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martes, abril 23, 2024

¿Leer nos hace mejores personas?

Obra de Adam Jeppesen

Es muy fácil responder al interrogante con el que he titulado el artículo de hoy con motivo de la siempre feliz celebración del Día del Libro. Leer no nos hace mejores personas, nos hace mejores personas actuar virtuosamente. En un artículo académico titulado ¿Pero leer novelas nos hace mejores? la filósofa Belén Altuna (autora del recientemente publicado y completísimo ensayo En la piel del otro) cuestiona que la ficción literaria acarree un desarrollo moral compendiado en la evolución del razonamiento sobre la justicia. A pesar de defender que la lectura fecunda la imaginación empática, Altuna se apresura a aclarar que los medios de experimentación vicaria del yo (los personajes de las novelas) no conducen al lector necesariamente a la acción. Inspirado por este argumento, resulta tentador hacer un paralelismo entre la lectura y el mundo de los valores. Del mismo modo que el conocimiento de los valores no nos mejora éticamente, sino más bien ponerlos en escena a través de las virtudes y frecuentarlos hasta encarnarlos en hábitos, la lectura se supedita a mecanismos idénticos. Lo que leemos deviene yermo si no lo transferimos a acciones concretas que a fuerza de repetirse moldeen el carácter y enriquezcan nuestra personalidad.

Leer no nos hace mejores personas, aunque sí ofrece condiciones de posibilidad para ampliar nuestro horizonte epistémico y confrontarnos con una pluralidad de perspectivas que fortalezcan nuestra imaginación y nuestros resortes empáticos. La lectura ayuda a elegir en tanto que estimula nuestra proyección imaginativa y ensancha los escenarios de lo posible, pero la elección es una acción que le atañe resolver privativamente a nuestra voluntad. Leer azuza la función deliberativa, que es un buen preámbulo para adoptar decisiones sensatas. Nos emplaza a la reflexión empalabrada con la que luego nuestro cerebro lingüístico podrá sopesar qué criterios son los más acertados para fundamentar aquellas acciones que merecen participar en el mundo con el propósito político de mejorarlo y mejorarnos. 

La lectura nos libera de la pobreza de la visión autorreferencial y desplaza la mirada hacia otras realidades y otras concepciones. El contacto con la alteridad nos redime de una mirada autocentrada incapaz de ver e imaginar nada que sobrepase los confines de ella misma. Con la lectura nuestra mismidad acepta ser concernida por una otredad que le posibilita otear el mundo desde emplazamientos vetados a su vida o a las contiguas con las que conforma su círculo de proximidad. Como técnica que provee experiencia indirecta, la lectura es un factor coadyuvante en la conformación de conocimiento. Faculta un aprendizaje vicario sin el cual las referencias que nos surten de modelos quedarían drásticamente restringidas. Si solo aprendiéramos a través del empirismo que rezuman las vivencias personales, nuestro conocimiento sería paupérrimo y ridículo en comparación con el que se concita en la heterogénea inmensidad del mundo.

Moralizar la lectura es un error, pero es un acierto ensalzarla como una actividad que a través de las dinámicas del hábito nos va a permitir sentir mejor, un prerriquisito insoslayable para decantar nuestras decisiones hacia lo conveniente y lo justo. Leer ordena y ejercita la atención, privilegia la cadencia de la pausa, favorece la precisión conceptual y el manejo crítico de ideas, entrena la memoria, cultiva la comprensión, forja las estructuras argumentativas. Son desempeños contra los que confabula un mundo que propina la emocracia (el poder de lo emotivo frente a lo deliberativo), la celeridad que rapta placer y sentido a los procesos, el desorden atencional, la expropiación de decisiones cada vez más pastoreadas por la inteligencia algorítmica, la desmemoria por agotamiento estimular, la deficiente comprensión, la penuria léxica, y la inanición discursiva fomentada tanto por la pantallización de las existencias como por el ágora política y su denuedo en polarizar los discursos a despecho de vejar una inteligencia y una bondad que deberían presidir cualquier intervención pública. Leer se ha alzado en un acto de insurgencia contra los imperativos de una razón económica obsesionada hasta el delirio por la productividad y la rentabilidad. Leer no nos hace mejores, pero ofrece contención a dinámicas epocales que claramente nos empeoran. Y otro aspecto nada baladí. La lectura pone a disposición de quien lo desee munición para defenderse de muchos de esos dislates con que las personas arramblamos con nosotras mismas.

 
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Leer para sentir mejor. 

 

martes, abril 02, 2024

¿Se puede ser buenista y bueno?

Obra de Tim Eitel

En el ensayo La banalidad del bien, el filósofo Jorge Freire lanza una pregunta muy sagaz. «¿Será posible que cuando no es posible una vida buena solo queda el buenismo?». Para entender bien este interrogante hay que retroceder unas cuantas páginas del libro y averiguar qué acepción de buenismo desgrana el autor. No es gratuito este matiz, porque de un tiempo a esta parte el término buenismo ha devenido en palabra polisémica y sirve para catalogar comportamientos no solo dispares y y heterogéneos, sino a veces directamente antagónicos. En muchas ocasiones se utiliza para denostar al que propone que la manera más inteligente de inscribirse en el mundo compartido es hacerlo con bondad. Freire lo define como «disimular por medio del lenguaje melifluo y moralista las propias intenciones». Desde esta posición semántica, es fácil concordar con el autor cuando luego añade que la maniobra del buenismo es que trivializa la buena acción en exhibicionismo, la compasión en empatía, el coraje en molicie y la concordia en asepticismo («ansia de pureza que esteriliza la disidencia»). Por tanto esta mirada interpreta el buenismo como sinónimo de hipocresía y cinismo. Es buenista quien enarbola valores éticos en su discurso, pero los desdice en sus actos. El buenista santifica la teoría con sus aportaciones narrativas, pero no quiere saber nada de su traslación a la práctica. Si hacemos caso a la canónica filosófica, y la moral es moral vivida, y la ética es reflexión sobre esa moral, cabe conjeturar que el buenista es aquella persona tremendamente ética, pero muy poco moral. Es un publicista de sus propios valores éticos, ostentación que delata su buenismo. Quien se afirma virtuoso deja de serlo al instante. 

Recuerdo que en mi última conferencia me preguntaron qué pensaba de la actual crisis de valores. Quien pregunta por la crisis de valores propende a admitir la existencia de una depreciación de valores éticos y a aceptar la existencia de un tiempo pretérito en el que se debió de vivir una inflación gloriosa de todos ellos. Fui breve y taxativo en mi respuesta: «no hay crisis de valores, hay crisis de virtudes». La mayoría de las personas sabemos qué valores son los que allanan la convivencia y permiten colectiva y políticamente el acceso a una vida buena, pero otra cosa muy distinta es llevarlos a cabo. Cuando imparto clases de valores éticos el alumnado tiende a encontrar dificultades mayúsculas para definir qué es un valor ético, pero esas mismas personas que naufragan en la aventura de la definición se vuelven avezadas especialistas en el arte de enumerar los valores que saben que gozan del aplauso y el reconocimiento social. No saben qué es un valor ético, pero son eruditos a la hora de desentrañar cuáles son los que deben elogiar. Ocurre algo análogo con el buenista. Sabe muy bien qué palabras necesitan sobreexposición y cuáles no para extender su cotización social. En su precioso libro Las palabras rotas, Luis García Montero señala que las palabras con las que identificamos la excelencia humana y los métodos para conseguirla son bondad, amor, fraternidad, política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Precisamente son estas palabras las primeras que se corrompen cuando las personas se corrompen, y las primeras que se quebrantan cuando el buenista las verbaliza con intenciones muy poco éticas. También son las primeras que se marchitan si no hay condiciones políticas de posibilidad para una vida buena en la que puedan prender. 

 

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martes, diciembre 12, 2023

La empatía comete muchos errores

Obra de James Coates

Desde hace relativamente poco tiempo el término empatía ha cobrado un poderoso uso cotidiano. Su irrupción en el lenguaje coloquial  ha sustituido a otros términos que ante su fulminante aparición han padecido el menoscabo y el desprestigio. Un ejemplo. A las personas nos encanta que empaticen con nosotras, pero nos enoja y hasta podemos proferir un insulto súbito si alguien comete la procacidad de compadecernos. La empatía porta una aureola de éxito y de solución a la mayoría de los problemas humanos de sorprendente aceptación social. Parece que es el culmen de la humanidad y que la vida compartida con el resto de existencias sería más acogedora y más prósperamente amable si hubiera una mayor presencia de empatía en el interior de nuestros corazones. Esta visión bucólica se desvanece cuando se constata que es factible poseer mucha empatía y ser muy poco empático. Las narrativas estándares de la empatía propugnan que disponer de ella nos hace visionar la realidad desde la posición de la persona prójima, pero columbrar el mundo desde allí no involucra necesariamente otras acciones. Se puede disponer de abundante empatía y utilizarla aviesamente, o quedar congelado en la irresolución. Erróneamente llaman empatía al sentimiento de la compasión.

Hace un par de años el profesor de psicología Paul Bloom escribió un ensayo muy controvertido en que argumentaba que la empatía más que una solución era un problema. Se titulaba Contra la empatía. Le llovieron tantas críticas que tuvo que matizar que no estaba en contra de la empatía, sino en contra de la mala aplicación de la empatía. Sin embargo, la empatía alberga unas particularidades que hacen que sea muy fácil aplicarla mal y que otros se aprovechen maquiavélicamente de ello. Su inadecuación se puede compendiar en que la empatía es parcial, sesga, elige fáciles atajos heurísticos, es extremadamente obtusa en el cálculo aritmético, realiza inferencias absurdas, se embota ante los aludes informativos, se lleva rematadamente mal con la abstracción, es inoperante ante lo que sucede en la lejanía. Paul Bloom sintetiza esta deficiencias en que «la empatía funciona como un reflector que se enfoca en el aquí y ahora». Sabiendo que ese aquí y ahora está intermediado por la demagogia cognitiva (término acuñado por Gerald Brommer para referirse a argumentos aparentemente intuitivos pero capciosos), la empatía es presa fácil de los neopopulismos y de las arengas que propenden a inflamar los sentimientos más viscerales. Es muy sencillo azuzar el odio en una persona empática que escuche una idea inundada de demagogia cognitiva. Instrumentalizar partidistamente la empatía es una operación tan ramplona como efectiva. Este es uno de los motivos para escribir una crítica de la razón empática.

A diferencia de las operaciones deliberativas, la disposición empática se desactiva en el instante en que se ve obligada a trabar relación con el mundo del pensamiento y la abstracción. Toda idea, aseveración o información abstracta está aligerada de información sensorial, lo que oblitera la emergencia de la empatía y propende a la abulia o al bostezo. He aquí la explicación de por qué podemos conmovernos e indignarnos si vemos llorar a una persona que ha sido tratada mal, pero podemos seguir comiendo sin inmutarnos mientras en el informativo de las tres escuchamos que en algún beligerante rincón del planeta han matado a veinte mil personas que no vemos por ninguna parte. El conocimiento popular recoge esta posibilidad sentimental en el célebre «ojos que no ven corazón que no siente». Como la empatía es sierva de lo ocular, nos zarandea lo particular y tangible, aunque lo que sabemos pero no vemos apenas nos turba por muy horripilante que sea.  La empatía se activa ante lo que se ve, pero el alrededor que vemos es una insignificancia ridícula en comparación con la vastedad de lo que no vemos. En ocasiones nos movilizamos para cambiar aquello que nos duele aunque la titularidad de ese dolor no sea nuestra e incluso no lo veamos con nuestros ojos. Para explicar este hecho algunos autores distinguen entre empatía emocional y empatía cognitiva. La primera sería la que nos hace ponernos en el lugar del otro. La segunda es la simpatheia griega o compasión latina. No solo nos hace ponernos en el lugar de un otro injustamente dañado por las circunstancias, sino que lo acompañamos para amortiguar su dolor, y si ese dolor posee raíces sociales, intentamos cambiarlas para eliminar el sufrimiento que provocan. La compasión es la piedra angular de la justicia. La empatía puede apadrinar situaciones tremendamente injustas. 

 

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Conócete a ti mismo para poder salir de ti.