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martes, marzo 14, 2017

La conducta indigna no arrebata la dignidad



Obra de Scott Harding
Recuerdo que en los manuales que redactamos el equipo de ENE Escuela de Negociación hace siete u ocho años para un curso on line de Negociación Estratégica en la universidad Pablo de Olavide recalcábamos permanentemente una idea, una especie de mantra secular que sin embargo liga con la sacralidad de las personas. Era el eje sobre el que pivotaba toda negociación fuera de la índole que fuera, distributiva o integradora, basada en vectores cuantitativos o cualitativos, en posiciones o intereses. El concepto era «salvar la cara al otro». Lo habíamos extraído de los ensayos de Erving Goffman y era perfecto para remarcar la idea de la relación en los procesos en los que se trata de armonizar disparidades. Desde entonces yo siempre apunto en mis clases, sean de negociación, de articulación de conflictos, de genealogía de los sentimientos, o de interacciones sociales, lo nuclear que supone en el espacio intersubjetivo «salvar la cara al otro». ¿Y en qué consiste «salvar la cara al otro»? La respuesta es muy sencilla y muy lacónica. Se trata de no cerrar nunca un acuerdo con la dignidad de la contraparte dañada o incluso ligeramente rasguñada. La negociación no persigue realmente un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado. Es difícil comprometerse con alguien que ha lesionado tu dignidad. También se antoja harto complicado que alguien se comprometa contigo si en el proceso ha sentido cómo has lastimado la idea que alberga de su identidad. De su «cara», que no has salvado.

Cuando en nuestras estrategias narrativas utilizamos el lenguaje para denigrar al otro, vilipendiarlo, o devolverle una imagen devaluada de sí mismo, estamos provocando que no coopere con nuestros intereses. Es una medida muy poco inteligente porque si la alteridad no coopera, jamás resolveremos el conflicto en contextos de dependencia mutua. Precisamente el cautiverio de la interdependencia es el que hace que tratemos de resolver el conflicto. Aquí hay que introducir velozmente una matización insoslayable. Que preservemos la dignidad de nuestro interlocutor no significa que no se pueda comunicar una crítica, una disensión o reprobar una conducta. Ni mucho menos. Significa que cuando se desee llevar a cabo alguna de estas tres coordenadas lo hagamos siempre desde la consideración y el respeto al otro.

Hace unos días escribí sobre la deferencia y la consideración (ver texto) y compartí aquí su definición: tratar al otro con el interés y el valor positivo que toda persona reclama para sí misma. Dicho desde su vertiente negativa: no magullar la dignidad del otro con la conocida capacidad de fecundar daño que posee la designación lingüística y su enorme y evocador semantismo en las interacciones verbales. En nuestra elección de las palabras descansa la posibilidad de masajear reconfortantemente o golpear agresivamente al que las recibe en sus tímpanos. Hay que recordar que la dignidad es un valor que todos poseemos por el hecho de existir, y que la conducta digna es una virtud elegida por nuestro comportamiento. Esto obliga a un ejercicio de humanidad que no todos los seres humanos ni entienden ni están capacitados para llevarlo a cabo. Que una persona se haya conducido indignamente (como virtud) no le arrebata en ningún caso la dignidad ameritada como persona. Esta distinción (algún día la explicaré y analizaré en qué consiste exactamente la conducta digna) es nuclear para la buena salud de la convivencia. Desgraciadamente muy rara vez se trazan las líneas divisorias. Ocurre que cuando una persona se comporta indignamente al prescindir de virtud en su conducta es cuando le destrozamos la dignidad como valor.  Me atrevería a decir que se trata de una inercia fruto de nuestra analfabetización sentimental. Así que sólo se puede corregir con pedagogía afectiva. Manos a la obra. 



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martes, enero 17, 2017

Dime lo que piensas, no lo que sientes


Obra de Duarte Vitoria
Una de las consignas para solucionar conflictos es saber separar el juicio de las reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada, era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo que uno piensa que lo que uno siente.  Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.

«No me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría,  existe la posibilidad de que la evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.

El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.

martes, octubre 04, 2016

El amor es una conversación elegante



Obra de Nigel Cox
Una pareja es una unidad formada por dos personas que entablan una larga conversación. Si la conversación es de calidad, la pareja prolongará su unión en el tiempo. Si la conversación aparece deshilachada, el destino de la pareja se deshilvanará no tardando mucho. La conversación en la que se encarna el amor no necesariamente está exenta de conflictos, pero la diferencia entre la buena y la mala conversación es que en la buena la fricción se resuelve inteligentemente y en la mala la discrepancia se fosiliza peligrosamente. Algunos psicólogos presumen de augurar el futuro de una pareja en menos de cinco minutos sólo con observar cómo hablaban sus miembros. También es muy informativa esa estampa en la que una pareja no sólo no mantiene contacto verbal alguno, sino que ambos miembros espantan sus respectivos silencios mirando con estudiado desdén al lado contrario del otro. El amor vincula más con hablar que con cualquier otra magnitud, y hablar bien requiere el concurso de la inteligencia y de todos los sentimientos que se concentran en la bondad.

Recuerdo que José Antonio Marina arrancaba su ensayo Escuela de parejas con un aserto provocador. Se enamora la inteligencia generadora, pero acepta la relación la inteligencia ejecutiva. La inteligencia generadora es un disparador de ocurrencias de la que aún no sabemos cómo las confecciona y produce. La inteligencia ejecutiva es la que somete a inspección esas ocurrencias y les permite saltar a la acción, o les deniega el paso. Traigo a colación esta bifurcación de la inteligencia porque quiero remarcar que es precisamente la inteligencia ejecutiva la que con sus palabras angostará o expandirá los límites y la calidad de la relación. Hablar bien con la otra persona que completa nuestro binomio amoroso es prioritario, pero también lo es hablarse bien uno consigo mismo antes de formar diptongo alguno. El amor es un sistema de motivación (y como todo sistema para su buen funcionamiento requiere eficaces canales de comunicación) que agrupa múltiples sentimientos y deseos para ser compartidos con otra persona cuya complementariedad nos ensancha, nos energetiza y convoca los afectos más hermosos que habitan en el alma humana. Cuando no ocurre nada de esto no hablamos de amor, sino de otro tipo de vínculo, o de desamor, y esa relación enseñoreada por otros sentimientos ajenos a las experiencias de apertura puede devenir en un foco infecto que se nutra de lo más hediondo que también aloja el alma humana. En el discurso social se suele objetar que mantener una relación supone perder autonomía, cuando probablemente no haya un acto de mayor autonomía que decidir con quién se comparte una relación. Somos seres autónomos porque tenemos la capacidad de decidir qué fines queremos para abrillantar nuestra vida. La quintaesencia del ser humano se cifra en que puede optar, decidir, escoger, elegir. De aquí procede la palabra elegante, que define a la persona que sabe elegir bien. No hay elección que glorifique tanto esta capacidad tan entrañadamente humana como decidir si queremos compartir la vida y elegir con quién exactamente. Y para elegir bien hay que hablar, y al hablar hacerlo de un modo elegante. 



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martes, marzo 08, 2016

Vivimos en la realidad y en la posibilidad



Obra de Javier Arizabalo
Hace unas semanas pedí a los alumnos de mi clase del Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide que escribieran de forma anónima en un papel los dos o tres grandes deseos que anhelaban para sus vidas. Estaba desentrañando la genealogía de nuestros sentimientos sociales y quería demostrar que, al margen del contenido personal, siempre podemos clasificar nuestros deseos en una de las siguientes tres categorías, o hibridarlos en las tres. El ser humano desea la supervivencia material y el equilibrio en los balances de su economía psíquica, conectividad social y una paulatina ampliación de sus posibilidades en los ámbitos en los que se desenvuelven sus capacidades. Cuando leímos los deseos de los alumnos todos encajaban en alguna de estas divisiones, sobre todo en la última. Todos querían extender sus posibilidades. La posibilidad es aquello que aún no existe, pero que puede hacerlo si se alinean unas condiciones concretas. Se trata de una circunstancia, situación o estado que quizá pueda realizarse y encarnarse en un hecho o en un acontecimiento real, aunque se acompaña de la incertidumbre de que finalmente no sea así. No deja de ser paradójico que la posibilidad sea lo contrario a la realidad, pero es la que incuba en ella nuevas realidades. 

Si algún atributo caracteriza al ser humano por encima de todos los demás es su condición de proyecto, de posibilidad, de entidad que se va modelando según sus intereses y las eventualidades que es capaz de soslayar a lo largo de su biografía. Esta singularidad permite definir al ser humano como el animal que siempre se está haciendo.  Blaise Pascal señaló con mucha perspicacia que una hormiga y una abeja están llevando a cabo en este preciso instante lo mismo que una hormiga y una abeja de hace catorce o quince siglos. Su determinismo biólogico es tan férreo que no han podido desatarse de él. Sin embargo, cualquiera de nosotros mantiene disimilitudes gigantescas con cualquier persona que habitara el mundo hace unas décadas. El ser humano está sujeto parcialmente al sino biológico (nace, se desarrolla, a veces se reproduce y muere), pero a lo largo de este itinerario es capaz de transmutar la realidad y transmutarse así mismo. Como escribió el renacentista Pico de la Mirandola en su Elogio de la Dignidad, el ser humano es el arquitecto de su propia vida. Es autónomo porque en el marco de su determinismo biológico puede cambiar el contenido de su vida y su entorno en función de sus intereses. Las personas formamos un binomio de biología y biografía, naturaleza y cultura, genes y memes. Podemos escoger, valorar, optar. Vivimos tanto en la posibilidad como en la realidad. Es algo tan radicalmente humano que probablemente pase inadvertido para todos nosotros. Una vez más padecemos una miopía severa para lo increíble.

Hemos inventado el futuro para que el presente tenga un sitio a dónde ir. Aristóteles  hablaba de esto mismo pero de un modo más abstruso cuando explicaba que estamos pasando de la potencia al acto. Es decir, estamos intentado colmar posibilidades. Cuando se ha acusado a los ciudadanos de provocar la crisis financiera aduciendo que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» se está anatematizando nuestro anhelo de hacer posible lo posible. Por estricta definición, nadie puede vivir por encima de sus posibilidades, porque si las hace reales abandonan su rango de posibilidad. Las entidades crediticias fijaron el tamaño de las posibilidades que podían hacerse reales al decretar las condiciones de quién podía ser su prestatario. Karl Popper popularizó el aforismo «vivimos en el mejor de los mundos posibles». Se trata de una falacia que sin embargo ha cosechado muchos adeptos. Como el ser humano se está haciendo siempre, el deseo innato de amplificar posibilidades le recluye en una paradoja tremendamente curiosa. El ser humano jamás vivirá en el mejor de los mundos posibles. Siempre existirá la posibilidad de que el mundo sea mejor. No es ocioso recordar que esta posibilidad es exclusiva para todos aquellos que estén vivos. Porque en este enjambre de posibilidades que somos cada uno de nosotros, no podemos olvidarnos de la posibilidad que imposibilita todas nuestras posibilidades. Cuando la muerte nos cancela como proyecto, se acabaron todas las posibilidades para nosotros. Serán nuestros descendientes los que tomen prestado nuestro legado y hagan lo propio con los que lleguen después. Esta biológica rueda de agregación produce la cultura y la mutación del mundo humano. Esta es la quintaesencia de ese mundo que llamamos civilización.



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martes, noviembre 03, 2015

«Yo no te he convencido, te has convencido tú»



Pintura de Alex Katz
Hace unos días escribí sobre lo capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has convencido tú», suelo aclararles.  

La convicción es un proceso en el que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha. Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado, como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede ser refutada), pero la decisión última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo, aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto. Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.



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viernes, octubre 30, 2015

La convicción


Pintura de Alex katz
Acaba de echar a rodar la decimotercera edición del curso de Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (UPO). El curso lo impartimos docentes de la Escuela Sevillana de Mediación dirigida por Javier Alés y Juan Diego Mata. Hace unos días compartí con los alumnos mi primera de las varias clases que daré a lo largo del curso.  Intenté demostrar dos principios críticos en la gestión y resolución de las diferencias que nacen de ese destino irrevocable para cualquiera de nosotros que es la convivencia. El primer elemento rector es que en situaciones de interdependencia es literalmente imposible alcanzar una solución si no se cuenta con la cooperación de la otra parte. Un escenario de interdependencia es aquel en el que uno no puede satisfacer un interés de manera unilateral. Necesita la participación del otro, y no una participación cualquiera, sino llena de singularidades. De no ser así, el conflicto se podrá terminar, aunque no solucionar. Concluir un conflicto y solucionarlo pueden parecer semánticamente términos análogos, pero no lo son. Muchos conflictos se terminan sin solucionarse y es una mera cuestión de tiempo que vuelvan a erupcionar. De ocurrir así, su erupción será más virulenta. Recuerdo una metáfora de Siri Hustvet en su novela El mundo deslumbrante que me sirve ahora para ilustrar aquí la imagen de los conflictos cerrados en falso: «las hojas dejan de  moverse justo antes de una gran tormenta». Un conflicto terminado pero no solucionado tiende a «volcanizarse» y a «balcanizarse». Nada recomendables ambos escenarios.

El segundo gran principio engrana con el primero. La dimensión cooperadora y sobre todo el compromiso de mantenerla sólo se conquista con la emergencia de la convicción (a mí me gusta recordar que una negociación no persigue un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado). Aquí podemos rotular el epicentro de todo. Ni imposición, ni manipulación, ni coerción, ni convención, sólo la convicción como génesis de la solución de un problema entre dos o más personas, instituciones u organizaciones. En la clase cité una hermosa reflexión de Malala, premio Nobel de la Paz en 2014, la niña paquistaní que con doce años recibió un balazo que le atravesó la cara rozándole un ojo y cuya bala huyó milagrosamente por uno de sus hombros. Los talibanes la quisieron asesinar porque desobedeció el mandato de no ir más a la escuela. Malala siguió yendo todos los días. Entonces defendió que «se consigue más con un lápiz que con una pistola». La explicación es sencilla. Las palabras encapsuladas pacífica y educadamente llevan en germen un poderoso poder transformador, un dinamismo demiúrgico, una inercia creadora. Una palabra puede cambiar el cerebro del que la almacena y puede modificar el cerebro del que la recibe. En esta realidad y en la preciosa y sucinta afirmación de Malala se cimenta toda la arquitectura de la convicción. A explicarla me dediqué el resto de la clase. Tangencialmente haré lo propio el resto de clases.



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miércoles, julio 08, 2015

La estupidez


Pintura de Marx Ernst
Cada vez que explico temas relacionados con la teoría de la argumentación y la resolución de conflictos me gusta recordar una prescripción de Kant: «Nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Yo parafraseé esta sabia advertencia hace unos años: «Ni se te ocurra discutir con un idiota, a los pocos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Kant explicaba por qué esta discusión era una inútil batalla perdida: «El tonto te bajará a su nivel y allí te ganará por experiencia». Recuerdo que en el primer párrafo de El discurso del método Descartes mostraba su asombro ante la cantidad de gente que se autodefine como inteligente. Su argumento era irrefutable. La inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo puesto que todos aseguramos haber sido provistos de ella en cantidades más que suficientes. De ahí que Descartes diferenciara unas líneas más adelante entre la inteligencia y el uso que se haga de ella, que puede ser muy acertado o un absoluto fiasco, añado yo. Esta distinción es la bóveda de clave de La inteligencia fracasada de Marina, uno de sus mejores ensayos por su capacidad de síntesis. La anterior certeza cartesiana vincula directamente con la primera de las leyes fundamentales de la estupidez humana de Cipolla. En ella su autor constata que «siempre e inevitablemente todos subestiman el número de individuos estúpidos en circulación». Como todos nos autoproclamamos inteligentes, tendemos a otorgar la misma consideración al que interactúa con nosotros, aunque no lo conozcamos de nada. ¿Y qué podemos hacer para descubrir la presencia de un estólido y así evitar entrar en una desafortunada discusión con él? La estupidez sólo se puede detectar anclando nuestra atención en los hechos (el estólido, siguiendo las recomendaciones de Cipolla, es aquel que realiza actos en los que causa pérdidas para los demás y no obtiene ningún beneficio  a cambio, e incluso también él puede incurrir en pérdidas) y en las palabras encapsuladas en argumentos. Puesto que este artículo ha comenzado advirtiendo de los peligros de discutir con un idiota, me interesa mucho esta segunda dimensión. 

La forma en que utilicemos los argumentos es un predictor muy fiable de la inteligencia de cualquiera de nosotros, pero también de su ausencia. Hace unos días leí  que «lo característico del tonto es su contumaz impermeabilidad a los argumentos». Dicho de otro modo. Tonto es aquel  que prescinde de las singularidades del diálogo y lo conduce a su extinción. La estupidez emergería cuando la inteligencia desaprovecha las bondades del diálogo, cuando malogra una de las ingenierías más enriquecedoras del lenguaje y evita nuestro propio progreso. Dialogar es pensar juntos, y se piensa conjuntamente porque cotejando nuestros argumentos con los de otros es probable que alcancemos conclusiones más sólidas que si realizáramos esta tarea aisladamente. Las conversaciones persiguen ese loable fin: interaccionar para que gracias a la convivencia de argumentos e ideas podamos arribar a lugares a los que no llegaríamos desde nuestra soledad argumentativa. Yo lo repito a todas horas en los cursos: «cuando dos coches colisionan frontalmente el resultado es un amasijo de hierros, pero cuando dos argumentos chocan  entre sí el resultado siempre es un argumento mejor».

El diálogo consiste en la polinización de argumentos para que de ese proceso cooperativo surja un argumento y una evidencia más afinados. Para que esa polinización pueda ejecutarse es necesaria una predisposición a escuchar al otro y a admitir que sus argumentos pueden ser más válidos que los nuestros. Hay que partir de la voluntad de que uno puede ser convencido y transfigurado por la capacidad demiúrgica de los argumentos. Adela Cortina en su Ética Cordial recuerda que «estar dispuesto al diálogo, dejándose convencer únicamente por la fuerza del mejor argumento, requiere voluntad decidida y excelencias dialógicas». Desgraciadamente son malos tiempos para el diálogo y el intrínseco poder transformador de los argumentos. Utilizamos mal la inteligencia cuando cualquier argumento que cuestione nuestra tesis o no se adhiera a ella lo etiquetamos peyorativamente y lo desdeñamos con altanería, cuando una idea que no comulgue con la nuestra la motejamos de imposible y ridícula. La estupidez cristaliza en actitudes como la obcecación, el fanatismo, el prejuicio, la suposición, el dogmatismo, la susceptibilidad. Sin embargo, para el idiota la idiotez es otra cosa: «dícese de la característica más notable de todos aquellos que no piensan como yo». Si se lo oímos decir a alguien, o lo deducimos de su conducta, ya sabemos delante de quién nos encontramos.



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martes, marzo 17, 2015

El abogado del diablo



Obra de Nick Lepard
El abogado del diablo fue una figura instaurada por la Iglesia Católica en el siglo XVI. Permaneció vigente hasta que Juan Pablo II la eliminó en la década de los ochenta del siglo pasado. Se empleaba en los procesos de beatificación. Como era habitual que ante la presentación de un candidato todo fuesen loas y epítetos celestiales, se decidió encomendar a un tercero la investigación de los aspectos más desfavorables del posible santo. Con la información recolectada, esta persona confrontaba e impugnaba los ditirambos con los que el candidato era ensalzado frente a los miembros del tribunal. Inyectaba disensión para muscular los argumentos del debate. Así nació el abogado del diablo. Recordada su genealogía, esta figura es perfecta para entornos cloroformizados por el pensamiento grupal  (ese que transforma las decisiones del grupo en rituales de unanimidad a la búlgara), por el hiperliderazgo que inhibe la iniciativa personal, por los grupos terriblemente endogámicos que reducen la inicial visión multipolar a una visión unívoca cuando sus miembros conviven largo tiempo con personas con intereses, competencias, tareas, preparación académica y estatus parecidos. Allí donde hay sospechoso consenso, allí donde la recurrencia del conflicto escasea, allí el abogado del diablo tiene mucha tarea por delante.   



Se suele afirmar en plan jocoso que el jefe ideal es aquel que coloca a su lado a gente con valentía suficiente como para decirle esas cosas por las que en cualquier otro trabajo les mandarían a engrosar las listas del paro. Erich Fromm aseguraba que la humanidad sólo había progresado gracias a actos de desobediencia. El disidente evita el pensamiento uniforme, unidimensional, acrítico, la peligrosa estandarización y el etiquetado que desdeñan los matices, la ausencia de visiones alternativas que cronifican el estatus quo aunque sea empobrecedor, los puntos ciegos que operan sobre nuestro intelecto y hacen que no veamos aquello que para otra mirada es evidente, las ilusiones cognitivas que sólo las percibimos cuando alguien nos objeta lo que para nosotros hasta hace un segundo era indudablemente obvio. El abogado del diablo nos señalará como personas portadoras de un pensamiento falible, delatará nuestra excesiva confianza en lo que creemos saber y nuestra renuencia a admitir el protagonismo de nuestra ignorancia en la adopción de decisiones. La disensión es primordial para que la duda se erija en la reina que legisle todos nuestros enunciados, puesto que sólo quien duda se plantea la veracidad de lo afirmado por unos y otros. Necesitamos la presencia de un disidente que nos impida dar crédito a lo primero que se nos pase por la cabeza o llegue a nuestros oídos. Un abogado del diablo dentro y fuera de nuestro cerebro.



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jueves, enero 29, 2015

El ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades



Se cumple en estos días el 70º Aniversario de la Liberación de Auschwitz. Entre 1940 y 1945 fue el campo de exterminio más operativo de los nazis, una sofisticada industria urdida para exterminar a seres humanos, el gigantismo más espantoso destinado a eliminar la presencia corpórea de personas gaseándolas y cremándolas tumultuariamente. No se saben las cifras exactas, aunque se estima que entre cinco y seis millones de personas fueron allí deportadas del reino de los vivos en asesinatos sistemáticos. Al principio del Holocausto los nazis obligaban a los prisioneros a cavar fosas comunes y luego allí mismo los ametrallaban. En esas fosas de proporciones abismales se aglomeraban entre tres y cuatro mil personas que tras ser baleadas indiscriminadamente eran luego engullidas por la misma tierra que habían abierto y esparcido a un lado con sus manos, pero el ritmo de la aniquilación era exasperantemente lento para el que anhelaban los ideólogos de la infamia. De ahí que dieran un paso al frente de la atrocidad e inventaran una economía industrial más rápida y eficaz para culminar la abolición física de los cadáveres. La incineración en los hornos crematorios era ahora sí un exterminio acelerado y aséptico. Fue todo tan exacerbadamente despiadado que Theodor Adorno seis años después del horror hizo célebre el adagio «no se puede escribir poesía después de Auschwitz».Y Primo Levy, que estuvo confinado allí, compartió la lección más aterradora que nos legaba saber que el infierno había existido aquí en la tierra: «Auschwitz sucedió y por tanto puede volver a suceder. Quien niega Auschwitz es quien precisamente estaría dispuesto a volver a hacerlo».

Siempre comienzo mis clases de negociación e inteligencia social recordando una obviedad que a veces me provoca rubor, pero que los alumnos no se han planteado hasta que la desentraño. El ser humano sólo puede satisfacer sus demandas de dos maneras: apelando a la fuerza o esgrimiendo la palabra. La historia es opulenta en acontecimientos abominables que informan de qué ocurre cuando nos decantamos por el uso de la fuerza. En uno de sus ensayos, el perspicaz José Antonio Marina concreta que la historia de la humanidad es el libro de cuentas de un matadero. Carlos Ruiz Zafón en El juego del ángel apunta que la historia es el vertedero de la biología. Muchas veces no somos conscientes de toda la brutalidad y de todo el dolor que antecede al  plácido ahora en el que vivimos. El Roto en una de sus lúcidas y desoladoras viñetas explica que los historiadores se dedican a potabilizar la sangre humana derramada.Quizá esa sea la razón de nuestra desmemoria. Se nos olvida que el ser humano es un ser capaz de cometer inhumanidades.

Los seres humanos nos hemos pasado toda nuestra historia matándonos unos a otros pero, peor aún, también investigando y desarrollando tecnologías destinadas a maximizar la pulverización de semejantes. Freud señaló que la civilización se inauguró el día en que un ser humano en vez de atacar a su enemigo con un sílex le profirió un insulto. Utilizó la palabra en vez de la fuerza. Los seres humanos  somos envoltorios cerrados en los que llevamos la pulsión innata de la agresividad (deseo de infligir daño sólo percibido por uno mismo), pero que casi nunca la convertimos ni en agresión (lastimar al otro para conseguir algo en contra de su voluntad), ni en violencia (utilización desmesurada de la fuerza para además de alcanzar unilateralmente nuestros intereses despojar de dignidad a nuestro adversario y cosificarlo para denegarle la condición de semejante, acto que si se repite a menudo tiende a banalizarse mágicamente, como bien apuntó Hanna Arendt, y que anima a la supresión del tabú de matar, o a justificarlo con algún argumento defendido con heladora racionalidad, apunto yo).

Provenimos de la selva, de conducirnos durante miles y miles de años por la lógica despiadada del más fuerte, pero inteligentemente hemos decidido apartarnos de ella. Los seres humanos somos por esencia lo que somos, y conviene no olvidarlo, pero también merced a esa misma esencia somos aquello que deseemos llegar a ser, y conviene recordarlo. Somos animales que hemos posibilitado sentimentalizar y alfombrar de afecto y respeto nuestra relación con los demás, pero también somos sujetos con una naturaleza y una biografía histórica que debe ponernos a la defensiva de nosotros mismos. En nuestro interior borbotean pulsiones afectivas y pulsiones depredadoras, la bondad y el odio, la atracción y la repulsión, la humanidad y la deshumanización, la compasión y el sadismo, la equidad y la subyugación, lo admirable y lo abyecto, la comprensión y el despotismo. A todos nos compete construir hábitos afectivos, sensibilidades éticas y contextos compartidos que nutran lo mejor de todos nosotros y neutralicen lo peor. No debemos olvidar jamás ni Auschwitz ni todos los demás campos de concentración y exterminio diseminados por todo el planeta. Auschwitz es la respuesta más elocuente y sencilla que se puede ofrecer cuándo alguien pregunta retóricamente hasta dónde podemos llegar al comprobar día a día la degradación progresiva y el incumplimiento crónico de los Derechos Humanos. Creer que esta respuesta es hiperbólica es desconocer quién habita dentro de nosotros.



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