar sentimientos. El aparato sentimental pertenece a nuestra infraestructura genética, las emanaciones del fenómeno afectivo son congénitas, aunque el contenido del sentimiento es una creación que se puede educar y aprender. Otra cosa muy diferente es que se extingan los sentimientos que consideramos necesarios para construir entornos humanizados. Ahí sí comparto los vaticinios. Es sencillo inferir que en un mundo en el que se compite por el acceso a una vida digna prenden más fácilmente los sentimientos aversivos que los afectivos. En la jungla desaparecen los sentimientos éticos.

Negar la existencia del aparato sentimental en una persona para señalar la ausencia de sentimientos de apertura demuestra que los seres humanos deseamos la prevalencia de unos sentimientos con respecto a otros. Preferimos querer a odiar, reír a llorar, exultarnos a deprimirnos, disfrutar a envidiar, la plenitud a la frustración, el amor a la indolencia, la consideración al desprecio, el cuidado a la abulia,  la temperancia a la ira, el sosiego a la intranquilidad.  Decir que alguien no tiene sentimientos significa que esa persona no es compasiva, es indolente, lo que demuestra la centralidad de la compasión en el esquema sentimental y en las relaciones interpersonales. La compasión es el sentimiento más radicalmente humano, la capacidad para hacer nuestros el dolor y la alegría del otro. Llevo varios años investigando el esquema afectivo para analizar las interacciones humanas desde el ángulo sentimental (la próxima primavera publicaré un ensayo sobre este tema) y puedo afirmar que son malos tiempos para la compasión. Una analfabetización afectiva y una pedagogía individualista hacen que sean pocos los que quieran que se compadezcan de ellos. Hemos desnaturalizado y depauperado la compasión hasta convertirla en sinónimo de dar pena, o de mostrar superioridad por parte del que se compadece. Y no es así. La compasión estriba en sentir como propio el dolor del otro para intentar erradicárnoslo a ambos. Su dolor me duele tanto que es como si lo padeciera yo en mis propios huesos, en mi propia carne, o en lo más recóndito del alma. No hay sentimiento más noble. Es tan noble y es tan relevante para la persona que somos en la textura social que cuando alguien adolece de falta de compasión lanzamos una enmienda a la totalidad y proferimos de ese alguien que «no tiene sentimientos». Es una descalificación hiperbólica. Claro que esa persona aloja sentimientos. Pero utiliza mal los sentimientos buenos.



Artículos relacionados:
Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
La razón también tiene sentimientos.
No quiero que nadie se compadezca de mí.

jueves, octubre 20, 2016

A expectativas bajas, resultados más bajos todavía


Obra de Brian Calvin
Se suele hablar mucho de la relevancia del efecto Pigmalión en la construcción de un sujeto, pero muy poco de su antítesis. En la mitología griega Pigmalión era un rey con veleidades de escultor. Había esculpido la figura de una mujer tan hermosa que estaba persuadido de que podía cobrar vida. Al convencerse de ello perfeccionó con el buril todavía más su marmóreo cuerpo para que se obrase el milagro de recibir el aliento de la vida. Se lo rogó así  a los dioses que finalmente lo complacieron. En la economía del comportamiento el efecto Pigmalión señala la tendencia a cumplir las expectativas positivas que los demás depositan en nosotros. Esa actuación puede darse en el círculo íntimo, en el microcosmos de una relación de amor, en el segmento público, en el ecosistema laboral, en interacciones espontáneas sin pasado ni futuro. Actuamos para no defraudar las predicciones que hacen sobre nuestra conducta. Ya los clásicos enunciaban una ley que siglos después la investigación persuasiva ha verificado: si otorgas una virtud a una persona y se la haces saber, esa persona aumentará las posibilidades de actuar conforme a la virtud concedida. Cada vez que surge en las conversaciones el efecto Pigmalión, yo siempre recuerdo que este efecto también puede tomar la temible y empequeñecedora dirección contraria. Cumplimos las expectativas negativas que los demás nos atribuyen. Esta inclinación recibe el nombre de efecto Gólem. Tendemos a satisfacer aquellas expectativas negativas con las que nos identifican. A pesar de lo rudimentario de esta tecnología, tanto en su acepción positiva como en la negativa, su fiabilidad es bastante grande. Qué esperan los demás de nosotros determina sobremanera cómo actuaremos con ellos.

Posiblemente impulsados por este funcionamiento también se ha descubierto el efecto Galatea (así se llamaba la escultura esculpida por Pigmalión). En el efecto Galatea es uno el que profetiza sobre sí mismo ciertas aspiraciones y hace todo lo posible por satisfacerlas a través de un desempeño, una decisión, una conducta, un propósito. Tendemos a satisfacer las expectativas que colocamos sobre nosotros. En realidad este efecto calca la genealogía de un proyecto, es decir, la arquitectura con la que damos forma al futuro y ponemos energía y competencias para adentrarnos hasta allí desde el presente. Aquí reside la poco divulgada importancia de hablarse bien. Lo he escrito millones de veces, pero no me importa insistir un artículo más. El alma es la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que hacemos a cada momento. Esa conversación determinará la persona que estamos siendo, las decisiones que adoptemos, nuestra instalación en el mundo y con quién la llevaremos a cabo para afinarla lo máximo posible. 

Si en ese dialogo interior patrocinado por la alfabetización sentimental uno se repite que es un inútil, que no tenga ninguna duda de que acabará siéndolo. Crecerán las probabilidades de que se comporte de manera torpe o desempeñe labores de forma trastabillada, o sea incapaz de hilvanar un proyecto con el que surtir de sentido a su vida. Si uno se repite constantemente que no puede hacer algo, que no insista más en la misma dirección porque no va a poder hacer ese algo que ya ha determinado que no podrá hacer. Tendemos a alcanzar la expectativa que nos concedemos a nosotros mismos. Si la expectativa es pobre, el resultado también lo será. Hay una buena noticia en mitad de este panorama un tanto desalentador. Muchas veces accedemos a acciones meritorias o alcanzamos cometidos épicos que ahora jalonan orgullosamente nuestra biografía porque en aquel instante primigenio ignorábamos que habría tanta dificultad en el camino. Muchos logros los alcanzamos porque nuestro pensamiento no nos puso el escollo de creer que eran irrealizables.

martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



Artículos relacionados:
Confianza, deseos, proyectos.
Un abrazo tuyo bastará para sanarme.
Cuidémonos los unos a los otros.