jueves, marzo 10, 2016

Prometer es asumir un deber




Obra de Kelsey Henderson
Uno de los comportamientos que yo considero más intolerables consiste en depositar en alguien una expectativa cuando se sabe de antemano que no se va a satisfacer. En la obra maestra Calle Mayor (España, 1956) del director Juan Antonio Bardem se ilustra esta sevicia. Estamos en la España de la posguerra en una pequeña ciudad de provincias y tres hombres aburridos de su propia mediocridad se mofan de una mujer a la que uno de ellos engaña haciéndole creer que se va a casar con ella. La mujer vive ilusionada, por fin contraerá matrimonio y no se quedará para vestir santos como su familia y las rancias tradiciones profetizaban, y cuanto mayor es su ilusión más se ríen de ella los miserables que han urdido la burla. Toda promesa consiste en producir una expectativa (la esperanza de conseguir una cosa) que se ubica en una futura fecha de cumplimiento y que uno se compromete a llevar a cabo. Cuando hablo de promesas no me refiero exclusivamente a promesas de gran trascendencia, sino a algo tan simple pero tan relevante como que uno va a hacer mañana lo que está afirmando hoy. Obviamente el contenido de esa afirmación también incumbe a otro, con el que nos tenemos que coordinar y viceversa, y por eso se trata de una promesa, porque se está depositando algo en alguien. A veces se nos olvida, pero prometer acarrea asumir un deber y conceder al otro el derecho a exigirnos explicaciones y reembolsarse la pérdida en caso de contravenirla.

En Para qué sirve realmente la ética, Adela Cortina cuenta la anécdota de cómo en un debate en clase sobre una situación concreta los alumnos consideraban poco inmoral el incumplimiento de una promesa. Al revés, minusvaloraban su violación. Una promesa implica el compromiso firme con nosotros o con un tercero de hacer después lo que afirman ahora nuestras palabras. Lo contrario es hablar en vano. Todo aquel que promete algo empadrona su acción en el futuro, así que es entendible su depreciación en un mundo donde los vínculos de todo tipo se han precarizado (vínculos afectivos, sentimentales, personales, vocacionales, axiológicos, laborales, comunitarios) y se pueden revocar en cualquier momento para santificación del deseo cortoplacista. El vínculo que debería anudar nuestras palabras con nuestros actos también se deshilacha. Hace poco vi una viñeta muy graciosa que explica el crepúsculo del deber (utilizo el título de un ensayo de Guilles Lipovestky en el que el filósofo francés hablaba de este nuevo horizonte). El dibujo muestra a un hombre y a una mujer a punto de contraer matrimonio delante del altar. En la viñeta se ve cómo detrás de la novia aparece otra mujer vestida igualmente de blanco. El novio se gira y al verla le espeta entre la sorpresa y la ofensa: «¡Pero qué haces aquí! ¿No leíste el wassap que te envié?».

En un álbum que pasó muy inadvertido Manolo Tena dio hospedería a una canción cuyo título es fantástico: Lo prometido es duda. Es un juego de palabras nada gratuito. La promesa es una deuda que uno contrae con un tercero, pero aquí se convierte en la duda de si el deudor finalmente hará efectiva la devolución. No sabemos si la promesa se va a cumplir, sobre ella sobrevuela la incertidumbre,  creemos que nos reembolsaremos su contenido, pero la propia creencia implica inseguridad. El problema de no cumplir promesas no es solo quebrantarlas, sino que su incumplimiento reiterado anima a hacer nuevas promesas con enorme irresponsabilidad, puesto que uno se concede laxitud para satisfacerlas o no. Este escenario aboca por tanto a la inutilidad de las promesas. Hace casi una década escribí un libro sobre los tópicos más frecuentes que hormiguean en nuestras conversaciones más coloquiales. Para mi sorpresa comprobé que la mayoría de ellos estaban destinados a exonerarnos de la responsabilidad de nuestros actos y de nuestras palabras. El tópico más paradigmático de todos con los que me topé fue «en principio sí». Se esgrime cuando alguien nos propone algo y tenemos que responderle si aceptamos o rechazamos la propuesta, pero con el tópico ni se afirma ni se niega la participación, aunque se obligas al interlocutor a mantener en firme la suya. «¿Vienes mañana al cine?», «en principio sí». «¿Te apuntas a la clase del viernes?», «en principio sí». Llegado el momento uno haces lo que más le apetezca, puesto que no se ha dicho ni sí ni no. Se trata de no prometer nada, de no contraer deberes, de no comprometerte. Otra prueba más del delibitamiento del vínculo. En este caso no con los demás, sino entre el deseo y el deseante.



Artículos relacionados:
Es un milagro que dos personas se puedan entender algo.
Diálogo, la palabra que circula entre nosotros.
¿Para qué sirve realmente la ética?

martes, marzo 08, 2016

Vivimos en la realidad y en la posibilidad



Obra de Javier Arizabalo
Hace unas semanas pedí a los alumnos de mi clase del Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide que escribieran de forma anónima en un papel los dos o tres grandes deseos que anhelaban para sus vidas. Estaba desentrañando la genealogía de nuestros sentimientos sociales y quería demostrar que, al margen del contenido personal, siempre podemos clasificar nuestros deseos en una de las siguientes tres categorías, o hibridarlos en las tres. El ser humano desea la supervivencia material y el equilibrio en los balances de su economía psíquica, conectividad social y una paulatina ampliación de sus posibilidades en los ámbitos en los que se desenvuelven sus capacidades. Cuando leímos los deseos de los alumnos todos encajaban en alguna de estas divisiones, sobre todo en la última. Todos querían extender sus posibilidades. La posibilidad es aquello que aún no existe, pero que puede hacerlo si se alinean unas condiciones concretas. Se trata de una circunstancia, situación o estado que quizá pueda realizarse y encarnarse en un hecho o en un acontecimiento real, aunque se acompaña de la incertidumbre de que finalmente no sea así. No deja de ser paradójico que la posibilidad sea lo contrario a la realidad, pero es la que incuba en ella nuevas realidades. 

Si algún atributo caracteriza al ser humano por encima de todos los demás es su condición de proyecto, de posibilidad, de entidad que se va modelando según sus intereses y las eventualidades que es capaz de soslayar a lo largo de su biografía. Esta singularidad permite definir al ser humano como el animal que siempre se está haciendo.  Blaise Pascal señaló con mucha perspicacia que una hormiga y una abeja están llevando a cabo en este preciso instante lo mismo que una hormiga y una abeja de hace catorce o quince siglos. Su determinismo biólogico es tan férreo que no han podido desatarse de él. Sin embargo, cualquiera de nosotros mantiene disimilitudes gigantescas con cualquier persona que habitara el mundo hace unas décadas. El ser humano está sujeto parcialmente al sino biológico (nace, se desarrolla, a veces se reproduce y muere), pero a lo largo de este itinerario es capaz de transmutar la realidad y transmutarse así mismo. Como escribió el renacentista Pico de la Mirandola en su Elogio de la Dignidad, el ser humano es el arquitecto de su propia vida. Es autónomo porque en el marco de su determinismo biológico puede cambiar el contenido de su vida y su entorno en función de sus intereses. Las personas formamos un binomio de biología y biografía, naturaleza y cultura, genes y memes. Podemos escoger, valorar, optar. Vivimos tanto en la posibilidad como en la realidad. Es algo tan radicalmente humano que probablemente pase inadvertido para todos nosotros. Una vez más padecemos una miopía severa para lo increíble.

Hemos inventado el futuro para que el presente tenga un sitio a dónde ir. Aristóteles  hablaba de esto mismo pero de un modo más abstruso cuando explicaba que estamos pasando de la potencia al acto. Es decir, estamos intentado colmar posibilidades. Cuando se ha acusado a los ciudadanos de provocar la crisis financiera aduciendo que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» se está anatematizando nuestro anhelo de hacer posible lo posible. Por estricta definición, nadie puede vivir por encima de sus posibilidades, porque si las hace reales abandonan su rango de posibilidad. Las entidades crediticias fijaron el tamaño de las posibilidades que podían hacerse reales al decretar las condiciones de quién podía ser su prestatario. Karl Popper popularizó el aforismo «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Se trata de una falacia que sin embargo ha cosechado muchos adeptos. Como el ser humano se está haciendo siempre, el deseo innato de amplificar posibilidades le recluye en una paradoja tremendamente curiosa. El ser humano jamás vivirá en el mejor de los mundos posibles. Siempre existirá la posibilidad de que el mundo sea mejor. No es ocioso recordar que esta posibilidad es exclusiva para todos aquellos que estén vivos. Porque en este enjambre de posibilidades que somos cada uno de nosotros, no podemos olvidarnos de la posibilidad que imposibilita todas nuestras posibilidades. Cuando la muerte nos cancela como proyecto, se acabaron todas las posibilidades para nosotros. Serán nuestros descendientes los que tomen prestado nuestro legado y hagan lo propio con los que lleguen después. Esta biológica rueda de agregación produce la cultura y la mutación del mundo humano. Esta es la quintaesencia de ese mundo que llamamos civilización.



Artículos relacionados:
La derrota de la imaginación.
El acontecimiento de ser persona.
La mejor manera de mejorar el mundo.

martes, marzo 01, 2016

Un ejemplo vale más que mil palabras


Obra de Guim Tió
El ejemplo es un insuperable instrumento pedagógico. La simplicidad de su técnica es directamente proporcional a su compleja fuerza vinculante en los demás. El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, aunque sí necesita saber qué palabras ejemplificar. Y aquí entramos en un territorio apasionante y difícil sobre el principio de autoridad y por qué unos valores han de ser más hegemónicos que otros para la construcción de los usos, hábitos, normas y costumbres sociales. Leyendo los ensayos de Javier Gomá Ejemplaridad pública e Imitación y experiencia (ambos incluidos años después en la Tetralogía de la ejemplaridad), es imposible no asentir que el ejemplo es el único instrumento válido para la transmisión y promoción de aquellos valores que cimentan el espacio compartido. Ya que hablo del ejemplo, pondré uno. Platón aducía que la educación no es otra cosa que desear lo deseable. ¿Cómo podemos explicar a alguien qué es lo deseable y en qué consiste su normatividad? ¿Cómo podemos hacer que penetre en su orbe afectivo, lo interiorice, lo incorpore a su marco sentimental y lo acabe deseando? Sólo a través de ejemplificarlo en la narración centrífuga del comportamiento. El ejemplo posee el monopolio de la educación sentimental, porque, como defiende Javier Gomá, es el único resorte con capacidad para inducir la emulación. Ponerse a explicar virtudes, o lo abtruso de los valores axiológicos, desde la gélida dimensión del conocimiento abstracto es una actividad pedagógicamente árida y probablemente inútil. En la esfera moral un ejemplo vale más que mil palabras. El ejemplo persuade con su presencia, se convierte en un productor de modelos, en la conducta arquetípica a imitar. Es mil millones de veces más eficaz comprobar el aplauso social o el elogio de la comunidad destinado a los que se conducen según lo deseable que leer varias veces la Crítica de la razón práctica de Kant, la Ética a Nicómaco de Aristóteles, o Inteligencia emocional e Inteligencia Social de Goleman. Malas noticias para los profesores: la sensibilidad ética no se enseña ni en los libros ni en la pizarra.  Buena noticia para los ciudadanos: la sensibilidad ética se propaga y perpetúa en cada interacción con los demás. 

Aristóteles afirmaba que la educación consiste en educar deseos, modelarlos, pautarlos, lograr que obedezcan a nuestros proyectos. Todos los males que asolan el mundo se producen por una pésima administración del deseo, el conatus, según la jerga de Spinoza. Pascal quiso refrendar esto mismo pero de un modo que despertara la sonrisa: «Todas las desgracias del ser humano ocurren por su incapacidad de quedarse quieto en una habitación». El deseo nos lo impide y por eso educarlo es prioritario en cualquier movilización con aspiraciones serias. La subjetiva estratificación de los deseos tiende a olvidar nuestra insoslayable condición de existencias al unísono, existencias que comparten lugares, propósitos y recursos. El impulso del deseo privado puede deteriorar muy fácilmente ese espacio público donde nuestra vida intersecciona con otras vidas. Victoria Camps explica esta falla en El gobierno de las emociones: «Ponerse límites es cada vez más difícil porque falta el sentido de lo colectivo y de la vida en común, que es lo que justifica los límites». Prescribía Aristóteles que las virtudes éticas sólo se pueden adquirir a través del hábito. Dicho en lenguaje llano. Es en la acción costumbrista donde la ética se aprende, se adquiere y se publicita sin necesidad de recurrir ni a estratagemas publicitarias ni a discursos moralizantes. Al ser existencias vinculadas en un paisaje reticular, todos somos ejemplo de todos, y por lo tanto a todos nos compete ser ejemplares. La ejemplaridad es aquella conducta que asumida críticamente por todos nos mejora a todos. Más todavía. Puesto que nuestra condición de animales políticos hace que todo lo personal incida en lo público, los demás tienen derecho a exigir que nuestra conducta sea ejemplar, pero también a aceptar el deber de que nosotros podamos exigirles lo mismo. Un mecanismo así recibe el nombre de círculo virtuoso. Es un nombre maravillosamente elocuente.



Artículos relacionados:
El ejemplo es el único discurso que no necesita palabras.
Admirar lo admirable. 
El sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos.