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martes, febrero 22, 2022

Contra la dependencia, más interdependencia

Obra de André Deymonaz

Podemos atenuar e incluso erradicar la dependencia si adensamos nuestra interdependencia. Parece contraintuitivo, pero si nuestros nexos afectivos y comunitarios son sólidos, nuestras dependencias emocionales se fragilizan hasta convertirse en marginales. Hace unos días una alumna me inquiría con mucha curiosidad que le explicara la diferencia entre dependencia emocional e interdependencia social. La dependencia emocional consiste en que una persona subordina sus valores y su conducta a los deseos de otra con el fin de no poner en crisis su relación. De este modo la persona dependiente ahuyenta el temor de ser devuelta a una situación de desvalimiento en el supuesto de que se fisurase el diptongo sentimental. A cambio de mantener intacto el nexo, en la dependencia se hacen capitulaciones o inhibiciones que celebran la voluntad de una parte, pero que modifican el núcleo de la subjetividad de la otra. La interdependencia mutua habita lugares epistémicos y afectivos muy diferentes. Es aquella situación en la que una persona no puede colmar por sí misma sus intereses, y saber que necesita el concurso de los demás, a quienes les ocurre exactamente lo mismo que a ella, le insta a utilizar la inteligencia cooperativa en aras de establecer alianzas de reciprocidad y confraternidad que procuren un mejoramiento de los propósitos comunes. La habituación nos impide ver que la convivencia es una gigantesca respuesta evolutiva de tramas de interdependencia. Surgieron para satisfacer necesidades que de otro modo resultarían muy onerosas o directamente imposibles. 

La interdependencia es el resultado de nuestra inteligencia, la dependencia es el resultado de nuestras carencias. La interdependencia es cooperación, la dependencia es claudicación. En la interdependencia se sopesan los intereses propios, pero también los de la persona prójima. En la dependencia se piensa en los intereses de la contraparte, pero los propios se postergan o se acomodan para soslayar la presencia del conflicto y sortear así la posibilidad de soledad y abandono que supondría la ruptura de la relación. Utilizando jerigonza de la literatura de la negociación podemos señalar que la dependencia emocional significa no tener BATNA, es decir, no disponer de ninguna alternativa que mejore el mejor acuerdo posible alcanzado en la mesa negociadora. La ausencia de alternativa nos vuelve acríticos y proclives a la aceptación. Dentro de la relación sentimental hace frío y se está a disgusto, pero fuera de ella arrecia una intemperie que pronostica peores condiciones todavía. Entre estar mal y estar peor, los animales humanos propendemos a inclinarnos por la primera opción. Todas las narraciones aspiracionales en torno a un amor emancipador persisten en modificar las opciones de las personas cuando se plantean iniciar un proyecto afectivo. Se trata de elegir entre estar bien y estar mejor. 

He escrito en el título de este artículo que cuanto mayor es la interdepencia más decae la dependencia. Cuantos más yoes conforman el relato de nuestro yo, decrece la posibilidad de que nuestro yo transija ante las imposiciones de otro yo (o ante las dictadas desde la autodevaluación del propio yo). Nuestro valor se amplifica cuando multiplicamos la excelencia de nuestras interacciones. No se trata de capital relacional (disponer de una agenda de contactos orientada a la satisfacción de nuestra empleabilidad o a los propósitos monetarios), sino de vinculación afectiva. El antídoto más eficaz contra la dependencia emocional es disponer de un tupido tejido vincular, una membrana espesa de cooperaciones en la que nos sepamos y nos sintamos que nos quieren y nos cuidan. Cuando se tiene un lugar amable al que regresar nadie se queda en un sitio en el que le degradan, le vejan, o subrepticiamente le instrumentalizan. La dependencia emocional delata nexos aquejados de malnutrición, una exigua red de apoyo, la insularización de una existencia desatendida. Sin embargo, un buen vecindario afectivo nos convierte en adalides de la cooperación y el cuidado. La comunidad es un potente escudo protector contra los posibles vasallajes que puede acarrear el amor erráticamente conceptuado. Apremia abrir horizontes sociales de mayor soberanía sobre nuestro tiempo para poder destinarlo al fortalecimiento de nuestras relaciones, procurarnos un lugar en la memoria y en la imaginación de los demás para que cuenten con nuestra persona a la hora de urdir actividades e iniciativas. Si los tiempos de producción canibalizan las agendas y los horarios, es difícil cultivar los afectos. El roce hace el cariño, pero para rozarnos necesitamos vernos y compartirnos, dos actividades que requieren predisposición y tiempo. Mucho tiempo. Mucho tiempo de calidad.


 
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martes, diciembre 03, 2019

La mitología del amor romántico en el lenguaje cotidiano


Obra de Iván Franco Fraga
En el ensayo Por qué amamos, naturaleza y química del amor romántico, la estadounidense Helen Fisher argumenta que existe el impulso sexual, el amor romántico y el apego o cariño que dimana de una relación longeva. El amor romántico es entendido aquí como el proceso de enamoramiento en el que el sujeto está sobreestimulado por la dopamina, neurotransmisor que Fisher consagra como la sustancia del amor. Sin embargo, el amor romántico en otra de sus acepciones es una ficción que representa relaciones  idealizadas de pareja. Esta idealización fabrica esquemas que configuran nuestro mirar, nuestro sentir, nuestro pensar y nuestro decir. Apunta a un haz de creencias de matriz patriarcal que se sostiene en afirmaciones acríticas, pero aceptadas como verdades rigurosas merced a su socialización y normalización en los diferentes artefactos narrativos que dan forma y lenguaje a la aventura humana. La aceptación moldea una subjetividad decantada hacia un patriarcado que utiliza el mito del amor como subterfugio de poder a través de estructuras, relatos y sistemas de explicación y ensoñación que subrepticiamente otorgan a la mujer un papel subalterno en la arquitectura de la relación sentimental. El resultado es palmario. Sumisión crónica, tolerancia a comportamientos ofensivos, tormento afectivo, incertidumbre permanente sobre el horizonte del propio vínculo, contenciosos a cada posible paso de emancipación de la parte subyugada, restricciones para acotar líneas de control y dominio masculinos. El auténtico punto de arranque del mito es que es el propio sujeto sufriente quien se autoinflige estas maniobras de poder al releerlas positivamente como tributo a pagar para que prospere la experiencia del enamoramiento y sus gratificaciones de felicidad ulterior. No creo exagerar. Hace un mes asistí al brutal monólogo No solo duelen los golpes de Pamela Palenciano. Relataba su atormentada y violenta primera relación con un chico. Cada paso dado en la relación entronizaba todos los estereotipos perversos del amor romántico. 

Hay muchos clichés que avalan este ejercicio de dominación a través de la gramática del amor romántico insertada tanto en la cultura como en la permeabilidad nunca inocua del lenguaje cotidiano. Me vienen a la memoria un sinfín de lugares comunes. Aquí hilvano unos cuantos que por increíble que parezca todavía colonizan los imaginarios. Empezamos la interminable lista. «Sin ti no soy nada»  (en el amor romántico presidido por un príncipe azul acaece lo contrario, contigo me he convertido en nada); «a tu lado me completo»  (mejor que aparezcas con tu completud definida y que juntos nos mejoremos); «el amor verdadero es eterno»  (eternidad que citada bajo los efectos de una embriaguez amorosa líquida suele durar en torno a uno o dos meses, lo que habla de una eternidad obsolescente, si es que es posible la oposición terminológica); «el amor verdadero lo aguanta todo»  (quien lo aguanta todo no es la omnipotencia del amor, sino un bajo nivel de autorrespeto y un elevado nivel de dependencia); «no se puede ser feliz sin pareja»  (lo que por defecto otorga felicidad al simple hecho de tenerla, al margen de cómo se tenga); «solo hay una mitad para cada persona»  (una forma de magnificar a la persona con la que uno se empareja y ser laxo en el examen de su conducta dentro del binomio amoroso, puesto que según el mito se cancela cualquier nueva posibilidad); «te lo perdono todo porque te quiero»  (tergiversando el verbo querer con el verbo consentir, cuando el verdadero amor es justo al revés: te quiero tanto y me quiero tanto que no transijo que me trates así); «amar es renunciar»  (no, no es así, amar es hacer tuyos los fines del otro, y viceversa, en un dinamismo de cuidado y ternura por el bienestar psíquico y físico de ambos); «le perdono algunas humillaciones porque me quiere mucho» (sí, pero te quiere mal, lo que en esas cantidades de querer se traduce en sufrimiento y daño); «los celos son la prueba de que me quiere» (los celos no explicitan el amor, sino las gigantescas dudas sobre su existencia); «no se porta bien conmigo, pero el amor lo cambiará»  (si no se porta bien contigo, entonces no hay amor, así que sus poderes alquímicos no surtirán efecto alguno); «quien bien te quiere te hará llorar» (el verdadero amor está en su reverso: quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le hagan llorar a él); «tú no puedes entenderme porque no sabes lo mucho que yo siento por esa persona» (claro que no lo sé, pero sí puedo imaginarme lo poco que esa persona te quiere si su repertorio de comportamientos es el que me acabas de enumerar, y lo poco que te quieres tú si permites que te trate así). 

En El consumo de la utopía romántica, Eva Illouz aclara que «se ha infundido al amor romántico un aura de transgresión al mismo tiempo que se lo ha elevado al estatus de valor supremo». Normal que la mujer (mayoritariamente y en relaciones heterosexuales) relea la subyugación como un acto de entrega por ese amor catalogado de supremo en vez de un ejercicio de subordinación esgrimido por parte del hombre con el que mantiene la relación. Coral Herrera defiende que lo romántico es político, así que son factibles otras formas de articular las relaciones. Cómo veamos los afectos, las valoraciones éticas de nuestras conductas, la arborescencia sentimental, la repartición de roles, la estratificación de los deseos, las formas de tratarnos y cuidarnos unos a otros, influirá directamente sobre qué relatos escribiremos del amor y en cuáles de ellos acabaremos alojados.  Cualquier decisión por muy privada que sea está mediada por esta ecología social. Hace poco le escribía a una lectora comentándole que las palabras se desgastan por el uso y se descascarillan por el mal uso. Cuidar las palabras que definen el sentido de lo humano es cuidarnos a nosotros mismos. No está de más recordar que las palabras nos inscriben en el mundo y llevan en su interior una poderosa capacidad perfomativa. Es imperativo desvincular cualquier alusión al amor que implique sometimiento, docilidad, posesión. Cuidar las palabras que dan arquitectura al amor no es solo cuidar el amor, es dar forma a un amor que cuide de nosotros.



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