jueves, enero 28, 2016

Hoy por mí mañana por ti


Ne in a million, obra de Didier Lourenço
Ayer me di un largo paseo por las calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras, sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo, tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico y tremendamente elocuente ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé), la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión, el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí mismo. Su mayor impulso era la compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.

Sin embargo, la compasión sin más no es suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la  justicia e insta a que se fije en los desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo realizarlos a través de las instituciones».

Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.



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martes, enero 26, 2016

Cooperar para unos mínimos, competir para unos máximos



Obra de Andrej Glusgold
Hace tiempo que llegué a la conclusión de que «la ética empieza donde acaba el hambre».  A quien no llega a lo mínimo no se le puede exigir ni lo mínimo. A Fernando Savater le leí una esclarecedora anécdota en la que dejaba claro que es fácil ser ético cuando uno se halla inserto en unas condiciones mínimas amables, pero es muy sencillo que la ética se evapore por arte de magia cuando esas condiciones se deprimen e inopinadamente el valor más nuclear es la supervivencia. Leyendo la semana pasada el ensayo Temas básicos de ética del catedrático Xabier Etxeberría me encontré con una afirmación similar: «en la pobreza no hay más proyecto de autorrealización que el de sobrevivir». Dicho en jerga de filosofía moral. Si no hay unos mínimos (condiciones y bienes materiales) que garanticen la supervivencia, no puede haber ningún máximo (proyectos personales de autonomía). Cuando nos sentimos orgullosos de poder proclamar que el ser humano posee dignidad, la capacidad exclusiva en el reino de los seres vivos de construir su vida de acuerdo a fines elegidos por sí mismo y no solo por los determinismos biológicos, por defecto se incluye en la definición la posesión de recursos. Los Derechos Humanos de segunda generación los tipifican muy claramente para evitar agotadoras discusiones circulares al respecto. Sin recursos básicos es imposible desplegar la autonomía, queda vedado el acceso a la plenificación, se anula el posible florecimiento de la dignidad. Cuando no existe una ética de mínimos es imposible lograr una ética de máximos (la posibilidad de coronar una vida lograda), y cuando existe, no siempre es fácil.

Muchas veces nuestra autonomía y la ética de mínimos son obstruidas por esa colisión de intereses que supone la gigantesca urdimbre social en la que adquirimos la multiplicadora condición de existencias al unísono. Vivimos anudados a otras vidas con propósitos que en muchas ocasiones chocan frontalmente con los nuestros. Yo me alisto al lado de los que defienden que los propósitos privados de índole lucrativa no deberían interferir en el cumplimiento estricto de una ética de mínimos universal (derechos civiles y políticos, derechos sociales, justicia). Me gusta promulgar la cooperación de todos para que todos tengamos garantizada la dignidad, y que la competición como lógica económica opere en círculos ajenos a ella.  Alguna vez he compartido esta idea desde un atril público bajo el título «O cooperamos o nos haremos daño». Como la realidad se encarga de demostrar tercamente que son malos tiempos para la cooperación y que la competición es un valor que nadie osa refutar, habría que urdir procedimientos para intentar que la dignidad y por tanto los Derechos Humanos estén exentos de la mercantilización que propugna la ortodoxia económica. No es difícil si firmamos la cláusula de que siempre nuestras deliberaciones estén impregnadas de las tres grandes dimensiones del pensamiento: la crítica, la creativa y la ética. Aquí comparto un procedimiento muy célebre para construir decisiones lo más ecuánimes posible.

La Teoría de la Justicia de Rawls propone que las decisiones de calado para organizar la convivencia se tomen desde un hipotético lugar en el que el individuo que las adopta no sepa en qué lugar de la estratificación social se encontrara después y por tanto si sufrirá o no el impacto de su propia decisión. Rawls deduce que cuando ignoramos si la decisión que vamos a tomar la sufriremos  en carne propia o no, tomamos prudencialmente aquella decisión que beneficie a los más desfavorecidos, por si acaso nosotros nos encontramos engrosando esa indeseada fila. En Sociofobia César Rendueles lo resume con una metáfora cristalina: «Si  no sé cuál de los trozos de la tarta que estoy cortando me voy a comer, lo más inteligente es cortar porciones equitativas». La teoría apela al pragmatismo egocéntrico, puesto que la decisión, a pesar de que desemboca en la equidad, siempre se confecciona pensando en uno mismo. Si la ética de un acto reside en la intención que moviliza nuestra conducta, las decisiones anteriores están teñidas de cierto déficit ético ya que el otro, con el que comparto los profundos nexos de interdependencia que emergen de la convivencia, apenas goza de centralidad en las dilucidaciones con las que construyo mi decisión. 

Propongo dos fórmulas para la toma de decisiones políticas (aquellas que afectan a la articulación de espacios, propósitos y recursos compartidos, a la ética de mínimos) que sí vienen rubricadas por un impulso ético y cooperador. Aquí va la primera: «Colabora todo lo posible para que el ciudadano más desaventajado deje de serlo, pero no porque tú algún día puedas estar en su situación, sino porque consideras que el lugar del más desaventajado atenta contra la dignidad que poseemos todas las personas por el hecho de serlo».  Y aquí va la segunda y última, que conexa con las primeras líneas de este artículo: «Colabora con tus decisiones para que la distancia entre el más desaventajado y el más aventajado se acorte lo suficiente como para que el desaventajado acceda a los recursos mínimos sin menoscabo de esos mismos mínimos que ahora dispone quien le saca ventaja». Como es imposible cambiar el mundo si el cambio no afecta en nada al mundo que tenemos ahora, ambas fórmulas ayudarían a ese propósito. Cambiarlo para que la dignidad sea patrimonio de todos. 



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jueves, enero 21, 2016

«No le debo nada a nadie»



Obra de Juan Genovés
Existe una frase hecha que reivindica la titularidad individual de los méritos excluyendo de ellos cualquier participación ajena, tanto directa como indirecta: «No le debo nada a nadie». Esta autoafirmación da pistas del arraigado individualismo que subestima los lazos comunitarios y propende a desligarnos de nuestra condición de prestatarios de los demás. La frase también transparenta esa sinonimia que empareja individualismo con autosuficiencia. Hace unas semanas leí una entrevista a la filósofa Marina Garcés que desmontaba con suma facilidad esta falacia de la autosuficiencia exacerbadamente narcisista recordando el nexo primigenio que nos anuda a otras existencias: «Todos hemos nacido del cuerpo de otros y hemos sido criados por las manos, palabras y miradas de otros». El cordón umbilical que nos eslabonaba a otro cuerpo se corta al nacer, pero eso no significa que simultáneamente se cercenen otros muchos nexos que nos acompañarán el resto de nuestra vida. En más de una ocasión he rebatido a estas personas que se jactan de la ficción de no deberle nada a nadie. Al hacerlo pensaba en mi condición de deudor del lenguaje que ahora iba a utilizar para defender mi tesis y refutar la suya, de la inculturización y el aprendizaje recibido para poder hacerlo de un modo inteligible para ambos, de los hallazgos nacidos de la creación social y la inteligencia compartida, de la invención del diálogo como estructura de la razón comunicativa que ahora me iba permitir objetar su argumento, y de mil etcéteras más, todos de una relevancia parecida. Pensaba todo esto, pero finalmente un cansancio de dimensiones mitológicas siempre me obligaba a abreviar:  «Yo le debo todo a todos».  

Revolotea por el discurso social otra muletilla análoga a esta primera. Se utiliza para describir en tono laudatorio a cierto tipo de personas: «Es un hombre hecho a sí mismo». A veces es el propio sujeto el que la esgrime como autorreferencia que solicita plausibilidad: «Soy un hombre hecho a mí mismo». Reconozco que me apena que, habiendo miles de referentes prodigiosos a nuestro alcance para construirnos, alguien no haya encontrado un molde mejor que sí mismo. En muchas ocasiones estas frases tratan tan solo de enfatizar un meritorio proceso de autorrealización, glorificar la tenacidad y el sobreesfuerzo privados, pero los tópicos guardan significados mucho más profundos de lo que se puede deducir echando una rápida mirada a la superficie. Aceptar que le debemos todo o casi todo a todos no supone negar la autonomía de los individuos ni tampoco condenarla a la servidumbre, solo acotarla recordando que cuando nacemos no advenimos a un sitio yermo y solitario, sino que aparecemos en medio de un lugar en el que todo brota de un humus cultural que nos convierte al instante en irrenunciables herederos.

No se trata de diluir la identidad personal, pero tampoco de ignorar todo lo que tomamos prestado. No denegar nuestro papel de realidades en perpetua mutación en pos de mejorar, pero tampoco ser tan obtusos como para no advertir que se adquieren gracias a la inestimable ayuda que supone pertenecer a una inmensa comunidad reticular que va legando sus logros (también sus fracasos). En Animales políticos y dependientes McIntyre da en la clave: «Si fuéramos capaces de concebirnos como seres dependientes, y no como seres autosuficientes, tendríamos en nuestra forma de concebirnos la base necesaria para la ética». Recuerdo que en una de sus novelas Paul Auster dejaba muy claro a través de uno de sus personajes que nadie llega a ninguna parte si a su lado no hay gente que confía en él. Aunque parezca una contradicción, es nuestra interdependencia la que facilita nuestra autonomía como sujetos de proyectos. No es ningunear el papel de la voluntad, pero tampoco vendar nuestros ojos como para no ver que nuestra biografía viene cofirmada. Somos la obra de multitud de coautores. Los suficientes como para no tener ningún problema en identificar a alguno de ellos alguna vez. Sobre todo cuando nuestros proyectos van bien.



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