jueves, junio 11, 2015

Negociar y pactar



Paseo, Didier Lourenço
La emergencia de un conflicto se debe a que dos o más partes persiguen intereses dispares. Los intereses de una parte obstruyen la consecución de los intereses de la otra parte, y viceversa. Este escenario se enfatiza de un modo tan reiterativo en la literatura de la negociación que se solapa una segunda idea mucho más protagonista y tremendamente más relevante para el dinamismo negociador. Las partes en conflicto tienen intereses divergentes, cierto, pero también poseen intereses comunes. E incluso podemos dar un paso al frente e ir un poco más lejos todavía. Cuando uno decide resolver un conflicto a través de una negociación lo hace porque mantiene cierta interdependencia con la contraparte, a la que le sucede exactamente lo mismo. Ninguno de los dos puede de un modo unilateral satisfacer sus propias demandas. Este es el motivo de que se entablen negociaciones, puesto que es palmario que nadie negocia nada con nadie si uno puede coronar sus objetivos por sí solo. De ahí que los conflictos sólo se pueden solucionar cuando las partes cooperan entre ellas. Cuando empleo la palabra «cooperar» me refiero a que uno de los actores intenta alcanzar parte de sus intereses, pero a la vez pone empeño en que al otro actor le ocurra lo mismo. Este andamiaje es muy palpable en los círculos de convivencia más íntimos (pareja, familia, amigos, nichos laborales), pero basta con apropiarse de una mirada macroscópica para extrapolarlo también a los entramados sociales. Sobre todo estos días en los que las dos palabras más anunciadas por los amplificadores sociales son «negociar» y «pactar».

La profesora emérita de Ética Victoria Camps escribió hace unos días un artículo en El País en el que se apuntalaba una idea nuclear que a veces se nos olvida: «Una sociedad es un agregado de individuos con intereses privados, pero no atomizados». Efectivamente. No somos existencias atomizadas y la convivencia nos delata como sujetos indefectiblemente vinculados a otros sujetos, biografías poliédricas anudadas a otras poliédricas biografías, personas con metas distintas pero que comparten muchos espacios y muchos propósitos en vastas zonas de intersección que nos mejoran a todos y nos permiten ampliar posibilidades. Padecemos una preocupante miopía para ver los intereses que nos unen, un puntiagudo sentimiento de distancia hacia todo elemento que nos enlaza con el otro. Sin embargo, disponemos de una portentosa vista de águila para distinguir los intereses que nos separan.  Quizá se debe a un déficit de ética discursiva, a una mala pedagogía del diálogo y el consenso, a un individualismo hipertrofiado que se olvida del papel de todos en los méritos de uno, a la divulgación de la competitividad como sinónimo de supervivencia, a la inevitable oxidación provocada porque la pluralidad de sensibilidades de nuestros convecinos no tenía refrendo en siglas políticas con representación parlamentaria, a que hemos sido educados en un duopolio partidista empecinado en mostrarnos una realidad binaria y dicotómica que abjuraba del ejercicio de la inteligencia compartida. No lo sé. Si sé que es demasiada descompensación para cooperar, la única herramienta que nos puede ayudar a preservar y abrillantar el interés de todos.



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lunes, junio 08, 2015

Contigo soy más



El título del artículo de hoy es una refutación que escribí hace ya ocho años en un libro dedicado a desmontar tópicos. También es el estado que figura en mi wassap. En las páginas de aquel ensayo traté de demostrar que la afirmación «sin ti no soy nada» encierra una sonoridad lírica ideal para acariciar los oídos, pero un análisis sosegado de su verdadero contenido semántico demuestra que conducirse así hace tambalear interacciones sanas. Mal asunto que una relación se sostenga en una conclusión en la que uno de sus miembros sale tan mal parado. No niego la necesidad humana de interdependencia (somos existencias vinculadas a otras existencias y no podemos ser de otra manera), pero sí cuestiono una interdependencia que patentiza tanta asimetría y delata la depreciación de una de las partes. Uno tiene que construirse como un sujeto valioso al que luego puede anudar la valía de otro sujeto. Esa valía puede ser afectiva, creativa, intelectual, identitaria, sentimental. Compartirla quizá despierte energías adormecidas, afiance la autorreferencia de la propia eficacia,  ayude a que los ojos del otro permitan releernos con un sesgo que nos mejora, que la presencia y el estilo sentimental de la otra parte posea efectos multiplicadores en nosotros. Todo muy diferente a la desoladora idea de que la posible ausencia de esa persona nos convertiría en una momificada nada. Colegir que la privación afectiva de alguien nos reduce al esclavizante rango de nada es una aseveración muy dramática. Acaso satisfaga el tremendismo que requieren algunas situaciones límite, pero devalúa al que la pronuncia.

El amor es un sentimiento que aglutina muchos sentimientos para desembocar en el deseo de querer hacer con otra persona un copioso repertorio de acciones. «No me digas que me quieres, dime mejor qué quieres hacer conmigo», es una sencilla prescripción que evitaría muchos equívocos emocionales y la utilización de frases hechas como la que nos ocupa. Hace tiempo Amaral publicó una exitosa canción que se titulaba así, Sin ti no soy nada, cuyo estribillo empaquetaba esta idea con una insistencia musicalmente tan hermosa que la acorazaba de picajosas objeciones. No es descabellado pensar que muchos han elevado ese estribillo al arrullo más repetido en momentos de amartelamiento. «Sin ti no soy nada» es la conclusión de un silogismo que suele acampar en el argumentario de muchas parejas, sobre todo de aquellas que buscan un eslogan que desbroce el siempre díscolo lenguaje sentimental. La arquitectura discursiva de esta idea parece indicar que cuanto más insignificante es uno sin la presencia del otro, más demuestra lo mucho que lo quiere. Anclar una biografía a otra biografía por semejante motivo no vaticina horizontes amables. Otra cosa muy distinta es cobrar conciencia de que «sin ti me convierto en una versión miniaturizada de mí mismo». O dicho en un tono positivo, alegre, que habla bien de uno y que se aproxima más a lo cierto: «Contigo soy más». 

jueves, junio 04, 2015

El falso consenso, mi mundo es el mundo



El falso consenso es un sesgo derivado de las interacciones sociales. Tendemos a sobrestimar el grado de similitud entre nuestras posiciones y conductas y las de los demás.  El dinamismo de este sesgo es sencillo pero muy efectivo. Un suceso se filtra en nuestro esquema interpretativo y deducimos que el resultado de esa interpretación es análogo al que realizará la mayoría de las personas. Dicho de un modo más coloquial. Existe una propensión a creer que los demás piensan como nosotros. El falso consenso nos coge de la mano y nos lleva a ese lugar del pensamiento en el que convertimos nuestra realidad en la realidad. Para poder realizar una operación tan tremendamente compleja este sesgo necesita intervenir sobre dos elementos protagonistas en la construcción de nuestros juicios: el sentimiento y el conocimiento. La función operativa del sentimiento agrupa experiencias personales en las que un sujeto evalúa el grado de entendimiento que entablan sus deseos y la realidad. Por el contrario, el conocimiento analiza las cosas desde la distancia, inyectando una posible objetividad vetada al sentimiento. El efecto del faso consenso distorsiona ambas funciones. Transfigura nuestros sentimientos en la medida de todas las cosas y anula la prudencial distancia de seguridad que el conocimiento debería mantener con la realidad para analizarla críticamente. Surge así una transposición de mundos. Mi mundo se transforma en el mundo. Mi mundo es la fidedigna representación del mundo de los demás. 

Son muchos los elementos que se interpenetran para que se produzca este increíble encogimiento del mundo. Uno de los vectores que favorecen el falso consenso es la disponibilidad cognitiva. Nos centramos más en opiniones que apuntalan la nuestra y pensamos menos en opiniones alternativas que supongan una amenaza para nuestras certezas y por extensión para nuestra autoestima.  Rosa Montero lo explicaba muy bien en su último artículo dominical: «Todos tenemos la tendencia a creer que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentamos no ver lo que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de nuestra mente». Hay más factores que martillean el falso consenso. Interactuamos más con aquellas personas que poseen cosmovisiones parecidas a la nuestra y solemos declinar encuentros prolongados y profundos con quienes nos las cuestionan. Nuestra vida se remansa en nichos ecológicos muy homogéneos en los que rara vez emergen visiones poliédricas. Nos gusta compartir nuestro tiempo no remunerado con aquellas personas que se parecen a nosotros para que así nos devuelvan una imagen grata y apreciada de nosotros mismos. Nos incomoda la exogamia porque se revela muy agotador convivir con gente que refuta nuestras creencias y expectativas y convierte nuestra vida en un elemento que merece ser examinado. Nuestra memoria actúa selectivamente y está más atenta a recuperar del olvido sucesos que confirman nuestros argumentos que a rastrear aquellos que los objetan.  Habitualmente limamos las aristas de nuestras críticas para recibir la venia del grupo al que pertenecemos y así poco a poco nuestro cerebro evalúa las cosas desde un pensamiento grupal en el que se diluye toda propuesta personal que suponga algún tipo de divergencia. Nuestra atención tiende a posarse allí donde salimos bien parados y tiende a desdeñar los lugares en los que se cuestiona el concepto que tenemos de nuestra persona. Todos estos elementos interactúan simultáneamente sobre el sentimiento y sobre el conocimiento para configurarlos de un modo nuevo. Resulta muy fácil caer en el falso consenso. Resulta muy difícil salir de él. La primera reacción de las personas es negarnos a aceptar que nuestros juicios están sesgados.



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