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martes, diciembre 21, 2021

Ser pobre no es solo morirte de hambre o de frío

Obra de James Coates

Con la inminente llegada de estos días navideños me acuerdo de la campaña «siente un pobre en su mesa» caricaturizada  en la película Plácido (1961) del irónico Luis Berlanga. Se trataba de que las rentas más altas acogieran a un pobre para compartir la presumiblemente opípara cena de Nochebuena. Era una forma de higienizar la conciencia sustituyendo políticas de justicia social por la optativa caridad, dejar la solución política que todo problema estructural requiere en manos de una opción emotiva y personal. El gesto samaritano de la cena no resolvía nada del problema de la pobreza, pero tranquilizaba a quien incuestionaba o apoyaba las distribuciones disparatadas y obscenas de la riqueza que lo provocan. Recuerdo hace unos años cómo en un encuentro con los sintecho de Europa, el Papa Francisco los exhortaba a que «no perdáis la capacidad de soñar». Curiosamente eso es lo primero que se pierde cuando la pobreza atropella la vida de cualquier persona. Soñar es la ficción con la que damos forma al futuro para orientar el presente. En la pobreza, el despotismo del aquí y ahora disuelve la idea de porvenir. Nadie vive tan intensamente el alabado carpe diem como una persona asolada por la penuria.

Ser pobre no es solo morirte de hambre o de frío, no es solo el sinhogarismo o el sintechismo, es tener una vida en la que no hay condiciones de posibilidad para poder tener planes de vida. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del vocabulario la palabra proyecto. Es cierto que tanto la pobreza como la riqueza son relativas, y que difiere mucho ser pobre de sentirse pobre. Una persona se puede sentir rica o pobre con los mismos ingresos dependiendo del contexto económico en el que se despliegue su vida. Construimos nuestro conocimiento valorativo y nuestra cultura sentimental a través del ejercicio evaluativo de la comparación, y este es el sencillo argumento que explica lo corrosiva y desestabilizadora que puede resultar la riqueza campando ostentóreamente en medio de la pobreza. Se suele aseverar que la pobreza irrumpe en la vida de una persona cuando no dispone de ingresos para satisfacer el mínimo necesario para la subsistencia, pero esta aseveración es muy ambigua y volátil. Los mínimos varían mucho para unas y otros. Para evitar discusiones bizantinas, está consensuado el criterio de que una persona está en riesgo de pobreza si vive en un hogar cuya renta es inferior al 60% de la renta mediana de su país. Cuando los ingresos monetarios son inferiores a ese porcentaje decimos que se ha franqueado el umbral de la pobreza. El precariado y el cognitariado se ubican en este umbral. 

Una persona es una entidad elaboradora de comportamientos orientados a diferentes propósitos en marcos de estrategias vitales. La pobreza elimina estos marcos, desdibuja los propósitos y diluye la capacidad de decisión. Hay varias expresiones en el lenguaje cotidiano que explican muy bien este destino que habla tan mal de cómo articulamos la vida en común. Cuando afirmamos coloquialmente de alguien que es una persona sin recursos, lo que queremos decir es que no posee instrumentos para crear y ampliar posibilidades. Un recurso es un medio para conseguir un fin. De aquí surge la expresión «medio de vida», el instrumento con el que obtener ingresos para poder sufragar los gastos que origina tener una existencia en un ecosistema social y un tiempo histórico concretos. Si se carece de medios de vida, si no hay medios, no hay fines, y si no hay fines, no hay ni orientación ni sentido vital.  De la alusión a la posibilidad se deriva otra expresión tremendamente elocuente: «es una persona sin posibles», es decir, es una persona con una vida inaccesible a las posibilidades, abocada por tanto a padecer el despliegue de una realidad idéntica y momificada que no puede revertir. Galtung define la violencia estructural como aquella en la que el sujeto tiene eliminada la capacidad de elegir. Los humanos nos atribuimos el valor común de la dignidad porque advertimos que poseemos autonomía, nos podemos dar leyes con la que regir el devenir de nuestra vida, podemos decidir, optar, escoger, elaborar fines y sentido vital. Cuando estos verbos desaparecen de la cartografía léxica humana, el humano es menos humano porque se anula su capacidad autodeterminadora. He aquí la violencia consustancial a la pobreza y el deber político de combatirla.

 


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martes, julio 11, 2017

Aporofobia: aversión y rechazo al pobre por ser pobre

Obra de Cornelius Volker

Estos días estoy leyendo el ensayo Aporofobia, el rechazo al pobre (Paidós, 2017) de Adela Cortina. Aporofobia es el término con el que se describe el desprecio a las personas en situación de pobreza. Es un concepto acuñado por la propia Adela Cortina hace dos décadas. Mi mejor amigo y yo nos topamos con él en uno de sus artículos de aquellos días. Recuerdo que hablamos mucho al respecto y desde entonces esa palabra forma parte de nuestro vocabulario cotidiano. Aporofobia proviene del término griego áporos, sin recursos, y gracias a esta reciente palabra podemos referirnos a la animadversión que se vierte hacia una persona exclusivamente por el hecho de ser pobre. El ejemplo de la inmigración es paradigmático. Se rechaza al inmigrante pobre, pero incluso se sugiere cambiar la legislación del país receptor para que se instale a su conveniencia el inmigrante rico. En realidad, como señala Cortina, es repulsión al que está en una situación de debilidad, cruel estigmatización de los peor situados. El pobre se convierte así en abyecto objeto de repudio (que no sujeto, en tanto que no se le reconoce dignidad). Creo que también se podría tachar de aporofobia el denigrante discurso que vincula la pobreza no a una consecuencia económica y política de la escandalosamente desigual distribución de los recursos, sino a un fracaso personal, al demérito o a la escasez de esfuerzo y su subsiguiente ausencia de premio. Es el colmo de la pobreza y el cinismo de la riqueza: el pobre además de ser pobre es culpable de serlo. Se antoja harto difícil erradicar la pobreza del espacio compartido cuando un elevado número de los que comparten ese espacio creen que quien la padece es porque se la merece. Esta visión despolitiza el problema social de la pobreza y lo relega a asunto privado. Imposible así establecer escenarios de diálogo y deliberación en torno a la génesis de las tremebundas desigualdades económicas.

Se suele definir la pobreza como la incapacidad de establecer unos mínimos elementales para la protección y el cuidado de la existencia material. Esta afirmación es irrefutable, pero presenta una lectura muy reduccionista. En Sentimentalismo tóxico,  de Theodore Dalrumple,  se especifica  la pobreza como la situación en la que una persona recibe unos ingresos inferiores al sesenta por ciento de la renta media. Luego explica qué consecuencias trae adosada una pobreza crónica: menos esperanza de vida, mayor frecuencia de enfermedades, dolores y discapacidades sin acceso a un tratamiento, trabajo continuo y monótono que solo sirve para sobrevivir en pésimas condiciones, ansiedad e inseguridad sobre el futuro. La situación de pobreza ratifica el Principio Mateo: «al que más tiene, más se le dará, y al que tiene poco, hasta lo poco que tiene se le quitará». La usurpación más severa de la penuria viene a continuación. Adela Cortina cita al Premio Nobel de Economía Amartya Sen para presentar la pobreza en su dolorosa totalidad: «la pobreza es falta de libertad, imposibilidad de llevar a cabo los planes de vida que una persona tenga razones para valorar».  La ausencia de recursos básicos provoca disturbios en todos los flancos de la experiencia humana, pero sobre todo en la construcción de un horizonte vital. La pérdida de lo más primario de la soberanía individual expulsa ferozmente del léxico la palabra proyecto. La pobreza y sus contemporáneos vecinos (la precariedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la volubilidad, la indefensión, la pobreza salarial) desdibujan el presente poco a poco, pero su verdadera víctima es la desintegración de cualquier idea de futuro.

En Temas básicos de ética, Xabier Etxeberría ofrece una afirmación similar: «En la pobreza no hay más proyecto de autorrealización que el de sobrevivir». En La felicidad paradójica, Guilles Lipovetsky explica muy bien cómo la pobreza no es solo la insuficiencia de recursos económicos, sino vivir sumido en la carencia de autonomía y proyectos. Dicho con el vocabulario de la filosofía moral. Si no hay unos mínimos (condiciones y bienes materiales) que garanticen la supervivencia, no puede haber ningún máximo (proyectos personales de autonomía). El artículo 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos intuye esta condición y la convierte en derecho: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional y en conformidad con la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables para su dignidad y para el libre desarrollo de su personalidad». Hace poco un muy amable lector de La capital del mundo es nosotros me comentó que lo que más le había gustado del libro es cómo se transparentaba que sin un mínimo de recursos es inalcanzable la autonomía de cualquier sujeto. Ser pobre no es morirte de hambre, es que el proyecto en el que uno encarna su dignidad está muerto.




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Aporofobia, la palabra del año.
¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?
La desigualdad.

lunes, abril 28, 2014

¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?

¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos? ¿El enriquecimiento codicioso de una minoría selecta constituye la mejor vía para el bienestar de todos? ¿Actuar de un modo egoísta ayuda a los demás? El gran Zygmunt Bauman contesta estas preguntas en su último ensayo (Paidós, 2014). Su tesis es muy clara y ya la ha esgrimido salpicadamente en toda su obra. Existen unas estructuras económicas que permiten el enriquecimiento vergonzante de una élite muy minoritaria (las diez personas más ricas del planeta atesoran la misma riqueza que los 2500 millones de personas más pobres, por poner un ejemplo). Esas estructuras perpetúan una desigualdad que convierte la vida en una selva, pero además subrepticiamente nos empujan a pensar la realidad «con» ellas, en vez de pensar «en» ellas.

Hemos convertido la vida en un juego de suma cero en el que las personas abandonamos esta noble condición y adquirimos la de encarnizados rivales en una competición donde la única consigna es sálvese quien pueda (para encontrar trabajo y sostener a cualquier precio la supervivencia y no caer en el autoinculpado bando de los pobres severos o de los excluidos). Según Bauman (y es el momento más luminoso del ensayo), hemos trasladado patéticamente el modelo de relación sujeto-objeto a las interacciones entre los seres humanos para perpetuar esos postulados económicos cuyo único objetivo es optimizar el lucro de una minoría a costa de todo lo demás. Para mantener incólume ese fin con el que medran unos pocos se han promocionado acríticamente axiomas que nos han hecho cosificar al otro para competir con él en vez de edificar una convivencia basada en la cooperación y sus grandes aliados: la confianza, la reciprocidad, la empatía, el amor, la amistad, la generosidad, la degustación del otro, la certeza de que la persona que tengo a mi lado es equivalente a la mía y la necesito para completarme y ser feliz. Todos estos valores son un estorbo para el credo económico que rige a machamartillo nuestras vidas. Surge la sangrante paradoja: lo que consideramos esencial para ser persona es irrelevante para la lógica económica, que sin embargo tenemos que acatar para poder vivir. Vivir de este modo es un atentado contra la propia vida. Sí, no queda más remedio que aceptar que este mundo es un mundo desquiciado. Por eso hay que intentar refutarlo. Y como concluye Bauman: «intentarlo una y otra vez y cada vez con más fuerza».