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martes, enero 16, 2018

Contraempatía, sentirse bien cuando otro se siente mal



Obra de Bryan Drury
Hace poco me encontré en las páginas del monumental y extenso Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones, de Steven Pinker, con un término que nunca antes había ni leído ni escuchado. Me llamó mucho la atención porque es el antagonismo de otro término que sin embargo goza de centralidad en los análisis de la conducta humana. Pinker hablaba de la contraempatía. Con ella definía esos accesos en los que uno se siente bien cuando otro se siente mal. Frente al amor al prójimo que preceptúan las religiones monoteístas, ya no es la abulia o el desdén de lo que le ocurre a ese prójimo, sino el regocijo que procura otear su desazón, la aflicción ajena como palanca de hedonismo afectivo. En alemán existe el término Schadenfreude, el deleite que despierta contemplar la desventura del otro. El diccionario de la RAE no recoge esta palabra, aunque reconozco que la rareza del significante no trae adjuntada ninguna rareza en el significado. Existe  frondosa vegetación léxica para explicar esos episodios sentimentales en los que un agente se siente bien al comprobar que su par se siente mal. Yo los expuse en La razón también tiene sentimientos. La malicia es el sentimiento que brota cuando deseamos el perjuicio en el otro aunque no participemos directamente en él. Es la alegría que emana cuando se contempla cómo a la alteridad le asola un revés, la vida le zancadillea, o no consigue que sus propósitos se instalen en la siempre esquiva realidad. Si nosotros colaboramos en la reciedumbre de esa adversidad, entonces hablamos de perversidad, el regodeo que nace al infligir daño o al talar las expectativas de alguien. Se aproxima al sadismo, que es el placer de hacer daño y que en su versión más extrema consiste en lastimar la dignidad que posee toda persona por el hecho de existir. También aparece por estas hediondas callejuelas el odio, el deseo de que la vida del monopolizador de nuestra atención deje de sonreírle, que puede metamorfosearse en júbilo si ese deseo se cumple.  

Hay más sentimientos que comparten vecindad con la contraempatía, pero sobre todo uno que está tan desacreditado que nadie se lo atribuye públicamente. La envidia es un sentimiento que también utiliza las variables del gozo y la aflicción. Se siente envidia cuando uno se entristece al observar la prosperidad del otro, pero dar envidia es justo lo contrario, mostrar nuestro holgado bienestar o la adquisición de un bien o un mérito con el fin de que sea el otro el que se aflija al verlo. Siempre cuanto la anécdota de un anuncio publicitario con el que me tropecé a diario en las páginas de un periódico de tirada nacional. Anunciaban un viaje al Caribe en el período otoñal porque, y cito literalmente, «otoño es la mejor época para viajar porque es cuando más envidia puedes dar a tus amigos». Según este eslogan, la alegría no la proporcionaba el viaje en sí, sino la tristeza que provocaríamos en el entorno próximo cuando se enteraran de que nos habíamos ido de viaje justo cuando los demás reanudaban sus trabajos. En el discurso social existe una excepción que permite mostrar la envidia sin que sea reprobada. Ocurre cuando uno juega a la lotería y lo hace, según sus propias palabras, porque «no soportaría que a mis compañeros les tocara la lotería y a mí no». 

En su bibliografía Peter Singer habla de empatía emocional y empatía cognitiva. Es una distinción muy interesante que sin embargo ya está establecida con otros referentes norminales en los estudios de la afectividad. La primera sería la empatía en su acotación convencional, una disposición psicológica para comprender al otro. La empatía cognitiva sería la compasión, un sentimiento radicalmente humano que nos permite sentir como propios el dolor y la alegría del otro al reflexionar en torno a nuestra condición de seres semejantes en la fragilidad, la vulnerabilidad y la conciencia de mortalidad, los tres grandes vectores de la idiosincrasia humana. La contraempatía sería puramente emocional. Se antoja harto difícil que con el concurso de la reflexión ética podamos construir una contraempatía cognitiva y conducirnos por ella. Si fuera así. desembocaría en la  maldad (ejecución de un daño en un tercero exento sin embargo de réditos personales) o en la malicia. La morbidad afectiva de ambas contraviene el ideal ético de que los seres humanos nos tratemos unos a otros como sujetos y no como meros objetos, es decir, con la dignidad que nos hemos otorgado en un ejercicio autoconstitutivo al considerarnos valiosos. Un exceso de contraempatía en un excesivo número de persona tornaría imposible la convivencia. Coexistiríamos, pero no conviviríamos. Nada que ver con lo que creemos que sería bueno que fuese.



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martes, marzo 24, 2015

La envidia sana



Pintura de Francis Bacon
Con motivo de mi último artículo sobre la envidia (ver), una lectora, a la que desde aquí agradezco su participación, preguntaba con muy buen criterio si existe la envidia sana. En ese mismo texto yo citaba a Hobbes. El autor del célebre «el hombre es un lobo para el hombre» ya distinguía entre la emulación y la tristeza que sentimos cuando observamos la prosperidad ajena. Platón acuñó una de  las definiciones de educación más sólidas de todas las que yo he leído: «Educar es enseñar a admirar lo admirable». Cito aquí a Platón porque su apelación a lo admirable vincula con la envidia sana. Podríamos decir que este tipo de envidia es sinónimo de intentar reproducir lo admirable que vemos en el otro, el deseo de replicar en nuestra vida lo que consideramos plausible. No tiene nada que ver con el dolor interior, o el daño de contemplar en el otro lo que a nosotros nos falta, sino con el deseo de mimetizar lo valioso. Probablemente lo admirable correlacione con el comportamiento más que con bienes, experiencias o estatus (uno de los lugares sobre los que la corrosión de la envidia opera con más ahínco sobre el envidioso). La envidia sana es la contemplación de lo elogiable y el deseo de aplicarlo a nuestra vida sin que en ese trasvase sintamos tristeza. Al contrario. En casos así lo que se suele sentir es inspiración e impulso. La envida sana sería la antesala del aprendizaje vicario, el resorte que moviliza energías para que el ejemplo ajeno se erija en maestro propio. Aprendemos aquello que observamos en los demás, que suele ser validado por la comunidad, y que consideramos útil para mejorar nuestra vida. Aquí no hay envidia malévola y deletérea, esa que se sitúa en las antípodas y se activa cuando alguien desea con inquina lo peor a aquel con quien se siente en insoportable desventaja. Acaso tampoco en la envidia sana haya nexos que la emparejen con el sentimiento social de la envidia, aunque el lenguaje coloquial se refiere a ella en estos términos. Hay deseos de mimetizar una conducta que extraería de nosotros una versión más afinada.



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