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martes, septiembre 26, 2023

Cosificación: la negativa a apreciar lo humano en un semejante

Obra de Rebeca Sampson

La cosificación consiste en tratar a una persona como si fuera un objeto. Nadie puede metamorfosear a nadie en un objeto, pero sí tratarlo como si lo fuera, lo que desvela el parentesco de la cosificación con la manera que elegimos de relacionarnos con nuestros semejantes. En Ciudadelas de la soberbia, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum sostiene que «cosificar significa dar trato de cosa. Pero a tratar un escritorio o un bolígrafo como cosas no lo llamaríamos cosificación, pues los escritorios y los bolígrafos simplemente son cosas. Cosificar significa convertir en una cosa, tratar como una cosa, aquello que en realidad no es una cosa, sino un ser humano. La cosificación implica, pues, una negativa a apreciar lo humano de aquello que se cosifica o, más habitualmente, a negarle activamente su plena condición humana». Para Nussbaun la cosificación es un concepto agrupador que entraña siete ideas diferenciadas, siete formas de tratar a una persona que no necesariamente operan de manera simultánea. Se puede dar una dimensión y sin embargo desactivarse otra u otras, aunque todas ellas hallan su fuerza gravitacional en que la persona no pueda elegir por sí misma. Dicho lapidariamente. La cosificación de una persona estriba en la anulación de su volición.

Los siete vectores son los siguientes. Cosificar es tratar a una persona como una cosa al considerarla: 1) Un instrumento, una herramienta para los propósitos del cosificador (las personas se releen como entidades serviles puestas a su entera disposición). 2) Una entidad no autónoma, sin capacidad para actuar y autodeterminar su agenda. 3) Canjeable y por tanto intercambiable (frente a la irremplazabilidad propia de la singularidad que porta cualquier persona). 4) No inviolable (es decir, carente de límites que hay que respetar, «como si fuera algo que se puede deshacer, machacar, penetrar o asaltar». 5) Susceptible de ser poseída y por lo tanto usada como una propiedad. 6) Desocupada de subjetividad (sus sentimientos y sus valoraciones son minusvalorados o directamente desatendidos). 7) Silenciable (tanto si enmudece como si habla, puesto que lo que pueda afirmar no merece atención ni consideración).  Aparte de estas terroríficas siete dimensiones, creo que también se puede hablar de cosificación cuando se propician contextos que escinden a las personas de sus capacidades, de esas potencias de vida que al desplegarse les surten de fruición y entusiasmo. Cosificar sería favorecer o suscribir formas de vida que socavan estas posibilidades vigorizantes, las que hacen que las personas abracemos la vida como oportunidad deseable de ser vivida.

En el ensayo Hacer disidencia del tecnocrítico francés Eric Sadin, se formula una prescripción para que la vida humana compartida sea un lugar más apacible y hermoso: «No reducir al otro a una función instrumental y favorecer los vínculos de pura reciprocidad». Infortunadamente el ethos neoliberal opera en la dirección contraria. La satisfacción del lucro privado se supraordina a cualquier precepto que vele por una vida compartida buena y que alce a la otredad como una instancia portadora de una dignidad que nos obliga a su atención y cuidado (que es la manera más sensata de cuidar la propia). En aras de extender los márgenes de beneficio no es rareza precipitarse en la cosificación de la alteridad, puesto que es su cosificación (cuyas ramificaciones pueden sedimentar en sometimiento, dominación, subyugación, deshumanización, impersonalización. extractivismo, abuso, anulación) la que facilita la productividad y la ampliación de la ganancia monetaria. En la obra El desorden democrático Michel J. Sandel sostiene que «los sistemas económicos deberían juzgarse en función del tipo de ciudadanos que producen». Mari-France Hirigoyen aborda en Los narcisos cómo la competición exacerbada promocionada por el régimen neoliberal inflaciona la soberbia en las personas que se alzan con puestos de honor y el autodesprecio en aquellas otras que no alcanzan los estándares sociales asociados a la esfera laboral. El cesarismo de los soberbios propende a cosificar en entornos que exigen subordinación como contrapartida salarial. El soberbio no es que esté incapacitado para percibir a los demás como iguales, es que solo se ve a sí mismo. Y la estructura competitiva es ideal para agigantar esta miopía.

 

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martes, febrero 14, 2023

Sin vínculos no somos

Obra de James Coates

Cuando en mis textos hablo de cuidar el entramado afectivo, me refiero, entre otras cosas, al cuidado de no pasar mucho tiempo en soledad. La soledad es un asunto muy serio que debería formar parte de la agenda política, y por supuesto citarse como elemento a contrarrestar entre la panoplia de cuidados que toda persona necesita para poder aspirar a una vida significativa. Cuando forzosamente pasamos mucho tiempo a solas con nuestra persona, inevitablemente acabamos mal acompañadas. Al estar solas nos escrutamos de un modo excesivo, y esa sobreabundancia de análisis afectivo nos propende a la entropía, a un desorden inercial que sesga el resultado de nuestras evaluaciones acercándolas al absurdo, la amargura, el tremendismo, a conclusiones casi siempre hipertrofiadas y radicalmente dicotómicas. Cualquiera de estas posibilidades es nefasta tanto para la esfera personal como para la urdimbre social. Es secundario analizar mucho o poco, lo relevante es utilizar criterios de evaluación plausibles en el análisis. Una profusión de análisis sin el concurso de otras miradas puede contaminar peligrosamente el punto de vista, sobre todo en lo tocante al ámbito privado de los juicios valorativos de la propia persona. Antonio Machado escribió que en su soledad había visto muchas cosas muy claras que sabía que no eran ciertas. La soledad posee una descomunal potencia analítica, pero mal articulada crea espejismos deformadores o legitimaciones aviesas que pueden infligir mucho daño.

Estas desviaciones cognitivas también ocurren en la dirección contraria. Cuando pasamos mucho tiempo acompañados tendemos a hiperbolizar para bien o para mal el resultado de las observaciones afectivas. Recuerdo que en Pandemocracia Daniel Innerarity argumentaba que el exceso de compañía propiciado obligatoriamente por el confinamiento domiciliario podía provocar hartazgo afectivo, una sobresaturación de interacción que acabara inspirando la refracción de los afectos y ahuyentado cualquier conato de atracción hacia el nexo con la otredad. Con su proverbial lucidez Kant hablaba de estas contradicciones nominándolas con el sintagma la insociable sociabilidad: "la inclinación humana a formar sociedad que, sin embargo, va unida a una resistencia constante que amenaza perpetuamente con disolverla". Deseamos la socialidad porque sabemos empíricamente que juntas las personas podemos realizar estrategias de cooperación que facilitan sobremanera los aspectos de la vida vinculados con el reino de la necesidad, pero deseamos quebrarla porque la convivencia opone resistencias a los deseos de una voluntad contrariada por encontrarse con los límites a los que siempre obliga la vida en común. Invocamos una autonomía que sin embargo es imposible celebrar sin la comparecencia de lazos interdependientes. Queremos disfrutar las recompensas de vivir juntos, pero soñamos con desagregarnos para eludir los deberes de la vida compartida. He aquí una antinomia de las que decoran la irrestricta contradicción humana.  

Cuando se reflexiona en torno a la soledad se suele escindir la soledad elegida de la soledad impuesta. La primera es ideal para la introspección, para la mediación entre los diferentes yoes que nos habitan y nos desconciertan si no entablan diálogos asiduos. La soledad creativamente voluntaria ofrece un paso insoslayable para poder entender de qué están hechas las demás personas con quienes irrevocablemente tenemos que convivir para hacer algo con la existencia que nos hemos encontrado al nacer. La soledad electiva teniendo un lugar compartido al que regresar es de una fertilidad admirable. Sin embargo, la soledad impuesta es idónea para desencuadernarse o mineralizarse por dentro. Cuando a mis alumnas y alumnos les pregunto qué sería de sus vidas si vivieran lejos de cualquier vestigio de interacción humana, enseguida se dedican a especular respuestas de lo más variopintas. No advierten un aspecto que es mucho más relevante que la contestación. La formulación de la pregunta es un contrafáctico, una situación inexistente aunque imaginable que utilizamos como hipótesis para comprender con mayor esclarecimiento lo existente. La soledad en estado puro es una entelequia teórica que esgrimimos para entender mejor qué supone la convivencia. Una persona puede vivir sola en la tranquilidad hogareña de su casa, pero nadie puede soslayar la presencia de los demás en su vida. Los griegos lo sabían muy bien y a quien se ufanaba de desdeñar a los demás al considerarlos innecesarios para sus propósitos lo llamaban idiotes. A veces solo tomamos conciencia de lo cardinal cuando lo perdemos. La habituación banaliza o invisibiliza nuestros vínculos afectivos y sociales. Pero sin vínculos no somos.

 
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martes, octubre 19, 2021

Lo que más nos gusta a las personas es estar con personas

Obra de Mónica Castanys

Lo que más nos apasiona a los seres humanos es juntarnos con otros seres humanos. Nuestra socialidad, el deseo de pertenencia, la membresía a grupos que proporcionan acogimiento y orientación, la afiliación a un Nosotros del que sentirnos orgullosos, el cultivo de nexos como mecanismos de génesis de afectos, resortes identitarios y nitidez subjetiva, así lo indican. En todas las encuestas sobre hábitos de ocio siempre figura en primer lugar que lo que más nos gusta hacer a las personas fuera de los tiempos de producción es quedar con los amigos. Parece un dato baladí, pero es una noticia maravillosamente central que deberíamos recordar mucho más a menudo. A mí me gusta convertir este dato en la máxima con la que titulo este artículo: «lo que más nos gusta a las personas es estar con personas». Sin embargo, esta afirmación quedaría sesgada si no se agrega que somos muy exigentes en la selección de esas personas. Esta exigencia ante todo pretende que ese gustar no se deteriore. 

Los animales eligen lo que les proporciona placer y sortean aquello que les encierra en una situación displacentera. Durante dos años estuve educando a un gato especialmente díscolo y comprobé empíricamente que se regía por este filtro atávico. A los animales humanos nos ocurre lo mismo en muchísimas ocasiones, incluidas aquellas en las que deseamos estar junto con otras personas. Propendemos a establecer vínculos con quienes nos devuelven una imagen favorable, y tendemos a separarnos y poco a poco debilitar las interacciones con aquellas otras personas que nos devalúan, o sentimos que nos desvalorizan. Este tropismo comportamental se activa para fortalecer y proteger nuestra estima, esa evaluación en permanente transitoriedad que hacemos de nuestro propio valor. En Los Narcisos, Marie-France Hirigoyen sostiene que «tendemos a utilizar nuestras propias cualidades positivas como estándar para evaluar a los demás, lo cual nos asegura una comparación favorable respecto a ellas». Quizá esto explique la génesis de la endogamia. Todas y todos anhelamos juicios positivos sobre nuestro valor, formulaciones amables sobre el concepto que tenemos respecto al ser que estamos siendo en la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. Y si no las recibimos nos entristecemos, nos sentimos desvalidos y orientamos nuestro rádar social hacia aquellas personas que nos juzguen y nos traten mejor.

Hirigoyen cita dos maneras de evaluarse: embelleciendo la propia imagen o rehuyendo aquella que la pueda poner en peligro. He aquí el criterio de selección de nuestros vínculos electivos. Aunque en el ensayo la autora sostiene que todos los narcisos están obsesionados con la desvalorización, conjeturo que esta preocupación, en gradientes inferiores, es extensible a la sensibilidad de cualquier persona. Nos duele que nos deprecien, que el valor positivo y el amor que solicitamos no solo no sea expedido, sino que ese valor sea mancillado y ese amor se degrade en desconsideración e irrespeto. Quererse a uno mismo es un mantra de la literatura de autoayuda, pero ese querer requiere la ayuda de los demás, y no su desaparición, como ciertas miradas autárquicas parecen indicar. Los juicios sobre nosotras y nosotros pueden ser internos y externos (aprobación social, admiración, aplauso, publicidad, ejemplaridad, o los que figuran en su reverso, desaprobación, crítica, ostracismo). No son dos continentes aislados, sino que ambos juicios mantienen una relación simbiótica. Los juicios externos condicionan la narrativa interna, y la narrativa interior determina el valor y la carga de persuasión que se le otorga a los juicios externos.

Las personas necesitamos cariño, reconocimiento y validación de nuestro grupo de referencia. Ahora bien, cuando ese reconocimiento se vuelve compulsivo y competitivo nos adentramos en el engreimiento. Cuando nos enoja cualquier elogio que no vaya dirigido a nuestra persona nos volvemos soberbios, puesto que la soberbia es creerse ungido por una grandiosidad que merece en exclusiva todas las alabanzas. Cuando hay un deseo vehemente de recolectar halagos caemos en la vanidad. Cuando no se acepta la crítica amable y persistimos en direcciones erráticas tropezamos con la esterilidad contumaz del amor propio. Cuando somos incapaces de mirar y mirarnos con la benevolencia que se merecen nuestra fragilidad, vulnerabilidad y labilidad, podemos despeñarnos fácilmente hacia el autoodio o hacia un rencor que rumia el pasado, ensucia el presente y elimina el horizonte. Existir es habitar momentáneamente en puntos cambiantes de este continuo sentimental y epistémico. Existir es compartirse y confrontarse con otras personas que nos alerten de estas desmesuras y nos quieran a pesar de nuestros yerros y nuestras inconsistencias afectivas. Esas personas se llaman amigas y amigos. Normal que estar con ellas sea lo que más nos gusta cuando disponemos de tiempo. 

 

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martes, octubre 06, 2020

No todos los sentimientos son buenos

Obra de Charley Toorop

Se ha instalado en el lenguaje cotidiano que las emociones son siempre útiles. Escapan así de ese binarismo deshabitado de matices que guardan las categorías bueno y malo. No existen emociones ni buenas ni malas, no existen emociones negativas, lo que sí existen son respuestas emocionales óptimas y respuestas emocionales nefastas. Las emociones son dispositivos con los que nos obsequia nuestro aparataje genético para adaptarnos con presteza automatizada a las demandas del entorno, mecanismos operativos para administrar la permanente transitoriedad que es el acontecimiento de existir. La genealogía biológica de las emociones las hace ineliminables. Como los términos emociones y sentimientos se esgrimen indistintamente en la retórica afectiva, erróneamente se ha extrapolado esta característica a los sentimientos. De ahí que muchas veces escuchemos afirmar que no hay sentimientos ni buenos ni malos. Por supuesto que los hay. Todas las emociones son ejecutivamente útiles, pero no todos los sentimientos lo son. En el ensayo La razón también tiene sentimientos escribí un capítulo titulado Los sótanos del alma en el que argumentaba esta peligrosa peculiaridad. Recuerdo que para ese capítulo barajé otros nombres como Las mazmorras del alma, o Las estancias enmohecidas. Son nominaciones tremebundas, aparentemente hiperbólicas, pero muy fidedignas del intervencionismo destructor de ciertos sentimientos en la vida de sus portadores. Hay sentimientos que pueden convertir la vida de una persona en una vida cuajada de dolor y sombras. 

Los sentimientos son construcciones evaluativas que nos informan de cómo va la instalación de nuestros deseos en la realidad, si hay ajuste o desajuste, adaptación o inadaptación, si el mundo concede derecho de admisión a nuestros propósitos convirtiéndolos en logros o los desestima y los deposita en frustraciones. En su monumental Teoría de los sentimientos, Carlos Castilla del Pino los describía como experiencias que integran múltiples informaciones y evaluaciones positivas y negativas que implican al sujeto, le proporcionan un balance de la situación y provocan una disposición a actuar. En El laberinto sentimental, José Antonio Marina explica que los sentimientos son balances que dan voz a la situación real, los deseos, las creencias, las expectativas y la autopercepción, la idea que el sujeto tiene de sí mismo. A mí me gusta puntualizar que no son evaluaciones psicológicas, sino auditorias éticas. Los sentimientos organizan valorativamente nuestro mundo. Lo afectivo, lo cognitivo y lo desiderativo conforman una triple entente muy férrea llamada sentimiento. Que sea férrea no significa que sea inmutable. Sentimos como pensamos, pensamos como sentimos, en un proceso sistémico y constituyente en el que no hay principio ni final. Cuando se afirma que primero sentimos y luego pensamos, ese sentir condensa infinitesimales inferencias con arraigados campos semánticos que se han automatizado a fuerza de repetirse. Las acciones que creemos hacer sin pensar las hemos pensado tanto que ya no necesitamos pensarlas.

Hace unas semanas pronuncié en Tomares (Sevilla)  la conferencia La invención de los sentimientos buenos organizada por la Concejalía de Igualdad dentro de las actividades programadas con motivo del Pacto de Estado contra la Violencia de Género. Adjetivar los sentimientos de este modo es posible porque también se pueden adjetivar de manera antagónica. La existencia de sentimientos buenos o meliorativos implica la existencia de sentimientos maléficos o perjudiciales que infligen cantidades ingentes de dolor en la vida afectiva de quienes se articulan bajo su mandato, y cuya irradiciación puede polucionar gravemente la vida de las personas de su derredor. Ayer le leía al profesor Fernando Broncano que «si quieres entender el conocimiento, empieza por la ignorancia; si quieres entender el cuerpo, empieza por la enfermedad; si quieres entender la mente, empieza por los estados alterados y las represiones; si quieres entender la sociedad, empieza por la anomia y la injusticia». Con los sentimientos ocurre lo mismo. Si quieres entender los sentimientos buenos, empieza por escrutar los malos. 

Hay varias creaciones sentimentales de pobre inteligencia afectiva que vinculan con la forma con la que el sujeto se relaciona con otros sujetos. Pienso en el odio, el deseo turbio que pone el énfasis en hacer daño a alguien de forma directa o vicaria, con diferentes intensidades que pueden alcanzar la destrucción del odiado. Si el amor es la máxima expresión del reconocimiento del límite, como sostiene Vicente Serrano en La herida de Spinoza, en el odio los límites se disuelven por completo. Otro sentimiento pernicioso es el resentimiento, que es enfado reseco y revenido, un enfado alejado del punto cronológico que lo desencadenó pero que mantiene intacto sus efectos sobre el presente. Un tercer sentimiento corrosivo es la envidia, la tristeza que provoca contemplar la prosperidad del sujeto envidiado. Y por último, en esta breve taxonomía de sentimientos perjudiciales, están las desmesuras del ego, que podemos consignar en soberbia, orgullo y vanidad. El soberbio puede sentir rápida envidia de los méritos que considera que se merece, pero que los demás atribuyen a alguien que no es él, sintiendo odio tanto por el que es ameritado como por aquellos que lo aplauden. En los sentimientos alojados en los sótanos del alma se obstaculizan las grandes disposiciones afectivas para levantar convivencias gratas y plenificantes: la bondad, la amabilidad, la alegría, la generosidad, la gentileza, la compasión, el perdón, el amor. En flujos sentimentales cenagosos el otro no es un aliado con el que transfigurar nuestra interdependencia en autonomía, es un rival que nos daña y nos provoca desasosiego y aflicción. El odio, el rencor, la envidia, la soberbia, el engreimiento, son sentimientos que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo. Nos estropean. Nos desgradan. Nos empequecen. Nunca ocurre nada bueno en su compañía.


* (Con este artículo inauguro la Séptima Temporada (2020-2021) de este espacio. Todos los martes compartiré indagación y análisis sobre el apasionante mundo de la interacción humana. Estáis invitadas e invitados a esta cita semanal). 


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