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martes, abril 24, 2018

La generosidad solo se puede devolver con gratitud



Obra de Alex Katz
Resulta llamativo el lío conceptual que nos hacemos con todas las palabras que revolotean alrededor de la gratitud. Imagino que la culpa de esta maleza de significados vincula con el hecho de que el colonialismo de las prácticas comerciales ha invadido muchas de las provincias que forman el mapa de la vida humana. La gratitud es el sentimiento por el que apreciamos la ayuda recibida de alguien. La materialización de esa gratitud que irradia en nuestro entramado afectivo es el agradecimiento. Se trata de una acción verbal a través de la cual exteriorizamos que nos ha gustado lo que el otro ha hecho a nuestro favor. Nos hallamos aquí con un triunvirato radical para la convivencia. Cuando nos sentimos gratificados por la acción de un tercero, dar las gracias es una cortesía, sentir gratitud es una inclinación sentimental, ser agradecido es una virtud. Como nadie llega a ninguna parte si a su lado no tiene a alguien que le ayude, articular la existencia con estas disposiciones afectivas es prioritario para la construcción de una vida buena. En la generosidad y en el agradecimiento dar y recibir se despojan de instrumentalidad económica y se alzan en ayuda desprendida. El receptor de la ayuda no contrae ninguna deuda y el benefactor no se arroga la condición de acreedor. Es un acontecimiento extraordinario que conviene resaltar en un mundo en el que se ha hipertrofiado el intercambio mercantil y se tiende a denostar todo lo que no se encajona en ese canon, como si el apoyo entre humanos no pudiera efectuarse sin la presidencia del interés lucrativo. En la generosidad el favor es desinteresado, pero cuando ese mismo favor se infiltra en la esfera lucrativa se convierte en interés (en el que se mezclan los pagos materiales y los inmateriales).

La generosidad es el antagonismo del lucro. No puede nunca devenir en una futura petición de devolución, porque entonces dejaría de ser un acto generoso. Probablemente el impulso último de la generosidad es una reciprocidad no advertida. Ayudo a quien lo necesita para que a mí me ayuden cuando sea yo el necesitado, aunque cuando se lleva a cabo la experiencia generosa no se reclama que el favor sea pagado con otro favor.  No tengo la menor duda de que este acto de bondad es un acto de extrema inteligencia. Sin embargo, cuando la generosidad se exhibe se metamorfosea en ostentación. Es curioso que sea así. La exhibición del acto degrada el acto, porque toda acción en la que uno procesiona el valor de su acción deviene en vanagloria. En el ensayo Los poderes de la gratitud, de la psicóloga francesa y profesora en la universidad de Grenoble-Alpes Rébecca Shankland, se citan diferentes investigaciones en las que se demuestra que cuanto más elevado es el deseo de reconocimiento de la ayuda desplegada por el benefactor, más elevada es la sensación de deuda y menor la de gratitud por parte del receptor. Este hecho avala que la sensación de deuda descansa en la intención del benefactor. Si su intención es instrumental, nos sentiremos deudores. Si su intención aparece exenta de réditos, nos sentiremos agradecidos. La sensación de deuda punza e incomoda hasta que no es reembolsada a través de una devolución análoga o simbólica. Por contra, la gratitud nos dona una agradable placidez que refrenda su etimología: aquello que nos resulta grato aunque provenga de la ayuda de otro y que se resuelve con la propia presencia de este sentimiento y su verbalización.
 
La generosidad se invisibiliza en el círculo del afecto porque se da por hecho que en toda interacción afectuosa el único interés es ayudar al que lo necesita. Si el afecto es muy extenso y profundo, la generosidad se difumina y se convierte en amor.  Esta nominación casa perfectamente con la acepción primigenia del amor, que significaba el cuidado del otro. Amar a alguien era cuidarlo, asistirlo, ayudarlo a amortiguar la vulnerabilidad congénita a vivir. Aunque en la generosidad no se persigue ninguna devolución, en todas las culturas subyace la ley no escrita de que el favor se paga con otro favor. Hablamos entonces de deuda moral, la obligación de devolver de algún modo la ayuda depositada en nosotros. A veces el favor no se puede corresponder y entonces la única forma de recompensarlo es con gratitud. He aquí la centralidad gigantesca de este sentimiento en la peripecia humana. Ser agradecidos con quien nos trata con generosidad es una de las últimas islas de resistencia contra el imperialismo de las prácticas comerciales. La generosidad demuestra que la pulsión lucrativa no es omnipresente en la vida humana como pregonan insistentemente algunos credos. El sentimiento de gratitud, que como todo sentimiento no se puede comprar porque no tiene precio, es la forma con la que se compensa a quien nos ha tratado con generosidad. Un acción virtuosa se devuelve con el agradecimiento, que es otra acción virtuosa. Nada que ver con el tintineo de las monedas.



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jueves, octubre 13, 2016

Crisis de valores, festín de especuladores



Obra de Alex Katz
Cuando escucho la expresión crisis de valores suelo sonreír. En el debate público se suele emplear para designar un escenario de depreciación de los valores que nos humanizan. Rara vez se especifican cuáles son y qué funciones sentimentales acarrean en nuestro andamiaje afectivo. Parece que quien señala la crisis de valores da por supuesto que tanto él como su interlocutor tienen bien delimitado el marco de significaciones en el que se mueven. Siento decir que la mayoría de las veces no es así. La expresión crisis de valores también se flamea para demonizar el presente como si en el pasado esos mismos valores hubiesen vivido una época alcista. Los valores que nos humanizan siempre han estado en crisis y basta con leer a tratadistas de hace varios siglos para constatarlo. El hombre es un descubrimiento muy reciente, defendía Foucault, que es una manera de señalar que ser persona es una tarea que hemos empezado a desempeñar evolutivamente hace muy poco tiempo. Quiero decir que en tiempos remotos no había crisis de valores porque no había valores.

Cuando se habla de crisis de valores yo siempre apelo a la relación vinculante entre la trinidad que conforman los valores éticos, los valores personales y los valores financieros. Dicho más sencillamente: la relación de vasos comunicantes que entablan la razón cívica y la razón económica. El imperativo biológico del dinero, y su impúdica desnudez provocada por la crisis financiera de 2008 y por todas las crisis incubadas a lo largo de la historia, demuestran que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las preferencias y contrapreferencias que dan sentido a la experiencia de vivir. El escenario posibilitador de la especulación y de la inversión (sus fronteras son muy tibias y cuesta balizar el principio y el final de la una y de la otra) necesita la fragilización de todo aquello que impide su irrupción inicial y su eclosión ulterior. La especulación anclada en bienes materiales necesita que se opere sobre el deseo, sobre ese borbotear que provoca la presencia de una ausencia. Existe toda una taxonomía de deseos, pero los tres basales son el deseo de ampliar posibilidades, el deseo de vinculación social y el deseo de alcanzar confort psíquico y material. En realidad esta triada es nodal, y la consecución de uno de los deseos provoca el crecimiento en el otro. También al contrario, si uno de estos tres deseos se desinfla irrevocablemente deshinchará el porcentaje de satisfacción de los otros dos.

Toda la producción en la que se basa la civilización del trabajo intenta mutar el contenido de estos deseos que metabolizan la vida y la construcción de autoestima. No es gratuito que uno de los principios de la pedagogía comercial consista en intentar crear rápidamente la sensación de necesidad en el cliente, o que a principios del siglo pasado se considerara impúdico mostrar las mercancías en los escaparates puesto que azuzaban el deseo del transeúnte. Carlos Castilla del Pino recuerda que el sentimiento surge para la satisfacción del deseo, así que esta mutación es en realidad una manipulación sentimental. Si la vida sentimental es una constelación formada por emociones, sentimientos, cognición, eje axiológico, deseos y conductas, la deflación del mundo ético provoca un disturbio sentimental que se neutraliza con la satisfacción del nuevo deseo promovido por los prescriptores sociales y económicos que extraen un beneficio de ello. En los paisajes valorativos depauperados «tener» equivale a «ser», aunque para «tener» uno haya tenido que dejar de «ser» (ser es aquello que queda de nosotros cuando lo hemos perdido todo, según feliz definición de Erich Fromm, siempre tan preocupado por estos asuntos). Es imposible que crezca la titularización de valores financieros si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Dicho como si fuera un lema. Crisis de valores, festín de especuladores.



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jueves, marzo 31, 2016

Inteligencia monetaria



Obra de Nigel Cox
El verano pasado acuñé un término que quiero compartir aquí. Cuando lo inventé, me pareció increíble que nadie lo hubiera descubierto antes. Accedí a buscadores digitales y para mi asombro no figuraba por ningún lado. Me estoy refiriendo al término inteligencia monetaria. En su ensayo Mentes flexibles Howard Gadner definía la inteligencia como «un potencial  biopsicológico para procesar de ciertas maneras unas formas concretas de información. El ser humano ha desarrollado diversas aptitudes para el tratamiento de información -a las que llamo inteligencias- que le permiten resolver problemas o crear productos». En su popular obra La teoría de las inteligencias múltiples Gadner cifró en ocho el número de inteligencias (lingüística, lógico-matemática, corporal y cinética, visual y espacial, musical, interpersonal e intrapersonal). Tiempo después agregó la inteligencia existencial (la tendencia a formularnos los grandes interrogantes y tratar de despejarlos). Lo más relevante de esta teoría no es sólo el descubrimiento de ocho gigantescas capacidades para operar sobre la realidad, sino que estas inteligencias actúan de un modo sectorial. Por ejemplo. Un individuo puede ser un virtuoso resolviendo problemas matemáticos, pero ser inoperante para solucionar conflictos. 

Si la inteligencia es la capacidad para encontrar respuestas óptimas a las demandas del entorno, la inteligencia monetaria es la capacidad de monetarizar las acciones que un individuo lleva a cabo mientras coordina y sincroniza aquello que le solicita el medio ambiente en el que se desenvuelve. Analizadas las ocho o nueve inteligencias de Gadner no hay ninguna ni tampoco una posible hibridación que aluda a esta habilidad de identificar claramente oportunidades lucrativas y dirigir toda la energía hasta allí y mantenerla en el tiempo extrayendo ganancias estrictamente económicas. No es un asunto baladí. El dinero posee un nulo valor de uso, pero un gigantesco valor de cambio, puesto que los recursos sólo se consiguen legalmente con el intercambio de dinero. La inteligencia monetaria no cursa necesariamente con la inteligencia financiera, el conjunto de actividades útiles a los actores económicos, o con la propia economía, disciplina que estudia estrategias y herramientas que permiten gestionar y analizar la información sobre el funcionamiento del mercado. No, no necesariamente hay lazos de parentesco entre ambas inteligencias. He hablado con bastantes personas sobre inteligencia monetaria. Muchas de ellas me han confesado con voz un tanto descorazonadora que no la poseen, o la tienen en cantidad muy exigua. Otros se sienten impotentes porque son incapaces de rentabilizar nada. Incluso he dado con gente a la que  le provoca rubor señalar a cuánto ascienden sus honorarios cuando alguien soliticita sus servicios. Hay un punto que los homogeneiza. A pesar de estas palmarias carestías, todos anhelaban ganar algo de dinero para dejar de pensar en  él (ojo, no querían incrementarlo, sino eliminar su incómoda omnipresencia en su imaginario).

He comprobado que las personas con la inteligencia monetaria ligeramente inhabilitada suelen poseer una elevada motivación intrínseca, disfrutan y alcanzan el estado de flujo con las tareas que realizan convirtiendo en subalterno el complemento salarial o la retribución. Casi me atrevería a afirmar que en estos casos varias de las ocho inteligencias consignadas por Gadner urden un complot para entumecer el sano despliegue de  la monetaria. Sin embargo, en muchos casos de los que poseen una inteligencia monetaria terriblemente exacerbada, la motivación intrínseca es idéntica a la extrínseca, llegándose a confundir, o incluso la onda expansiva de la extrínseca es tan potente que borra cualquier vestigio de intrínseca. Esta superposición de motivaciones les permite que el placer de la tarea (ganar dinero) sea directamente proporcional a su recompensa externa (obtención de dinero). Surge así un bucle virtuoso propulsado por un deseo venal que probablemente persiga la estima social vinculada al capital como criterio para estratificar a las personas.

El prototipo puro del inteligente monetario trama ganar dinero como eje rector de su creatividad, primero es el fin y luego urde los medios. A los que tienen inhibida esta inteligencia les sucede lo contrario, primero se le ocurren proyectos, y luego escrutan cómo monetarizarlos. También conozco envidiables casos en los que la inteligencia monetaria brilla en personas con una afilada inteligencia creativa dirigida a implementar proyectos en los que se armoniza la fruición de la tarea y la obtención de ingresos. La inteligencia monetaria vive bajo cierta sospecha por una razón muy sencilla. Acumular riqueza patrimonial o elevadas cantidades de capital en un mundo organizado bajo la lógica capitalista no necesariamente implica trabajar y mucho menos deslomarse. El hombre es el único animal que puede ganar dinero, y si es en cantidades grandes incluso sin necesidad de recibir un salario o una remuneración. Invertir es toda acción en la que el dinero trabaja mientras uno descansa. Hace dos años en nuestro país se produjo un hecho insólito. Por primera vez desde que existen mediciones las rentas de capital superaron a las rentas de trabajo. Quizá este hecho provoque algo de recelo en ese amplio repertorio de aptitudes que conforman el término inteligencia monetaria. No lo sé. Habrá que investigar más.



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lunes, julio 13, 2015

¿Para qué sirve la literatura?



Recuerdo que en una entrevista relacionada con el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, me preguntaron qué cambiaría del actual sistema educativo. Tragué saliva y respondí con temeraria honestidad: «no lo sé, no soy la persona adecuada para responder a algo así». De repente, la entrevistadora me regaló un silencio áspero e incómodo, como reprochándome una contestación tan prosaica en alguien que llevaba varios años reflexionando sobre temas educativos, así que agregué con la misma temeridad que en mi anterior respuesta: «Creo que existe una tecnificación excesiva. Aprendemos medios y técnicas, pero nos olvidamos de los fines, de preguntarnos para qué hacemos lo que hacemos. Y no me refiero sólo al sistema educativo». La entrevista continuó y la rematé con un final atrevido, máxime después de sincerarme afirmando que no tenía ni idea de la mayoría de las cosas que me preguntaban: «Debemos exigirnos a aprender a tratar a los demás con la misma equivalencia que solicitamos para nosotros». Al salir del estudio me acordé de la definición de consideración del sociólogo Erving Goffman: «la consideración es tratar al otro con el respeto y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma». 

Leyendo este fin de semana ¿Para qué sirve la literatura? del catedrático de literatura francesa Antoine Compagnon (Acantilado, 2008), advierto que sus respuestas están decididamente encaminadas a lograr este propósito tan noble. La pertinencia de la literatura en nuestras vidas estriba en que la lectura de relatos de vidas ajenas favorece ir al encuentro del otro, dirige las emociones y la empatía, «recorre regiones de la experiencia que los otros discursos desdeñan, pero que la ficción reconoce en los menores detalles». En la república de las letras se explican la conducta y las motivaciones humanas, se transmite casi epidérmicamente la experiencia de los otros, se favorece la comprensión y se esclarece la vida, pero también se permite la inclusión de la duda y la interrogación, el cuestionamiento de lo establecido y lo convencional. «La literatura nos enseña las complicaciones y las paradojas que se esconden detrás de las acciones, meandros en los cuales los discursos del conocimiento se pierden». En las ficciones uno no lee la vida de los demás, se lee así mismo a través de esas vidas, y leerse de ese modo es comprender, contrastar, discernir, escoger, vivenciar, aprender, dudar, advertir la diversidad y la pluralidad de cosmovisiones, aceptar la complejidad, asumir que la indeterminación y la aleatoriedad se erigen en coautores legítimos de la biografía de cualquiera de nosotros.

La literatura y cualquier forma narrativa en la que aparece el otro nos instan a empatizar con él, sentir que estamos ante un congénere, ante alguien que perfectamente podríamos ser nosotros. Se propala con abusiva retórica mercantilista que la literatura (y por extensión las Humanidades –arte, cine, teatro, música-) es una inversión carente de réditos, que posee valor de uso (placer lúdico, entretenimiento, ocio, pasatiempo), pero adolece de falta de valor de cambio. Dicho de un modo franco: no sirve para nada más allá de pasar un buen rato, si es que te gusta leer. La literatura no instruye para el mercado, no te acopia de técnicas y destrezas para desempeñar un oficio, no amplifica la empleabilidad, no estimula la obtención de renta (en muy feliz definición de la filósofa Martha Nussbaum acuñada en su ensayo Sin fines de lucro). Todo esto es cierto. Pero las Humanidades en general y la literatura en particular te ayudan a preguntarte para qué, que es con diferencia la pregunta más importante que puede hacerse cualquiera de nosotros en cualquier sitio y en cualquier momento. Si abdicamos de hacernos esta pregunta de vez en cuando, no tengo la menor duda de que en la urdimbre social se entronizará todo lo que nos deshumaniza. Me refiero a más todavía.



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lunes, abril 28, 2014

La ética y el beneficio económico




Se suele decir e incluso escribir con una frecuencia preocupante que ser ético proporciona beneficios a largo plazo. Se promociona la conducta ética señalando su utilidad financiera. Este tipo de divulgación propone una instrumentalización de la ética, subordinar el mapa de nuestro comportamiento a la búsqueda del beneficio económico, monetarizar la mejor forma de relacionarnos con nuestros congéneres y desplegarla no como una encarnación de nuestra persona en nuestra conducta, sino como una táctica para aumentar la cuenta de resultados. Aparte de esta institucionalización de la ética como activo estratégico, defender que la ética proporciona beneficios es una afirmación muy atrevida. Si la ética aumentara los márgenes de beneficio, no haría falta implantar ningún manual de buenas prácticas en las corporaciones. La congénita optimización del lucro llevaría intrínsecamente a una alta resolución ética, al traer adjuntado, según los prescriptores de esta tesis, un incremento en el balance del ejercicio anual. Nadie nos recordaría a todas horas que hay que ser éticos.

Ensamblar en una misma oración ética y beneficios pone en entredicho la propia dimensión ética. El impulso ético debe instaurarse en el comportamiento no porque la ética aporte réditos, sino porque consideramos al otro como un igual que merece el respeto que nosotros nos concedemos a nosotros mismos. Actuar conforme a unos estándares en el que el otro es un fin en sí mismo y no un medio para maximizar la obsesiva cuenta de resultados. Recuerdo haberle leído a Savater que al entrenarse la práctica ética, se renueva el impulso de considerar al otro como un fin y no como un instrumento de nuestros apetitos, sobre todo los crematísticos, añado yo. El pensamiento ético incluye a los demás en las deliberaciones personales y los trata como sujetos poseedores de una dignidad intocable.  Hace unos años en una reputada escuela de negocios de París no tuvieron mejor ocurrencia para estimular el uso del compartimiento ético que llevar a sus aulas a empresarios que habían sido encarcelados por vulnerar la ley. Querían educar ejemplificando las consecuencias de no ser ético y para ello nada mejor que los alumnos lo dedujeran por sí mismos del testimonio de quien lo había padecido en carne propia. Al hacerlo cometían una gigantesca torpeza. Confundían la ausencia de ética con la comisión de un delito.

viernes, abril 04, 2014

Presentación del libro de la educación

El viernes 4 de abril  presenté en el Centro Cívico San Pablo de Sevilla el manual "La educación es cosa de todos, incluido tú". Gracias a los que asististeis. Os lo agradezco porque es muy emotivo compartir el nacimiento de un libro. Como me suele ocurrir frecuentemente, al final en vez de hablar de la obra y su voluntad de manual hice una digresión que me llevó a señalar el peligro de una educación exclusivamente tecnificada donde las humanidades son ninguneadas en aras de la lógica del lucro. Recordé que no hay nada más útil que la inutilidad del arte, la literatura, la filosofía, la música, la ética. Y lo expliqué pormenorizadamente, en algunos casos con el aval de algunos autores incontestables, como la filósofa norteamericana Martha Baussman. Cuando me quise dar cuenta se pasó el tiempo y no hablé del libro, aunque en realidad no paré de citar lo que descansa en sus páginas. Más información de la obra en su página oficial (donde además se puede adquirir) www.laeducacionescosadetodos.com