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martes, abril 09, 2024

Los sentimientos son muy útiles, pero no para argumentar


Hace dos semanas murió Daniel Kahneman, psicólogo y Nobel de Economía en 2002 por sus estudios acerca del papel medular de la irracionalidad en los sujetos decisores. En su  gigantesco ensayo Pensar rápido, pensar despacio popularizó con infinidad de ejemplos cómo el ser que alardea de poseer racionalidad suele abstenerse de su uso cuando ha de adoptar una decisión en detrimento de otra. Uno de los peligros frecuentes de irracionalidad ocurre cuando la decisión por la que nos decantamos se basa llanamente en nuestros sentimientos. Jonanthan Haid enuncia este tropismo tan humano bajo el enunciado «si lo siento, es verdadero». Podemos agregar otras fórmulas usuales que se esgrimen en el lenguaje popular, y que en esencia significan lo mismo. «Son mis sentimientos y por tanto debes respetarlos» (se puede trocar la palabra sentimientos por emociones sin que su significación se deforme). «Lo siento así y no hay nada más que hablar». «Los sentimientos no engañan». «El corazón nunca se equivoca». «Me fío más de lo que siento que de lo que pienso». Estos enunciados se suelen catalogar como razonamientos emocionales, pero hay más exactitud si los denominamos pretextos emocionales. 

Ante la ausencia de una nítida exposición de argumentos, nos encomendamos a la apelación de los sentimientos en bloque para suplir ese vacío. Incurrimos en una falacia, porque aunque los sentimientos están construidos con argamasa argumentativa, no son argumentos. Traerlos a colación en un diálogo es extemporáneo, desvela un fraude discursivo que degrada los fines cooperativos sobre los que se asienta todo diálogo genuino. Invocamos con urgencia a los sentimientos sin pormenorizarlos cuando en nuestra defensa no hay argumentos que puedan sostenernos. Más aún. Los sentimientos es una expresión fatigada por su frecuente mal uso que en vez de aclarar propende a oscurecer todo lo que toca. Es difícil saber qué ve quien no aporta puntos de vista. He aquí el subterfugio sentimental. Argumentativamente los sentimientos no tienen cabida cuando se trata de que los pensamientos se encuentren para fecundar pensamientos mejores, pero quien quiera hacer trampas discursivas sabe que aludir a ellos tiene un enorme impacto persuasor. De aquí se puede colegir que cuanto más protagonismo cobra lo emocional, más nos empobrecemos como sujetos discursivos.

No se trata de desestimar los sentimientos, sino de admitir que no deberíamos concederles protagonismo dialógico. Las necesidades, los intereses, los deseos, los valores, las metas, las ideas, los puntos de vista, sí son recursos dialécticos que precisan desgranarse para que a través de la palabra las personas podamos compartirnos, entendernos y agasajarnos con razonamientos que colaboren a que seamos más conscientes de quiénes somos, cómo actuamos, a qué horizontes aspiramos. Desgraciadamente ha cundido la creencia de que los sentimientos poseen un aura de infalibilidad y que por tanto lo que una persona siente queda al instante eximido de impugnación o de matización por parte de cualquier alteridad interlocutora, esto es, queda abolida la función central por la que los humanos intercambiamos y confrontamos ideas. Sorprende la cerrazón de muchas personas en admitir que en ocasiones los sentimientos están inundados de iniquidades, imprecisiones, temeridades, flaquezas, sesgos y hasta de vilezas que se derraman al instante, si su portador pone en palabras el universo que le habita de su piel para dentro. Es la ecología sentimental idónea para que prenda la posverdad, el bulo, el prejuicio, los sesgos de confirmación, el relato unívoco, la nociva idea de verdad llevada al territorio de lo deliberativo, un lugar frondoso donde no hay verdad ni posibilidades demostrativas sino exclusivamente argumentativas. Los clásicos sostenían que todo lo que se afianza en nuestro interior sin el concurso de los argumentos tenderá a repeler la crítica confeccionada con argumentación. Donde los argumentos fueron accesorios para construir, también lo serán cuando se trate de pensar en una razón común.

 

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martes, enero 09, 2024

Ser tolerante es aceptar que nos refuten

Obra de Geoffrey Johnson

Una regla básica para el buen funcionamiento de la convivencia es que los actores participantes en una interlocución acepten pacífica y educadamente que en temas deliberativos todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento, toda idea puede ser rechazada por otra idea, todo juicio deliberativo puede ser puesto en crisis por otro juicio. Es un precepto esencial para levantar espacios de tolerancia, para que el pensamiento no caiga en la estanqueidad y se dogmatice hasta creerse dueño del sentido común. En Una filosofía del miedo, el pensador Bernart Castany define la intolerancia como «el asco espiritual que sentimos hacia todo aquello que representa alguna diferencia o desviación respecto de nuestra idea de normalidad». Quizá este sea el oculto motivo por el que nos parapetamos detrás de argumentos que investimos de una tranquilizadora irrefutabilidad. Sin embargo, todo pensamiento que no se cruza con otros pensamientos con vocación transformadora propende al estatismo y a apropiarse de ese discutible constructo llamado verdad, un riesgo de consecuencias funestas para la agenda humana que solo se puede soslayar admitiendo la regla anterior.

Lo relevante de esta regla de convivencia democrática está en una coda que olvidamos en muchas ocasiones: todo argumento es susceptible de ser objetado con otro argumento, como he escrito anteriormente, y no pasa absolutamente nada porque sea así. En esta apostilla descansa la tolerancia más genuina. La escasa alfabetización deliberativa hace que consideremos una falta de respeto que cuestionen nuestra opinión, casi lo releemos como un allanamiento de morada discursiva. «Es mi opinión y tengo el derecho a que se respete», o «igual que yo respeto tu opinión respeta tú la mía», suelen esgrimir sus defensores con arraigado convencimiento y tono ofendido. Es fácil desmontar un argumento tan disparatado, y responder: «Claro que es tu opinión, pero el único derecho que te puedes arrogar es el de compartirla, no el que la secundemos quienes la escuchamos». Solemos confundir el verbo aceptar con el verbo respetar. Hay que respetar el derecho a opinar, pero divergir del contenido de la opinión no es faltar al respeto, es simplemente no estar de acuerdo. Que una persona discrepe de nuestros argumentos no significa que esté enemistada o esté poniendo en cuestión el ser en el que nos instituimos. Tan solo ocurre que no opina igual. 

Ortega y Gasset escribió que cada vida es una perspectiva del universo, y saberlo ayuda a entender mejor los argumentos ajenos, pero también a avenirnos a que hay mucha contingencia en los nuestros. Igual que la ciencia se expone a la comprobación, nuestras ideas pueden y deben someterse a la refutación si decidimos hacer un uso público de ellas. Asumir esta máxima es la única forma de progreso deliberativo en un marco democrático de ideas discordantes. Pensar juntas y juntos no es golpearnos con nuestros argumentos, fin último que persiguen los debates polarizados y por tanto fosilizados discursivamente. La misología (odio por el razonamiento) anuncia la consunción del entendimiento mutuo, sin el cual es imposible el espacio político y por la tanto la vida en común, y a la vez abre la puerta a la emocracia, al poder de las emociones viscerales enemigas acérrimas de la inferencia, la reflexión y la bondad, sin la cual no es posible ni el acuerdo ni la concordia. En un momento tendente a emitir afirmaciones superfluas con capacidad de movilizar emociones primarias, fomentemos el pensamiento pausado que invite a considerar desde de la duda. Pensar juntos y juntas es encontrar evidencias compartidas que nos vertebren mejor como personas y como ciudadanía, que extiendan nuestro poder de existir al discernir lo posible. Las palabras no solo titulan el mundo, también lo conforman cuando lo declaran, y lo abren a la posibilidad cuando lo piensan críticamente. Hablemos y escuchemos. Que el 2024 sea propicio para este cometido en el que nos va la vida.

 
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martes, diciembre 19, 2023

La polarización: o conmigo o contra mí

Obra de Christophe Hohler

La polarización política consiste en la existencia de dos polos diametralmente opuestos, cada uno de los cuales se considera en posesión de la opinión correcta en torno a un tema en disputa y cataloga como disparatada la de su opositor.  La disyunción es categórica y los aspectos de convergencia no existen puesto que entre los extremos no se levanta ningún campo de intersección. Al volatizarse cualquier aspecto común no hay posibilidad para la negociación y el acuerdo. Es una imprudente degradación de la calidad de la democracia. Los agentes políticos compiten por el voto y esa competición ininterrumpida les obliga a hiperbolizar sus diferencias y a teatralizar descarnadamente sus desprecios, incluso en menoscabo de una convivencia democrática con la que sus cargos contraen una elevadísimada responsabilidad. Aunque creamos que esta polarización solo afecta a la arena política, su tribalismo discursivo permea subsiguientemente en la manera de procesar la información y formar la opinión de la ciudadanía. Cada vez es más usual detectar en las personas gigantescas devaluaciones retrospectivas. La devaluación retrospectiva es un sesgo consistente en aprobar o desaprobar una idea en función de quién la disemina.  Un argumento que considerábamos encomiable deviene despreciable al enterarnos de que proviene de una persona o grupo con el que no compartimos ni simpatía política ni afinidades electivas. Y al revés, una ocurrencia que nos parecía errática la releemos como perspicua al advertir que la postula alguien de nuestro signo político. Resulta irrelevante el contenido de la idea, lo cardinal es quién la trae a colación y la defiende. Juzgamos en función de la ideología, no a través de una evaluación deliberativa.  Los que azuzan la polarización como estrategia electoral lo saben muy bien.

La polarización perpetúa el sistema de creencias de tal modo que es sencillo imaginar lo que pensará una persona con una creencia concreta con respeto a otra creencia sin relación argumentativa alguna. La polarización alista en las filas de unas ideas que jamás permitirán la más mínima concesión a las ideas provenientes del bando contrario. Esta dicotomización de la realidad imanta las posturas hacia una rigidez que insurge contra el pluralismo, el cambio, la ambivalencia, los clarosocuros deliberativos, la variedad de ideas, el poder transformador de los argumentos, la capacidad del conocimiento de falsarse a sí mismo, la admisión de opiniones nuevas y diferentes que mejoran a las que se albergaban. Dicho de otro modo, la polarización contradice lo que quienquiera puede verificar en su vida y en la de las personas con las que se relacione. A veces se habla de radicalización entendida como polarización y no como un ir a la raíz de las cosas. Aunque parezca contraintuitivo, en esta segunda acepción la agenda política cada vez está menos radicalizada, porque en vez de acudir a la genealogía de los asuntos se complace en construir eslóganes superficiales, descontextualizados y polarizantes. Quienes los enarbolan saben que ir al tuétano de los asuntos conllevaría la deserción de esos votantes que se movilizan con soflamas viscerales y propenden al bostezo y la desafección cuando se les presentan argumentos detallados. Los mensajes emocionales no aportan nada al pensamiento crítico, pero son perfectos para reforzar las ideas preconcebidas y activar los sesgos de confirmación de quienes en vez de como ciudadanía actúan como miembros de un club de fans.

En el esclarecedor ensayo Pensar la polarización, el profesor Gonzalo Velasco Arias sostiene que «la mediación digital ha modificado la forma de relacionarnos con el conocimiento y con nuestra identidad». Su tesis es que la polarización se nutre no de la incapacidad epistémica de las personas, sino de las estructuras en las que se comparte la información y la interacción con esa misma información. Las redes sociales son lugares que facilitan la expresión emocional, pero no la cavilación reposada y tranquila que requiere el conocimiento y la mirada analítica. En el ágora pantallizado no anida el saber experto, sino el de quienes ignoran el tamaño de su ignorancia, lo que les hace sobreestimar su conocimiento y atreverse a participar activamente con comentarios simplistas cargados de animosidad. De este modo las redes se pueblan de las opiniones de agentes epistémicos que adolecen de falta de saberes contrastados (efecto Dunning-Kruger). Pero es que incluso quien posee saber experto y se embarca en redes se ve obligado por la estructura de la intermediación digital a exponerlo de una manera que lo devalúa. Es fácil volverse un hooligan en la cosmópolis digital porque la mayoría de la información y la opinión es acelerada, sucinta y superficial, aunque verse sobre temas profundos, sofisticados y de lenta deliberación. Son reductos ideales para a través de un lenguaje moral y beligerante inducir emociones animosas e inculcar sentimientos de aversión al otro. La ausencia de evaluación crítica, el enojo y una manera sencilla de responder reactivamente con la misma beligerancia recibida pivotan estos lugares en donde el diálogo se antoja una entelequia. Todo se reduce a aceptar o rechazar ideas. Nunca a matizarlas, pormenorizarlas, contemplarlas desde otras perspectivas. O sea, pensarlas.

 
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martes, junio 13, 2023

Ser una persona crítica no es ser una ofendidita

Obra de Jarek Puczel

Llevamos padeciendo un tiempo en el que se ha prodigado tildar de ofendidita a la persona que rechaza afirmaciones misóginas, machistas, de odio a lo lgtbq+, etaristas, capacitistas, xenófobas, aporofóbicas, expresadas en comentarios banales o jocosos y por lo tanto aparentemente inocentes y desideologizadas. Escribo aparentemente porque cualquier enunciado vertido en la conversación pública deviene mirada evaluativa sobre la vida compartida, un posicionamiento que jerarquiza valores y aplaude una forma de estar y actuar en el mundo en demérito de otras. Cada persona es una perspectiva del universo, escribió Ortega, y cada persona comparte discursivamente esas perspectivas desde el momento en que elige de qué hablar y cómo hablarlo. Ocurre que al compartir ideas y aseveraciones se crea realidad, puesto que las palabras son inusitadamente performativas, y esta capacidad creadora del lenguaje debería exacerbar nuestra responsabilidad cada vez que decidimos empalabrar el mundo. Nuestra escasa alfabetización discursiva nos alienta a que en muchas ocasiones repelamos la crítica que recibimos a estos comentarios escudándonos en que se trata de nuestra opinión y que por tanto merece ser respetada, equiparando el derecho a opinar con la aprobación del contenido de la opinión. Hay opiniones que incitan al odio, a la violencia, a la discriminación, que no solo merecen crítica, sino que se ha consensuado tipificarlas como delito tras gravosas disposiciones históricas. 

Desgraciadamente a quienes hacen activismo por un mundo más decente y más llevadero se les adjetiva de un modo que supone su ridiculización. Además del ofendidito (dícese de quien diverge y no acepta comentarios ofensivos diseminados en la conversación de una forma trivial), hay que agregar en el plantel de estas burlas al buenista (quien en sus análisis fija su atención en la bondad que hay en el mundo y trata de cultivarla y difundirla asumiendo que es así como más eficazmente se reduce la presencia del odio y la crueldad), al iluso (quien desgrana estrategias de mejora y ofrece posibilidades de cambio frente a la enmienda a la totalidad de la fácil e inoperante perspectiva drástica), al neocensor (quien señala la brutalidad que encierran ciertos enunciados verbalizados en la inanidad de lo cotidiano), al neopuritano (contraviniendo su significado prístino, pues ahora no es quien trata de imponer una única moral, sino que se escarnece de neopuritano a quien defiende la pluralización de formas de inscribirse en el mundo y el respeto que se merecen incluso por quienes moralmente no las comparten). Todos estos adjetivos descalificativos fomentan una desorientación conceptual que ha arraigado en los imaginarios. A la persona buenista se la liga con la estupidez (quién no ha escuchado alguna vez la aserción «es una persona tonta de puro buena»), a la ilusa con la irracionalidad, a la que protesta con la psicológicamente pusilánime, y a la que iza la crítica con la condición de persona picajosa. 

En el opúsculo Ofendiditos, Lucía Litmaer esclarece que «ofendidito es el diminutivo para mofarse de quien se siente ofendido», pormenoriza que se tilda así a «aquel que tiene el gatillo fácil para la indignación generalmente ante el abuso de lugares comunes o el ataque a causas minoritarias», para concluir que «el señalamiento al moralista “ofendidito” en realidad no hace otra cosa que ocultar interesadamente la criminalización de su derecho, de nuestro derecho como sociedad a la protesta». Tachar de ofendidita a una persona es desactivar la potencia de la protesta rebajándola a la inocuidad de la queja. Tendemos a considerar a la persona que se queja como susceptible, hipersensible, melindrosa, pejiguera, de piel final, tiquismiquis, quisquillosa, alguien que las coge con papel de fumar, e incluso, en el delirio discursivo, como intolerante. Confundir el despliegue de cuestionamiento crítico con melindrosidad aboca a una sociedad abierta y democrática a su devaluación,  y quién sabe si también a su necrología.

Cuando se desaprueba un comentario por ignominioso o por simple mal gusto, el emisor de la ofensa tacha de ofendidito a quien le ha reprobado y logra migrar de ofensor a ofendido sin que en el proceso intermedie deliberación alguna. Estamos delante de una de las miles de acrobacias que permite el lenguaje. Este ardid verbal alberga el propósito de deslegitimar la crítica e infantilizar la protesta. El profesor Gonzalo Velasco Arias ofrece una definición de la protesta en su fantástico y pedagógico ensayo Pensar la polarización: «La protesta es una forma de control cívico y epistémico ante la circulación de malas creencias, malos hábitos, y por lo tanto perpetuaciones discursivas y subjetivas de la discriminación y la injusticia». La protesta es, además de un derecho, una herramienta de una eficacia portentosa en entornos deliberativos y democráticos en los que se admite la falibilidad de los argumentos y por tanto la necesidad de entablar diálogo perpetuo con otros argumentos para encontrar evidencias mejores que aquellas en las que estamos alojados ahora mismo. Civilizamos nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento ético gracias precisamente a que otras personas más atentas y más cuidadosas con otras realidades nos corrigen y nos señalan argumentativamente nuestros puntos de mejora epistémica. Lo contrario es el estancamiento. O la regresión. 


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