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martes, enero 30, 2018

Sentimentalismo, la publicidad de los sentimientos

Obra de Alexa Meade
Los sentimientos son el resultado de la evaluación permanente con la que cotejamos la implantación de nuestros deseos en la realidad. Son la respuesta a la cotidiana pregunta de cómo nos van las cosas.  La contestación que nos damos a nosotros mismos configura nuestro mapa sentimental. Si concluimos que las cosas nos van bien nos alegramos, nos entusiasmamos, nos exultamos, nos autorrealizamos, nos sentimos orgullosos, nos envanecemos, nos  engreímos, acaso sintamos el cosquilleo de dar envidia.  Si esas mismas cosas nos van regular, entonces puede ocurrir que nos inquietemos, nos desazonemos, nos mustiemos, nos aburramos, nos enfademos, nos entristezcamos, nos frustremos. Finalmente, si las cosas nos van mal, podemos amargamos, indignarnos, odiarnos u odiar,  encolerizarnos, apocarnos, autocompadecernos, deprimirnos, congratularnos en la mortificación y el autodesprecio, aprestarnos a acomodarnos en una pena irresoluta. Incluso podemos padecer una de las experiencias más graves con que la vida nos daña: caer derrotados por el sentimiento autorreferencial de inutilidad y su peligrosísima indefensión aprendida. 

El sentimentalismo efectúa estas mismas evaluaciones afectivas, pero, a diferencia de una sentimentalidad bien alfabetizada, las desmesura y las acerca al espacio público. El sentimentalismo no es el énfasis de los sentimientos en la articulación de la vida, ni la centralidad del mundo sentimental en el escrutinio del quehacer diario en detrimento del cognitivo  (segregación por otro lado imposible, porque ambas magnitudes son un continuo: cuanto mejor pensamos, mejor sentimos, y viceversa). El verano pasado leí un elocuente ensayo sobre este tema titulado Sentimentalismo tóxico, de Theodore Dahumple. Aunque divergía en muchas de las ideas periféricas con las que el autor salpicaba su argumentación, sí compartía su acerbada crítica al sentimentalismo. Lo definía como «un exceso de emociones falsas, sensibleras y sobrevaloradas si se las compara con la razón». Unas páginas más adelante subrayaba su finalidad: «La desaparición de la frontera entre el ámbito de lo privado y lo público es uno de los objetivos que persigue el sentimentalismo». Para combatirlo proponía el desarrollo del sentido de la proporción.

En el sentimentalismo el orbe sentimental brinca a la esfera pública, es decir, el sujeto airea lo más profundo de él en el espacio más superficial. La verbal incontinencia sentimental en los dominios ajenos a la privado se puede considerar impudicia afectiva. Para mantener incólume nuestro autorrespeto, consideramos que es mejor que el yo íntimo se despliegue solo en un espacio análogo. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, autor de la colosal Teoría de los sentimientos,  distinguía entre el yo íntimo y el yo privado. El yo privado es el yo que almacena información que no comparte con nadie, mientras que el yo íntimo es aquel que comparte lo íntimo con aquellas personas que considera tan próximas y en las que confía tanto que al transferírselo pasan a denominarse «íntimas».

La liberalización económica trajo en paralelo una liberalización de la confesión sentimental. Si hace unas décadas el mercado operaba en un círculo claramente delimitado, ahora lo hace en todo los ríncones de la vida humana, incluidos por supuesto los que no cursan en absoluto con la lógica lucrativa. Al orbe sentimental le ha ocurrido algo similar. Otrora los sentimientos se compartían en una intimidad reducida, ahora se expanden por todos lados, expansión que se ha hipertrofiado gracias a la digitalización del mundo y su ubicua conectividad. El sentimentalismo  ha crecido a medida que el marketing y el neuromarketing entendieron que toda marca necesita vincularse a valores éticos y a sentimientos ennoblecedores para su explotación comercial. Como mimetizamos las derivas del mercado, era una mera cuestión de tiempo normalizar la exhibición de sentimientos  de ese yo que ahora se desenvuelve en los dominios compartidos como si él también fuera una marca (el neolenguaje del management propende a catalogarlo así). El sentimentalismo apela a los sentimientos como elemento persuasor para la conquista de un interés. Exactamente igual que las mercancías en los relatos publicitarios.

El sentimentalismo cree erróneamente que una inflación cognitiva trae consigo una devaluación sentimental, por lo que empapa su relato de sensiblería. Además, como el corazón nunca se equivoca, según pregona la literatura frugal que aborda estos temas,  el sentimentalismo ha encontrado en los sentimientos el parapeto a cualquier objeción. «Son mis sentimientos», o «es lo que yo siento», son los razonamientos que utiliza el sentimentalismo para eludir el costoso proceso de argumentar para poder entendernos. Más todavía. Existe un tópico que divulga que es bueno mostrar los sentimientos.  Es una afirmación maximalista que como todas adolece de falta de matices. Mostrar los sentimientos es bueno dependiendo de cuándo, cómo, dónde, a quién, por qué y para qué. Responder juiciosamente a estos interrogantes y conducirse por las respuestas supone la inevitable muerte del sentimentalismo.



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martes, abril 18, 2017

Nadie puede decir que es humilde

Obra de Sean Cheethman

He titulado este texto de un modo provocativo y paradójico. El título parece afirmar que nadie es humilde, pero su lectura no es exactamente así. Significa que quien se sabe humilde para poder anunciarlo no es humilde, no sólo por verbalizarlo sino también por el hecho de saberlo.  He ahí la paradoja. Nadie humilde puede reconocer la humildad en él, porque entonces dejaría de serlo. El humilde no percibe su humildad, se la perciben. Si uno cree ser humilde, entonces ya no es humilde. La humildad no es un sentimiento porque nadie puede sentirla en su fuero interno, pero sí percibirla como una virtud en los otros. En el aforismo 424 del impresionante libro Aflorismos, Carlos Castilla del Pino aclara que «las virtudes se practican, no se proclaman. Hablar de la propia virtud es una obscenidad». Recuerdo otro aforismo en el que el psiquiatra cordobés se refería a la elegancia. Decía que «la elegancia no se exhibe, se advierte». Con la humildad ocurre lo mismo. Etimológicamente proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, de aquí que el humilde es el que vive pegado a la tierra, no se le ha olvidado que «polvo eres y en polvo te convertirás». Ahora mismo me viene a la cabeza una antigua canción de mi admirado Battiato en la que afirmaba querer dormir en un saco tirado en el suelo para, precisamente, no perder el sentido de la tierra. La humildad sería conducirse siendo consciente de la propia debilidad humana, sentir la insignificancia de nuestra vida en el océano tumultuoso de la vida. En griego significa pequeño. De aquí también procede la palabra humillar, que es poner a la vista la pequeñez de un tercero sin su consentimiento. Si esa pequeñez es espontánea hablamos de humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de humillación. 

La humildad es justo lo contrario al séquito en el que se encarnan las desmesuras del ego (a las que por cierto he dedicado uno de los epígrafes más extensos del ensayo La razón también tiene sentimientos -ver-). El soberbio es aquel que se cree superior a los demás, y para reafirmar su superioridad los ningunea o los subvalora. Ignora, o actúa como si lo ignorase, que participa de las mismas limitaciones que cualquiera de sus semejantes, y por eso la soberbia colinda con la idiotez. Los griegos llamaban idiota a aquel que creía que podía prescindir de los demás. Aristóteles lo resalta en la más célebre de sus sentencias: «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El humilde es aquel que ha descubierto que no puede prescindir de los demás si quiere satisfacer la más banal de sus necesidades. Sin la presencia colaboradora del otro no puede vivir bien. Como la soberbia y la estulticia comparten vecindad afectiva, la modestia es la vergüenza que nos provoca alejarnos de la humildad, aproximarnos a las provincias sentimentales en las que el ego cae en el desmedimiento y por tanto se vuelve idiota.

Existe una definición de humilde que yo deconstruyo habitualmente. Se dice que una persona es humilde cuando se quita importancia, pero yo creo que el genuinamente humilde no necesita quitársela porque en ningún momento se la ha autootorgado. Mi definición se escora hacia otros derroteros. Humilde es el que con sus actos habla de la vida minúscula y contingente que le confiere ser un animal humano. El humilde advierte su aleatoria intranscendencia como una persona que habita un lugar poblado por ocho mil millones de personas más, y que ve en sí mismo la fragilidad, la finitud, la vulnerabilidad, la debilidad, lo azaroso, la labilidad, que comparte con todas ellas por ser semejante a ellas, y a las que necesita para conjurar parte de su insuficiencia. La humildad nace del ejercicio prospectivo de la inteligencia, del mismo modo que la vanidad, que es el envés de la humildad, nace de la ausencia de inteligencia o de una inteligencia utilizada muy mal. Por eso la inteligencia y la vanidad se repelen. Es categóricamente imposible ser inteligente y no ser humilde, aunque quiero agregar que inteligente no es el que sabe mucho, sino el que sabe que por mucho que sepa siempre sabrá muy poco, que es una de las manifestaciones más cristalinas de la humildad y de la sabiduría. El humilde conoce sus límites personales, pero también la pequeñez insoslayable a la que lo arroja su textura humana. Es un ser humano, y saberlo y actuar en consecuencia le hace tratar a los demás como absolutamente iguales. Sabe que los necesita para ser el ser humano que es. Y si no lo sabe, o es un dios o es un idiota.