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viernes, abril 24, 2020

¿Cómo sería el confinamiento sin Humanidades ni producción cultural?



Obra de Solly Smook
En la segunda semana del confinamiento se popularizó un meme en el que alguien recordaba que las asignaturas más desdeñadas en la oferta educativa, las peyorativamente nominadas como marías, eran las que ahora contrarrestaban la peligrosa desidia y la fácil ansiedad que provocan tanto la cuarentena como los vaticinios de lo que nos podemos encontrar cuando retornemos a la vida agregada posconoravirus. Lo que bajo la métrica de lo útil se arrincona en el periplo académico era lo que ahora actuaba como potente analgésico contra el dolor y el desconcierto de una situación nunca antes vivida. Citaba entre otras materias, la literatura, el dibujo, la música y la educación física. Cuando lo leí, pensé que en realidad se podría aseverar que gracias al conjunto de disciplinas que giran en torno al ser humano sobrellevamos con cierta templanza y alivio el régimen de cuarentena. Las Humanidades son nuestra áncora de salvación. Vemos películas, nos enganchamos a series, escuchamos discos, visitamos museos virtuales, leemos novelas, repensamos el mundo con la utilería filosófica (que estos días de hermenéutica sobre lo que está ocurriendo y sobre cómo se reorganizará la vida en común tras la deshibernación del estado de alarma social ha cobrado una centralidad inusitada), asistimos a pantallizadas obras de teatro, contemplamos cuadros, nos confraternizamos con poemas, nos explicamos con fotografías, acudimos a conferencias on line para reducir nuestro desconocimiento, entonamos tribalmente canciones que operan como himnos colectivos de resistencia. La reclusión nos ha arrojado a la empírica constatación...


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.

viernes, noviembre 23, 2018

Música: el arte por antonomasia para inducir sentimientos

Obra de Mary Jane Ansell

Ayer 22 de noviembre se celebró el Día de la Música. Quería haber escrito un artículo para celebrarlo, pero como tuve que viajar durante todo el día decidí festejarlo escuchando una muchedumbre de discos previamente seleccionados que amenizaran la conducción que me llevaría a atravesar medio país. La música es el arte con mayor capacidad e instantaneidad para inducir sentimientos. Cuando le concedemos atención, la música todo lo que toca lo eleva apresuradamente a experiencia afectiva, a emotividad, a interpelar de algún modo a ese otro yo que vive acurrucado en nuestro yo y nos dona narraciones y deconstrucciones de nuestra instalación en el mundo. Es algo que me maravilla cuanta más reflexividad dedico a su análisis. Genealógicamente la música es ruido que se arranca a dialogar con el silencio y los tiempos. Se organiza con el fin de extraer un sonido estructurado que zarandee, punce, pacifique o transporte al oyente. Ese sonido combinado en melodía, armonía y ritmo se gesta en un instrumento o en un conjunto de instrumentos de los que salta y huye para en una trashumancia aérea dirigirse a nuestros tímpanos y metamorfosearse en significación y afectación. Dependiendo del sonido alumbrado, y en función del tipo de composición, esa música que relampaguea a través del sentido del oído suscita un amplio espectro de disposiciones sentimentales, elucubraciones, ficciones, remembranzas e ideas en nuestro entramado afectivo. He aquí la magia de este flujo sonoro, extensible a otras artes a través de otros sentidos aunque no con la misma pujanza.

La sensibilidad estética es fundamental para la sensibilidad ética. Wittgenstein afirmaba que estética y ética son lo mismo porque no se dicen, se muestran, pero son dos planos disímiles (la una tiende a la belleza y la otra a lo bueno en el comportamiento, aunque esta última también puede connotarse como belleza en la conducta, lo que convierte a ambas en yuxtapuestas). La vinculación entre ambas sensibilidades se suele refutar citando como contraejemplo arquetípico el hemoclismo nazi, cómo fue posible que los mismos que se extasiaban escuchando a Wagner horas después no se inmutaran gaseando y cremando a seres humanos en cantidades ingentes y a un ritmo fabril. La respuesta es que a veces ambas sensibilidades se disocian puesto que operan en estratos diferentes, aunque si se fortalecen ambas, ambas se retroalimentan. La sensibilidad estética encuentra en la belleza el gozo máximo. Desde que lo leí en mi adolescencia, todavía puedo citar el veredicto de Baudelaire en sus magnéticos Pequeños poemas en prosa: «El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido». El goce de la contemplación de la belleza y su adosada experiencia estética se rebelan contra las dimensiones de la funcionalidad y el consumo que sin embargo presiden mayoritariamente la praxis humana. La belleza no vale para nada porque es un valor en sí mismo. Que haya cosas que no sirvan para nada significa simple y desdramatizadamente que son inservibles para realizar las acciones que hemos categorizado como útiles. Esta radical escisión con lo operativo conduce a la belleza a otros enclaves. Su naturaleza improductiva se enajena de las tribulaciones materiales y de las necesidades orgánicas.

La belleza es un valor en sí mismo, del mismo modo que es un valor en sí mismo el ser humano. En un ecosistema tecnocientífico sobresaturado de medios, padecemos cierta ceguera para divisar fines. Kant elevó al ser humano al estatuto de fin y así lo formuló en una de las variantes de su imperativo categórico. Entablar amistad con la belleza permite encariñarse con aquello que es un fin en sí mismo, hábito encomiable para familiarizarnos con los fines y por tanto con un trato con nuestros congéneres alejado de la instrumentalidad. He aquí el engarce umbilical entre ética y estética. Resulta imposible no citar en este punto el perspicaz opúsculo de Nuccio Ordine La utilidad de lo inútil.  Lo útil en el mundo de la técnica y el mercado es aquello que se puede convertir en mercancía para complacer el afán de lucro. Ni la experiencia de la belleza, ni del arte, ni de la música se pueden suministrar en operaciones mercantiles. Son experiencias minusvaloradas por el simplificador dogma económico y su monopolización del concepto de lo útil. Es cierto que los fines estéticos no sirven para nada asociado a la cuenta de resultados y a una conceptuación funcional de la vida. Sirven para gozar, para embriagarnos del sentimiento de lo bello, para el desprendimiento del yo y su disolución en la totalidad inabarcable del misterio de existir, para convertir en liviano lo grávido, para granjear amor con el conocimiento y el sentir.  La música como sonoridad acendrada y planificada nos coge de la mano y nos lleva a lugares que no aparecen cartografiados en ningún mapa, sitios que sin embargo producen sentido a nuestras acciones. Con veinticuatro horas de retraso, feliz Día de la Música.