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martes, diciembre 06, 2022

El silencio rescata a la palabra del ruido

Obra de Valeria Duca

El silencio no es la ausencia de palabra. Es la condición de posibilidad para que la palabra se articule de un modo reflexivo, vincule comprensivamente con nuestra interioridad, sedimente en meliorativa práctica de vida. Muchas veces me pongo música para acrecentar la presencia del silencio, o leo para que la acumulación ordenada de palabras cree un silencio en el que paradójicamente me arrimo a lo innominado. Nos acercamos a las cosas poniéndole nombres, pero muchas veces nos alejamos de ellas precisamente por habérselo puesto. El silencio subsana esta falla. Para Heidegger el silencio significa la máxima expresión de la palabra y la manera máxima de aproximarnos al ser que nos constituye. El silencio nos eslabona con nuestra mismidad, del mismo modo que el ruido ensordecedor nos segrega de ella y nos aliena. Cuando hablo de ruido me refiero a ese ejército formado por la sobresaturación informativa, las opiniones en tromba, la palabrería incontinente, el juicio charlatán entendido como el antónimo de la observación, la ubicua comunicación a través de la utilería digital, la apremiante necesidad de un flujo ininterrumpido de estímulos para que no nos yugule el aburrimiento. Pertenece ya al lenguaje coloquial la expresión desconectar («este fin de semana me voy a la naturaleza porque quiero desconectar») cuando lo que se desea afirmar es el anhelo de conectar con la subjetividad que estamos siendo a cada instante, y evitar así nuestra propia disolución en el fragor de lo que acaece. Deseamos ensimismarnos, atender a nuestros pensamientos abstrayéndonos de todo lo demás, porque el estruendo de lo cotidiano es de tal magnitud que en el día a día no nos lo permite. Erramos al emparejar silencio con vacío, cuando el silencio es el mejor aliado posible para rescatar a la palabra de ese ruido onmiabarcante. 

En ningún diccionario el silencio aparece como sinónimo de atención, pero sus lazos de parentesco son muy palmarios. Cuando pedimos atención, pedimos silencio, y a la inversa, cuando pedimos silencio, pedimos atención.  Byung Chul Han argumenta en No-Cosas que «el silencio es una forma intensa de la atención», y unas páginas antes ya advierte, citando a Malebranche, que «la atención es la oración natural del alma».  En el incisivo ensayo El silencio, David Le Breton sostiene que «todo enunciado nace del silencio interior del individuo, de su diálogo permanente consigo mismo». En uno de sus maravillosos aforismos Emil Cioran escribió que si no tuviéramos alma la música nos la crearía. Es sencillo parafrasear esta máxima y afirmar que si no tuviéramos alma el cultivo del silencio nos dotaría de una. Para Heidegger el ser y el silencio se dan unidos. Suelo definir acientíficamente el alma como esa conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante la continuidad de lo que estamos haciendo a cada segundo. Esta conversación íntima puede vertebrarse también en la arquitectura del silencio. Para hablarnos no necesitamos hablar.

Pablo D’Ors nos recuerda en su Biografía del silencio que el silencio es el imperativo a entrar no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial. D’Ors enumera alguno de los frutos que brotan de este silencio, que en su caso es facilitado por la meditación: aceptación de la vida, asunción más cabal de los propios límites, benevolencia hacia los demás, atención a las necesidades ajenas, visión del mundo más global y menos analítica, mayor aprecio a los animales y la naturaleza. El silencio nos exhorta al recogimiento, pero tras aceptar esta invitación resulta ineludible preguntarnos qué es lo que recogemos cuando inspirados por el silencio nos recogemos. Recogerse es acoger aquello que adviene con la placidez del silencio. En el silencio hay una conversación que nos anuda al mundo de una manera vetada a la saturación charlatana.  En mis experiencias del silencio siento cada vez con más asiduidad que la vida es un fin en sí mismo, y que por tanto toda pregunta sobre su sentido se resuelve cuando se se admite que a la vida le basta con la propia vida. Sé que es una tautología, pero todo aquello que es un fin en sí mismo se expresa tautológicamente. Vivimos para vivir. Existimos para existir. Se lo escucho al silencio cada vez que me envuelvo en silencio. 

 
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martes, junio 09, 2020

Saber hablar, saber callar


Obra de Jurij Frei
Prolifera la literatura que ensalza el silencio sin matices, en bloque, como un panegírico a la totalidad silente. Sus adeptos alaban la versatilidad funcional del silencio. Se puede utilizar como un mutismo preventivo que impide importunar a nadie, como pórtico que nos conduce a la necesaria introspección, evita meternos en innecesarios problemas por exceso de locuacidad, nos otorga aura misteriosa si nos dejamos envolver por él, o nos hace pasar por perspicaces puesto que no ofrece delatoras pistas que demuestren lo contrario, etc. También conviene apuntar la existencia de la indecibilidad de ciertas realidades para las cuales las palabras y su codificación se tornan insuficientes. Entonces no nos queda más remedio que callar para no caricaturizarlas. Hablar de lo que hay que callar acaba deformando el paisaje que se intenta describir. Recuerdo una definición de André Comte-Sponville injertada en su libro El amor, la soledad que retrata esta experiencia: «La abolición del discurso, del pensamiento, de lo mental: es lo que llamo el silencio, que es como un vacío interior, por así decirlo, pero a cuyo lado son nuestros discursos los que suenan a hueco». Aunque resulte contraintuitivo, el silencio es silencioso, pero no es mudo. A mí me gusta señalar que en el silencio hay de todo menos silencio. Solemos abrigarnos en el silencio como si el silencio fuera una privación de palabras y por lo tanto trajera anexada una privación de significados, pero no es así. En El silencio, una aproximación, David Le Breton sostiene que el contenido del silencio «describe a lo largo del discurso numerosas figuras llenas de expresividad: conclusión, apertura, espera, complicidad, interrogación, admiración, asombro, disidencia, desprecio, sumisión, tristeza, etc.». Hay una enorme plurivocidad discursiva en alguien que decide no pronunciar palabra alguna. El silencio dice tanto que es probable que por eso no sepamos discernir muy bien qué nos está diciendo. 

¿Qué significa el silencio? ¿Qué grita un silencio en mitad de una cascada de palabras? El silencio es el oxígeno con el que respira el verbo, su condición de posibilidad, el espacio que necesita la fonación para articularse de un modo inteligible y constituyente. En Conversación, Theodore Zeldin sostiene que «sin una conversación, el alma humana está vacía. Es casi tan importante como la comida, la bebida, el amor o el ejercicio. Se trata de una de las grandes necesidades humanas. Las personas confinadas en aislamiento conservan la cordura manteniendo conversaciones imaginarias con ellas mismas». Hablar siempre es hablar con alguien, aunque ese alguien seamos nosotros mismos. Las palabras zarpan de nuestros labios hacia un silencio que las acoge aun sabiendo que esa recepción supone su propia defunción, puesto que la palabra necesita el silencio, pero el silencio languidece cuando la palabra comparece, se intercambia y se hace significado compartido. El proverbio de inspiración árabe aconseja que no se hable si lo que se va a decir no es más bello que el silencio, pero en ningún momento aclara que, si finalmente uno decide no proferir palabra alguna, no esté diciendo algo, y lo que diga de forma silente sea tan agresivo como lo son los golpes y las palabras hirientes. Hay silencios tan virulentos como puñetazos, tan violentos como esas palabras que laceran el concepto que tenemos de nosotros mismos y deambulan por nuestro cerebro durante interminables años haciendo caso omiso a nuestras peticiones de retirada. Recuerdo que hace ya tiempo escribí un texto sobre el silencio punitivo (el silencio con el que se castiga a un interlocutor que demanda palabras explicativas) y una lectora me escribió un correo comentándome su terrorífica experiencia con una pareja que le infligía deliberado daño simplemente manejando maquiavélicamente la temporalidad de los silencios.

En Paradojas de lo cool, Alberto Santamaría afirma que «nuestra realidad es el lenguaje, pero también nuestra realidad son las trampas de ese lenguaje». El lenguaje y su dimensión conceptual duplican la realidad, y señalan aquello que los ojos no ven, que es una de las operaciones medulares de la acción de hablar, pero también pueden afanarse en que no veamos lo que estamos convencidos de ver, que es una de las tareas a las que se dedica denodadamente la retórica de los discursos hegemónicos. Si no hablamos entre nosotros, si no hay movilidad verbal, no nos veremos, pero puede ocurrir que si hablamos demasiado tampoco veamos nada de tanto mirar. A José Saramago le leí hace años que cuanto más se mira, menos se ve, y esta ceguera paulatina suele ser frecuente en la circularidad de los diálogos rumiativos que acaban canibalizándose a sí mismos. La ambigüedad semántica tanto del nominalismo incontinente como de los silencios sobre los que se desplaza el lenguaje articulado se muestran inoperantes para poner punto final a lo que cada vez es menos nítido.  Hay asuntos que cuanto más se tratan, más borrosos se presentan, pero si no se tratan jamás abandonarán su naturaleza informe, he aquí el desestabilizador dilema. Ocurre algo análogo entre decantarnos por la locuacidaz o el enmudecimiento. De los verborreicos solemos quejarnos coloquialmente afirmando que «solo habla él», «no me deja meter baza» o «no escucha nada»; y de los silenciosos solemos decir que «me incomoda que hable tan poco», o la metafórica «hay que sacarle las palabras con un sacacorchos». Este artículo se iba a titular El silencio toma la palabra, pero finalmente lo he cambiado por Saber hablar, saber callar. El verbo más relevante de esta oración no es hablar ni tampoco callar, sino saber cuándo es oportuno refugiarse en las palabras y cuándo en el silencio que les brinda la vida. Creo que ahí radica la inteligencia discursiva. Elegir a cada instante la palabra o el silencio que demanda cada momento.



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martes, mayo 05, 2020

Prácticas sanadoras: estar en silencio, leer, caminar



Obra de Nigel Cox
A finales de febrero escribí un artículo sobre diferentes prácticas de transgresión. El artículo fue muy bien acogido, se compartió por la comunidad del me gusta varios miles de veces y se diseminó en una explosión de garabateadas trayectorias por el ultramundo digital. Me llamó mucho la atención la arraigada identificación de las lectoras y los lectores con las prácticas que calificaba de transgresoras y disidentes. No consistían en acciones directas en las que te juegas una multa o una detención, ni en acudir a concentraciones ni a manifestaciones que guardan peligro, ni en secundar huelgas en las que arriesgas ingresos o empleo, ni en hacer proselitismo activista en las redes sociales. Las prácticas que citaba en el artículo  consistían en caminar, leer y estar en silencio. No es que las prácticas reseñadas antes no sean necesarias, que lo son, es que creo que se desemboca en ellas con unos afectos más permeables y con más membrana comunitaria si uno frecuenta a menudo estas otras tres actividades. Hubo gente que me escribió dándome las gracias por explicar cosas que ya hacían y sentían, pero que les resultaban difíciles de verbalizar y de defender con interlocutores que reducen la vida a un áspero libro de contabilidad... 

 
* Este texto aparece  íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.














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