martes, febrero 21, 2017

El abuso de debilidad y otras manipulaciones

Obra de Dan Witz
El ser humano siente la proclividad de convertir en su metafórico alimento al más débil que él. Es un tropismo atávico desarrollado en escenarios de escasez que se ha instalado también en escenarios de sobreabundancia como el contemporáneo, aunque esa abundancia está tan mal repartida en el redil humano que sus beneficiarios nos adoctrinan con la idea de la carestía y con el fomento de la competición para no padecerla. Para conjurar la mala suerte de caer en el indeseado bando de los devorados invertimos mucho tiempo y mucha energía. A esta inversión la llamamos de eufemísticas maneras (titulación, ingresos, capital social, empleabilidad, reputación, estatus, rango, solvencia financiera, habilidades, competencias), pero si subordinamos el conjunto de nuestras acciones veremos que todo desemboca en conseguir aprobación y cariño y simultáneamente no ser atacados por los predadores más feroces de la sabana social. A veces estamos aprovisionados de todo lo que la competición prescribe para no sufrir los zarpazos de la depredación, salvo el afecto, el rasgo más humano de toda nuestra identidad como especie. Es ahí donde opera el abuso de debilidad.

El abuso de debilidad se produce cuando una persona se aprovecha de otra gracias a su vulnerabilidad y fragilidad afectivas. Resulta difícil delimitar sus fronteras porque en muchos casos el claramente perjudicado da su consentimiento para que el otro ejecute acciones de dudosa licitud. Sin embargo, ese consentimiento puede estar prologado de manipulación o violencia psíquica, y aquí es donde todo el paisaje se repleta de niebla.  ¿Cuándo es abuso, estafa, timo, engaño, manipulación de la confianza,  y cuándo es decisión autónoma, voluntad libre, relación consentida, aceptación nacida de un acuerdo entre iguales, conductas éticamente apropiadas? El ensayo  El abuso de debilidad y otras manipulaciones trata de trazar esos límites y recordar que aunque hay situaciones que pueden no ser jurídicamente sancionables, sí se pueden evaluar desde el prisma ético. Su autora es la psicólogo y psiquiatra francesa Marie-France Hirigoyen, conocida por su demoledora obra El acoso moral y por la incisiva Las nuevas soledades.  En sus obras Hirigoyen no sólo coloca perfectamente su lupa observadora sobre el punto preciso, su atildada y ágil escritura te motiva a perseguir líneas sin parar. El abuso de debilidad y otras manipulaciones se adentra en un primer momento en el análisis pormenorizado del consentimiento (no hay consentimiento válido si se ha dado por error, o si ha sido obtenido con violencia o dolo, es lo que se tipifica como vicio de consentimiento), la confianza,  la influencia y la manipulación. En el apartado dedicado a reseñar  las tácticas manipuladoras que el abusador esgrime con su víctima, la autora se ciñe al libro Pequeño tratado de manipulación para gente de bien de los también franceses Robert-Vincent Joule y Jean-Léon Beauvois. Recomiendo su lectura a todo aquel que tenga curiosidad en estudiar lo previsibles que somos los animales humanos. Recuerdo que este texto a mí me ayudó mucho hace ocho años para la redacción de un manual de comunicación persuasiva.

Una vez cartografiado el mapa de la influencia, Hirigoyen nos habla de las víctimas potenciales para los depredadores. El depredador suele posar su atención en personas mayores, discapacitadas, menores,  hijos (sobre todo en situaciones de divorcio), gente secuestrada por la inmadurez o por la carencia afectiva. En Las nuevas soledades patentiza que los déficits afectivos crecen a medida que crece la hiperaceleración de la vida y la indiscutida centralización de la actividad laboral, y por tanto la dificultad de tejer sólidos vínculos que requieren el concurso de un tiempo del que no disponemos. Esta fragilidad sentimental es el ángulo de ataque del abusador, el talón de Aquiles de las víctimas para ser más fácilmente sojuzgadas. Entre los impostores la autora cita a mitómanos (mentirosos compulsivos con necesidad de ser admirados), seductores, timadores (muchos de ellos agazapados en el corazón de las entidades financieras), perversos narcisistas (muy taimados y calculadores), paranoicos (que actúan más por coacción que por manipulación). Todos ellos se afanan en el sometimiento psicológico y la vampirización de su víctima. El último capítulo del libro es desolador. La autora defiende el sincronismo entre los valores imperantes en el tejido social y el abuso de debilidad. Enumera la exención de responsabilidad personal delegada en los demás o diluida en los factores ambientales. La pérdida de límites al pulverizarse la idea de comunidad y por tanto la ceguera de no ver al otro como necesario para nuestra propia vida. La dificultad para articular bien la vida pulsional. La vehemencia de la gratificación instantánea que incentiva el fraude y el atajo. La inseguridad y el miedo provocados por la crisis financiera y azuzados arteramente para la generación de sumisión. La desconfianza cada vez más afilada en nuestros iguales. Todos estos vectores propios de la jungla exacerban nuestra condición de seres frágiles y demandan una mayor presencia de autoridad pública. La autora advierte del peligro que supone la inflación del Derecho cuando sustituye el necesario control interno de cada uno de nosotros. Dicho de otro modo, la axial diferencia entre la heteronomía y la autonomía, entre la convención y la convicción. He aquí un fértil semillero para abusadores.  O para depredadores investidos de legalidad.



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martes, febrero 14, 2017

El amor nunca hace daño

Obra de Jack Vettriano
El relato convencional suele insistir en que el amor tarde o temprano nos hará daño. Cuando hablo de amor no me refiero a su sentido primigenio, que lo vinculaba con el cuidado del otro, sino al deseo de querer compartir la vida con alguien que nos atrae y con quien nos sentimos tan dichosos que su felicidad coopera con la nuestra y la nuestra con la suya. El deseo del amor convoca una pluralidad de sentimientos. Cuando ese deseo termina para una parte pero no para la otra, la experiencia puede saturarse de dolor, tanto para el que se despide como para el despedido. Conozco ingenuas personas renuentes a enamorarse (como si su voluntad tuviera soberanía para algo así) porque coleccionan heridas de este tipo que a pesar de lamerlas todos los días tardaron años en cauterizar. El amor les resquebrajó por dentro y ahora prefieren mantenerse alejadas de cualquier posibilidad de padecer de nuevo algo semejante. Yo les suelo mostrar mi asombro, porque esa decisión les hace perderse todo lo sublime que trae adjuntada la vivencia del  amor recíproco. Entonces me espetan que si a mí el amor nunca me ha hecho daño. «No, jamás». 

El desamor me ha producido politraumatismos en el alma varias veces en mi vida, pero la comparecencia del amor siempre me ha plenificado. La socióloga, y experta en analizar la vicisitudes de Cupido, Eva Illouz, tituló uno de sus colosales estudios con el atractivo interrogante Por qué nos duele el amor. Es un título muy llamativo, pero erróneo. Los dramas y el dolor no emergen por el amor, sino por el desamor, que es aquella situación en la que uno no es correspondido como le gustaría, o cuando dos personas que se han querido toman caminos diferentes a pesar de que una de ellas querría que no fuese así. Ahí el sufrimiento puede ser insondable por la muy humana razón de que el amor teje sólidos vínculos con lo más integral del ser que somos. Resulta paradójico que las relaciones cada vez se banalicen más, pero el dolor que provoca su defenestración siga siendo uno de los motivos por el que más lágrimas derramamos los seres humanos. Recomiendo los ensayos de la antropóloga Helen Fisher para pasmarse viendo qué ocurre en el cerebro de una persona despechada.

La Junta de Andalucía acaba de lanzar un programa llamado El amor no duele. Trata de demostrar la desconexión entre el amor y el dolor que emana de relaciones presididas por cualquier cosa menos por el amor. Recuerdo un libro de aforismos en el que le leí a Erich Fromm que muchos aspectos que creemos intrínsecos de las relaciones sexuales no tienen nada que ver con el sexo. Esta misma regla se puede aplicar al amor. Muchos vectores que vinculamos con el amor no tienen nada que ver con el amor. El programa El amor no duele rotula cuatro grandes puntos para desmitificar el relato amoroso y desconectarlo de tópicos muy venenosos. Cuando una relación está a punto de perecer, el despechado intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles que no son ciertas, como por ejemplo «sin ti no soy nada». Es muy fácil refutarla. Yo lo hice hace diez años en un ensayo dedicado a desmontar frases hechas instaladas acríticamente en el argumentario social. Frente a la explicación chantajista de que «sin ti no soy nada», sería mucho más honesto aceptar que «contigo soy más» (desde hace años es mi estado de wassap). Parece lo mismo, pero son enunciados antagónicos.

Otro mito que derrumba el programa es la vinculación de los celos con la hipertrofia del amor. Existe la peligrosa creencia de que cuanto más celoso es alguien más enamorado está. Los celos son el miedo a que nos desposean de aquello que posee valor para nosotros, y en el orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensa nuestra pareja vire hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino las tremendas dudas sobre él. El tercer mito del programa es ese que anuncia que «el amor todo lo puede», muchas veces pretextado para guillotinar el autorrespeto que toda persona se debe a sí misma. De nuevo su refutación es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los miembros advierte que su pareja no hace nada por soslayarlas. El último mito, fantástico para justificar barbaridades, es que «quien bien te quiere te hará llorar». El verdadero amor es justo lo contrario: «Quien bien te quiere respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le perjudiquen o que le hagan llorar a él». Yo siempre recuerdo que frente a un nebuloso «te quiero» es muchísimo más informativo preguntar «qué quieres hacer conmigo». Esta interrogación ahorraría mucho desamor. También mucho dolor.



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lunes, febrero 06, 2017

«Esto no se puede explicar con palabras»

Obra de Scott Harding
Ayer escuché una expresión que suele desgranarse con espontánea sinceridad en las conversaciones cotidianas, pero que no tiene nada de cierta. Ante una tragedia que nos baquetea, ante un episodio desgarradoramente aciago, ante una de esas dolorosas vicisitudes en las que la vida nos presenta su muda y ciega imponderabilidad, solemos soltar una afirmación cargada de impotencia: «Esto no se puede explicar con palabras». Es  muy sencillo rebatir este cliché: «Da la casualidad que lo único que podemos hacer para explicarlo es utilizar palabras». Por ahora la solitaria tecnología que hemos inventado los seres humanos para explicar y explicarnos lo que la realidad hace con nuestras vidas son las palabras. Me refiero al lenguaje y todo su imbricado andamiaje (léxico, gramática, semántica, sintaxis). Subrayo que he escrito «explicar», porque algunas tesituras se pueden comunicar de forma paralinguística (con imágenes, con música, con escenografía, con la liturgia expresiva del cuerpo), aunque en muchos casos la fiabilidad de su comunicación se debe a que en ocasiones anteriores le hemos otorgado consensuadamente un significado verbal que ahora le dona inteligibilidad. El gesto aloja una lectura unívoca porque previamente se ha explicado su significación con el concurso de muchísimas palabras que han ido limando su primigenia condición multívoca. Podemos transmitir información de varias maneras, pero la comprensión de esa información es monopolio del lenguaje articulado.

Existe otra cápsula lingüística que tengo muy estudiada en el campo de la compasión. Las personas ulceradas por el destino aluden al gigantesco tamaño de su dolor con una expresión muy sentida pero muy desatinada: «No te puedes ni imaginar el dolor que me abrasa por dentro».  De nuevo objeto: «Precisamente lo único que está a mi alcance es imaginármelo». La piedad necesita de la ficción, e imaginar es sencillo gracias al relato compartido porque el otro y yo somos seres humanos, somos semejantes, por eso puedo hacerme una idea. Más expresiones del folclore de las conversaciones tremendamente inexactas. Cuando una persona ha cometido una profunda indignidad solemos acompañar nuestro estupor ante esa atrocidad afirmando que «lo que ha hecho no tiene nombre». Será por mi deformación artesana de alguien que se dedica a ordenar miles de palabras todos los días, pero, una vez explicada la tropelía, yo suelo refutar a mi interlocutor diciéndole que si quiere le regalo cuatro o cinco palabras que nombran fidedignamente lo que ha perpetrado esa persona. Una última frase hecha. Cuando un sentimiento muy intenso nos avasalla, sentenciamos que «no se puede decir lo que siento». «Pues es una pena, porque los sentimientos se expresan, pero para poder compartirlos se describen». El cuerpo y sus órganos son los receptores de la expresión del sentimiento, pero el lenguaje posee la iniciativa de su descripción. En realidad no describimos sentimientos, describimos lo que pensamos que sentimos.

Sé que el lenguaje tiene vedados ciertos territorios. Heidegger empleó su monumental Ser y tiempo para, mil páginas después de no dejar de hablar del ser, acabar concluyendo que del ser no se puede hablar. Arguyó, eso sí, que sólo los poetas se pueden referir a él. Los poetas son los pastores del ser, asintió. Wittgenstein hizo célebre su último aforismo del Tractatus en el que crípticamente resumía que «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Hay muchas experiencias que no son decibles, pero esto no significa que no existan, o que sean irrelevantes. Al contrario. Son tan relevantes, inciden tanto en la raíz de la persona que somos, que no podemos hablar de ellas con lenguaje científico sin caricaturizarlas o adulterarlas de inexactitud. A mí me gusta decir que donde no llegan las palabras llegan las metáforas. El lenguaje académico es más limitado que el lenguaje poético. Es más probable sentir el latido de la vida en un párrafo de una novela, o en el zigzaguear de unos versos en un poema, que en una estantería repleta de estudios de investigación sobre la condición humana. George Lakoff y el filósofo Mark Jhonson analizaron el papel de las metáforas en los trajines diarios de las personas. Titularon su ensayo como Metáforas de la vida cotidiana. Lo que no alcanzan las palabras lo alcanzan los símiles, las analogías, las metonimias, las metáforas, cuyo material son las palabras. He aquí la paradoja.  Cuando alguien nos recuerde que la vida ha provocado un seísmo en su mundo y nos diga que no se puede explicar con palabras, le podemos animar a que nos lo explique con metáforas. Hay muchas probabilidades de que aunque no se lo pidamos acabe utilizándolas. Con la metáfora podemos aproximarnos a expresar la palpitación irreductible que es vivir.



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