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martes, octubre 19, 2021

Lo que más nos gusta a las personas es estar con personas

Obra de Mónica Castanys

Lo que más nos apasiona a los seres humanos es juntarnos con otros seres humanos. Nuestra socialidad, el deseo de pertenencia, la membresía a grupos que proporcionan acogimiento y orientación, la afiliación a un Nosotros del que sentirnos orgullosos, el cultivo de nexos como mecanismos de génesis de afectos, resortes identitarios y nitidez subjetiva, así lo indican. En todas las encuestas sobre hábitos de ocio siempre figura en primer lugar que lo que más nos gusta hacer a las personas fuera de los tiempos de producción es quedar con los amigos. Parece un dato baladí, pero es una noticia maravillosamente central que deberíamos recordar mucho más a menudo. A mí me gusta convertir este dato en la máxima con la que titulo este artículo: «lo que más nos gusta a las personas es estar con personas». Sin embargo, esta afirmación quedaría sesgada si no se agrega que somos muy exigentes en la selección de esas personas. Esta exigencia ante todo pretende que ese gustar no se deteriore. 

Los animales eligen lo que les proporciona placer y sortean aquello que les encierra en una situación displacentera. Durante dos años estuve educando a un gato especialmente díscolo y comprobé empíricamente que se regía por este filtro atávico. A los animales humanos nos ocurre lo mismo en muchísimas ocasiones, incluidas aquellas en las que deseamos estar junto con otras personas. Propendemos a establecer vínculos con quienes nos devuelven una imagen favorable, y tendemos a separarnos y poco a poco debilitar las interacciones con aquellas otras personas que nos devalúan, o sentimos que nos desvalorizan. Este tropismo comportamental se activa para fortalecer y proteger nuestra estima, esa evaluación en permanente transitoriedad que hacemos de nuestro propio valor. En Los Narcisos, Marie-France Hirigoyen sostiene que «tendemos a utilizar nuestras propias cualidades positivas como estándar para evaluar a los demás, lo cual nos asegura una comparación favorable respecto a ellas». Quizá esto explique la génesis de la endogamia. Todas y todos anhelamos juicios positivos sobre nuestro valor, formulaciones amables sobre el concepto que tenemos respecto al ser que estamos siendo en la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. Y si no las recibimos nos entristecemos, nos sentimos desvalidos y orientamos nuestro rádar social hacia aquellas personas que nos juzguen y nos traten mejor.

Hirigoyen cita dos maneras de evaluarse: embelleciendo la propia imagen o rehuyendo aquella que la pueda poner en peligro. He aquí el criterio de selección de nuestros vínculos electivos. Aunque en el ensayo la autora sostiene que todos los narcisos están obsesionados con la desvalorización, conjeturo que esta preocupación, en gradientes inferiores, es extensible a la sensibilidad de cualquier persona. Nos duele que nos deprecien, que el valor positivo y el amor que solicitamos no solo no sea expedido, sino que ese valor sea mancillado y ese amor se degrade en desconsideración e irrespeto. Quererse a uno mismo es un mantra de la literatura de autoayuda, pero ese querer requiere la ayuda de los demás, y no su desaparición, como ciertas miradas autárquicas parecen indicar. Los juicios sobre nosotras y nosotros pueden ser internos y externos (aprobación social, admiración, aplauso, publicidad, ejemplaridad, o los que figuran en su reverso, desaprobación, crítica, ostracismo). No son dos continentes aislados, sino que ambos juicios mantienen una relación simbiótica. Los juicios externos condicionan la narrativa interna, y la narrativa interior determina el valor y la carga de persuasión que se le otorga a los juicios externos.

Las personas necesitamos cariño, reconocimiento y validación de nuestro grupo de referencia. Ahora bien, cuando ese reconocimiento se vuelve compulsivo y competitivo nos adentramos en el engreimiento. Cuando nos enoja cualquier elogio que no vaya dirigido a nuestra persona nos volvemos soberbios, puesto que la soberbia es creerse ungido por una grandiosidad que merece en exclusiva todas las alabanzas. Cuando hay un deseo vehemente de recolectar halagos caemos en la vanidad. Cuando no se acepta la crítica amable y persistimos en direcciones erráticas tropezamos con la esterilidad contumaz del amor propio. Cuando somos incapaces de mirar y mirarnos con la benevolencia que se merecen nuestra fragilidad, vulnerabilidad y labilidad, podemos despeñarnos fácilmente hacia el autoodio o hacia un rencor que rumia el pasado, ensucia el presente y elimina el horizonte. Existir es habitar momentáneamente en puntos cambiantes de este continuo sentimental y epistémico. Existir es compartirse y confrontarse con otras personas que nos alerten de estas desmesuras y nos quieran a pesar de nuestros yerros y nuestras inconsistencias afectivas. Esas personas se llaman amigas y amigos. Normal que estar con ellas sea lo que más nos gusta cuando disponemos de tiempo. 

 

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martes, julio 05, 2016

Las dos direcciones del amor propio



Obra de Daniel Coves
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente todo y que es el que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.

Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito. Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para que mude su sentido. «Sentir orgullo» no es otra cosa que la satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso.  Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo.  De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de «no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.

Con el amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso, con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.



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martes, abril 26, 2016

El egoísmo no es altruista



Obra de Guim Tio
Existe cierta tendencia a descalificar aquellas acciones en las que alguien ayuda a otro tildándolas de egoísmo altruista. Se señala cuando un individuo realiza una acción en la que se beneficia un tercero, pero se moteja de egoísta porque con la excusa de buscar el beneficio ajeno se persigue en realidad la gratificación emocional propia. Como el altruismo es la ayuda desinteresada al otro, esa recompensa sentimental elimina la asepsia de la acción, convirtiéndola en un medio interesado. Ayudar al otro se instrumentaliza para mimar la autoestima a través del reconocimiento. A todos nos encanta tener un concepto valioso de nosotros mismos, y por fortuna ayudar a los demás puntúa alto en el amplio abanico de acciones meritorias. Desacertadamente el egoísmo se ha vinculado con el amor a uno mismo. A mí me parece muy bien que uno piense en sí mismo y se conceda con cierta asiduidad un rato para ver qué ocurre de su piel para adentro. Creo que es saludable y una buena forma de muscular la autonomía entendida como la capacidad de surtirnos de fines que articulen la conducta y la vida. Eso sí, me intranquilizaría que alguien pensase exclusivamente en sí mismo, y consideraría altamente peligroso que alguien pensase exclusivamente en sí mismo en escenarios de interdependencia.

El egoísmo se suele confundir con amor a uno mismo porque de esta conducta hipertrofiada se derivan sentimientos relacionados con el yo como centro geométrico de todas las cosas y con la inteligencia muy mal empleada. Ahí están la vanidad (anhelo insujetable de ser alabado), la soberbia (reclamo vehemente del valor de lo propio y menosprecio de todo lo ajeno) y el orgullo (intransigencia a aceptar el yerro cometido o cualquier propuesta de otro, aunque mejore la nuestra). Parece ser que cuando el yo fija una impestañeable atención en él no conoce el término medio. O se hincha (egocentrismo) o se desinfla (depresión). Resumido este pequeño linaje sentimental podemos definir el egoísmo como el comportamiento en el que una persona subordina el interés común de los demás a sus intereses privados. Precisaré más todavía. Se trataría de la conducta en la que una persona perjudica a las demás a cambio de extraer de esa acción un beneficio personal. En algunos diccionarios el semblante del egoísta aparece como aquel que sacrifica el bienestar de otros al suyo propio. Yo he hecho alguna vez con niños de once y doce años una dinámica que me inventé en la que a través de ilustraciones les proponía un juego de adivinanzas. Tenían que descubrir cuándo una conducta era claramente egoísta y cuándo no, aunque lo pareciera porque uno se centraba en sí mismo. Bastaba con introducir algún matiz en la relación entre nuestros deseos y los de los demás para que a los niños les costase mucho esfuerzo señalar en qué escenario sentimental nos encontrábamos.

En el mal llamado egoísmo altruista laten preguntas muy interesantes que nos depositan en la biología y en la ética, es decir, en el examen simbiótico de la naturaleza y la cultura. ¿Por qué ayudar al otro es un valor al alza, por qué está ubicado en los lugares más altos de la estima del grupo? ¿Es una construcción social o hay universales culturales, es algo relativo o se trata de un estándar intersubjetivo? A mí me parece un tema secundario discernir si tenemos predisposición al egoísmo (como defiende Richard Dawkins en su célebre libro El gen egoísta) o al altruismo. Adelanto que creo que estamos predispuestos a ambas órbitas según el escenario, pero lo que sí me parece fundamental es dilucidar qué conducta nos parece más conveniente para que la convivencia entre todos sea mejor (tarea exclusivamente ética), y después promocionarla con la educación y mimetizarla en nuestro pequeño radio de acción. En los estudios de cooperación se sabe que en muchas ocasiones ayudamos a los demás para activar la reciprocidad tanto directa como indirecta. Ayudar a quien lo necesita es una forma de garantizar que en el futuro nos ayudarán a nosotros si por un aciago casual necesitamos esa misma ayuda, si estamos inermes y desprotegidos en una situación análoga que sólo imaginarla ahora nos provoca un miedo cerval. Cuando alguien se lanza a un río a salvar la vida de un desconocido que se está ahogando, aun a riesgo de perder la suya, se contravienen por completo las leyes de la elección racional.

No es el lugar ni dispongo del espacio para explicarlo pormenorizadamente, lo hice en el ensayo Filosofía de la negociación, pero cada vez intuyo con más nitidez los nexos que hacen que cooperación y ética se acaben yuxtaponiendo sentimental y racionalmente en una misma dimensión. Recuerdo que Tomasello, un estudioso de la cooperación, afirmaba en uno de sus ensayos que nunca se ha visto a dos animales portando un tronco juntos. El altruismo, la compasión, la empatía, la cooperación, la solidaridad, la justicia, la equidad, nacen de aquellos que se saben miembros de la comunidad humana y valoran a los demás con la misma equivalencia que solicitan para sí mismos. Son valores morales y sentimientos que brotan al unísono del ejercicio ético, de esa disciplina que se pregunta sobre cómo nos gustaría ser, y que al preguntárselo no elige a un individuo como sujeto de sus elucubraciones sino a toda la humanidad. El egoísmo cuando se activa abjura de ver y tratar al otro como un equivalente. Todo esto en escenarios ausentes de afecto. Donde hay genuino afecto, la quintaesencia de nuestra condición de seres humanos, el egoísmo tiene vetada la entrada.



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