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martes, diciembre 13, 2016

¿Una persona mal educada o una persona educada mal?



Obra de Nigel Cox
En mis conferencias suelo bajar la voz y casi susurrar para compartir con el auditorio la idea más relevante que he descubierto en mis veinticinco años de estudio sobre la complejidad humana. Muy gustosamente también la comparto aquí. «El lugar más peligroso del planeta Tierra es el cerebro de una persona educada mal». Es una reflexión que escribí tanto en las páginas como en la contraportada de La capital del mundo es nosotros. Allí especifico que por increíble que parezca ningún servicio de inteligencia de ningún estado ha caído en la cuenta de esta obviedad mientras rastrean por el orbe terrestre qué peligros acechan a sus intereses. En mis exposiciones suelo añadir que existe mucha diferencia entre una persona educada mal y una persona mal educada. Fonéticamente suenan casi igual, pero semánticamente son descripciones muy divergentes. Cuando yo me refiero a alguien como una persona mal educada es para señalar una conducta que no respeta los estándares sociales del buen comportamiento, o en ese instante arroja por el sumidero los mínimos éticos que consideramos imprescindibles para que la vida no sea un sitio análogo a las dificultades de la jungla. Se puede dar la paradoja de que esa persona esté muy bien educada y que sin embargo se haya comportado momentáneamente mal.

Cuando yo hablo de una persona educada mal me refiero a una persona sentimentalmente mal articulada. Su organigrama afectivo está tan mal confeccionado que está subyugada a un permanente analfabetismo sentimental. Ya no es una conducta puntual la que se hace acreedora de una corrección, es su forma estacionaria de sentir la que parte de premisas garrafales para llegar a conclusiones exponencialmente más garrafales todavía. En La inteligencia fracasada, J. A. Marina dibuja una colorida taxonomía de estas nefastas construcciones de índole sentimental y cognitiva. En su ensayo Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana Martha Nassbuam explica que la educación nos prepara para tres grandes fines: la ciudadanía, el trabajo, y para darle un sentido a nuestra vida.  La persona educada mal se ha olvidado del primero de los fines, que se puede compendiar en ser capaz de participar de manera constructiva y enriquecedora en la trama social para lograr el florecimiento personal y participar en que los demás logren el suyo. En Lo que nos pasa por dentro Punset lo explica muy  bien: «el mayor dilema en la vida es manejarte con quien tienes a tu lado». Manejarte bien, matizo yo. 

No tengo la menor duda de que sentir mal es conducirte por un esquema de valores en el que no se trata al otro con la misma equivalencia que uno solicita para sí mismo. No se siente que el otro es una duplicación, un equivalente, un semejante, un par. La persona educada mal no percibe la interdependencia, la necesaria colaboración de unos y otros para lograr nuestros propósitos, la necesidad de ser compasivos para entre todos remitir nuestra inherente fragilidad, fungibilidad, vulnerabilidad, finitud. No padecer esta ceguera es primordial para regular nuestros sentimientos y el tamaño de los límites de nuestras acciones, porque la geografía de esos límites siempre está en relación con la existencia de los demás y sus intereses en el espacio compartido. Si los demás desaparecen de mis deliberaciones privadas, los límites también. Frente a los sentimientos prosociales (cooperación,  afecto, amor, compasión, gratitud, admiración, cuidado, vínculos empáticos), en el entramado afectivo de la persona educada mal prevalecen los sentimientos aversivos (soberbia, competencia, pugna, odio, egoísmo, rencor, inequidad, indolencia, uso de la fuerza para resolver conflictos, déficit de nutrición empática, vanidad, envidia, celos). Hace poco le leí a Bauman que la ética es elegir la forma con la que queremos acompañar al otro. La persona educada mal se maneja mal (según la terminología de Punset) y acompaña mal al otro (según la terminología de Bauman). El mayor prescriptor del educado mal es convertir a los seres humanos de su derredor en un medio para sus fines. Cualquier peligro en cualquiera de sus gradaciones y en cualquier lugar del planeta tiene su génesis en este exacto punto.  



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martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



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Un abrazo tuyo bastará para sanarme.
Cuidémonos los unos a los otros.