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martes, septiembre 13, 2016

«Piensa mal y acertarás»


Obra de Edward B. Gordon
Piensa mal y acertarás es un dicho popular que patentiza el buen funcionamiento del sesgo de confirmación. Realmente el tópico tendría que ser más específico para demostrar su tremenda eficacia: «piensa mal de alguien y acertarás». Si no se incluye esta apreciación, que la deliberación de tinte negativo va dirigida a alguien en concreto, pensar mal no cursa con el acierto. Al contrario. Cuando nuestras construcciones argumentativas son endebles o aparecen razonamientos borrachos de falacias, la evaluación advendrá errática y equívoca. El pensamiento es falible, y cuando se utiliza mal, tropieza y cae en estrepitosos fracasos cognitivos: fundamentalismo, prejuicio, suposición, creencias, paupérrima autorregulación de la gratificación, voluntad laxa, errónea elección de objetivos, marcos evaluativos desordenados, desacople entre deseos y posibilidades, baja tolerancia a la frustración, etc. La inteligencia fracasada de José Antonio Marina es un buen epítome de lo que le ocurre a una inteligencia que piensa mal. También todo lo relacionado con la economía cognitiva nos puede dar muchas ideas de lo obtusos que pueden llegar a ser los centros racionales del cerebro.

Disponemos de dos herramientas muy simples para intentar que el mundo se acople a nosotros: o cambiamos nuestros marcos de valoración, o modificamos nuestra conducta. Woody Allen con su habitual gracejo lo explica muy bien en un diálogo desternillante: «Mi psicoanalista me advirtió que no saliera contigo, pero eres tan guapa que cambié de psicoanalista». El dicho piensa mal y acertarás  vincula con el primero de los instrumentos puestos a nuestro alcance para doblegar la idiosincrasia díscola de la realidad. El encuadre elegido se alista con la lógica pesimista sobre la naturaleza humana,  con ese credo que predica que todo lo que hace el ser humano busca el beneficio propio y la acción ventajosa por encima de todo lo demás. Desconfiar del otro anula la llegada de sorpresas desagradables. Puro pesimismo preventivo. Realmente el tópico refrenda los sesgos de atribución y de confirmación, concretamente una de sus ramificaciones, a la que yo hace unos años me atreví a bautizar con el nombre de Efecto Richelieu. Richelieu fue un cardenal francés del siglo XVII (popularizado por Alejandro Dumas en Los tres mosqueteros, contra los que se enfrenta) y secretario general del estado. Al Cardenal Richelieu se le atribuye una sentencia rotundamente genial: «Dadme una carta de no más de seis líneas escrita por el más inocente de todos los seres humanos, y encontraré en ella motivos más que suficientes para enviarlo a la horca». Traducido en economía comportamental: vemos en la conducta del otro, que siempre es ambivalente y poliédrica como la vida misma en la que se despliega, aquella expectativa que hemos depositado en él. Si le atribuimos altos valores morales, interpretaremos su conducta al alza. Si le atribuimos valores morales negativos, lo depreciaremos y evaluaremos a la baja cada acto que traiga estampada su firma.

Obviamente el Efecto Richelieu se erige en el dador de suposiciones negativas en el otro. Si interpretamos en función de lo que pensamos y pensamos en función de lo que hemos supuesto, la conclusión puede ser un desastre, pero no lo advertimos porque el sesgo, al aprisionarnos en nuestros esquemas sin que nosotros seamos conscientes de nuestra propia reclusión, confirma lo que suponíamos y nos inmuniza a cualquier resquicio de duda. Pero aún hay más. En este sesgo de atribución y confirmación la inteligencia ejecuta otra pirueta maravillosa. Al pensar mal de alguien, pensamos en las intenciones que dan lugar a sus actos, más que en sus actos, lo que supone saltar de lo demostrativo a lo deliberativo. Por eso siempre se acierta, porque la deliberación es indemostrable y la hacemos casar con nuestras predicciones.  Más todavía. Lo que pensamos sobre el otro con respecto a nosotros afecta a nuestra conducta, que a su vez afecta a la suya, ingresando de este modo en la lógica de una profecía autocumplida.  Pero la irradiación de este tópico también llega a uno mismo. Si uno piensa mal de sí mismo, también acertará, porque caerá en otra profecía autocumplida. Solemos cumplir con asombrosa obediencia las expectativas que volcamos en nosotros. Si la expectativa es pobre (si pensamos mal de nosotros), el resultado también lo será. La ecuación es muy sencilla. Piensa mal (de ti) y te amargarás la vida.



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martes, noviembre 17, 2015

La exhumación de agravios



Obra de Brooke Shaden
Hace unos años inventé una expresión de la que me siento muy orgulloso. Di con ella para explicar uno de los peligros más frecuentes en la gestión de un conflicto. Se trata de «la exhumación de agravios». En el libro La educación es cosa de todos, incluido tú, expliqué su mecanismo tumoral: «Uno se enfada y de repente desentierra a paladas todos los agravios, la retahíla de comportamientos y actuaciones que le irritan del otro y que ha ido guardando pacientemente para la ocasión». ¿Por qué se desencadena esta tendencia, que casi es un tropismo? Muy sencillo. En todo conflicto aparecen las personas, los contratos psicológicos de la relación, su propio historial de fricciones y sus expectativas de resolución (todo conflicto solicita un cambio y quién debe desembolsar la cuantía de ese cambio). Los conflictos están mágicamente hibridados, y un conflicto originado por la carestía de recursos, o por la inhibición del que debe gestionarlo, o por la atribución de responsabilidades, o por la legitimidad, o por la información, puede provocar otros conflictos relacionados con los valores, la protección de la autoestima, la identidad, el poder, la equidad, la incompatibilidad personal, vectores a priori alejados del epicentro del conflicto original. Con toda esta marabunta de elementos en juego, cuando uno trae a colación un conflicto en mitad de un escenario hostil, con las emociones en temperatura de ebullición, la parte a la que se le asigna la causa del conflicto puede fácilmente señalar otros conflictos como medida de resistencia. Avivará los ánimos, se balcanizará la situación, hará una pira funeraria con todo lo que salga verbalizado por su boca, se entrará en un bucle mórbido en el que se repartan las autorías de conflictos hasta ese instante latentes. Dicho de otro modo. Cuando uno no sabe a qué agarrarse se agarra a cualquier cosa con tal de no asumir una conducta que no habla bien de él o que le exige reembolsar un precio. Es una conducta increíblemente habitual, un resorte que salta si se toca, parecido al de esas cajas que en su interior llevan un muñeco anclado a un muelle aplastado que brinca con fuerza nada más abrirse la tapa.

A veces se nos olvida lo evidente precisamente por serlo. Un conflicto siempre provoca la obstrucción de un interés, y ese revés hipertrofia la labilidad emocional. Tendemos a tener miedo, o a entristecernos o a enfadarnos, o a todo a la vez cuando algo o alguien obtura nuestros intereses. A pesar de la infinita casuística existente, yo no conozco ni un solo caso en el que la llegada de un conflicto provoque alegría. Cuando uno se enfada, o se adentra en gradaciones más elevadas como la ira, que es enfado huracanado, ningunea la intervención de la racionalidad y polariza el escenario de la fricción. La ira es una de las seis emociones básicas y su función adaptativa es revolvernos contra la contemplación de lo que creemos es una injusticia e intentar restaurar la equidad perdida. Pero la ira mal regulada es muy nociva: desprecia el análisis sosegado, execra el cálculo de pros y contras, se olvida de las consecuencias, elimina el trato considerado, flirtea peligrosamente con la pulsión de la agresividad, decreta el exilio de la inteligencia. Bajo la égida de la ira instrumentalizamos la escoria, la inmundicia, la podredumbre, exhumamos viejos agravios, todo aquello que creemos puede dañar al otro y simultáneamente defendernos a nosotros. Aquí conviene introducir un inciso que no es nada periférico. Para exhumar agravios previamente hay que saber con bastante precisión dónde se hallan enterrados. Me explicaré mejor. Que una de las partes en conflicto se dedique a almacenar agravios como quien apila palés y cajones es un predictor bastante fiable de la quebrada salud de esa relación. Hay otro sensor inequívoco. En un conflicto mal gestionado la palabra ayer (que no deja de ser otro ejercicio de exhumación) se pronuncia muchas más veces que la palabra mañana.



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jueves, junio 04, 2015

El falso consenso, mi mundo es el mundo



El falso consenso es un sesgo derivado de las interacciones sociales. Tendemos a sobrestimar el grado de similitud entre nuestras posiciones y conductas y las de los demás.  El dinamismo de este sesgo es sencillo pero muy efectivo. Un suceso se filtra en nuestro esquema interpretativo y deducimos que el resultado de esa interpretación es análogo al que realizará la mayoría de las personas. Dicho de un modo más coloquial. Existe una propensión a creer que los demás piensan como nosotros. El falso consenso nos coge de la mano y nos lleva a ese lugar del pensamiento en el que convertimos nuestra realidad en la realidad. Para poder realizar una operación tan tremendamente compleja este sesgo necesita intervenir sobre dos elementos protagonistas en la construcción de nuestros juicios: el sentimiento y el conocimiento. La función operativa del sentimiento agrupa experiencias personales en las que un sujeto evalúa el grado de entendimiento que entablan sus deseos y la realidad. Por el contrario, el conocimiento analiza las cosas desde la distancia, inyectando una posible objetividad vetada al sentimiento. El efecto del faso consenso distorsiona ambas funciones. Transfigura nuestros sentimientos en la medida de todas las cosas y anula la prudencial distancia de seguridad que el conocimiento debería mantener con la realidad para analizarla críticamente. Surge así una transposición de mundos. Mi mundo se transforma en el mundo. Mi mundo es la fidedigna representación del mundo de los demás. 

Son muchos los elementos que se interpenetran para que se produzca este increíble encogimiento del mundo. Uno de los vectores que favorecen el falso consenso es la disponibilidad cognitiva. Nos centramos más en opiniones que apuntalan la nuestra y pensamos menos en opiniones alternativas que supongan una amenaza para nuestras certezas y por extensión para nuestra autoestima.  Rosa Montero lo explicaba muy bien en su último artículo dominical: «Todos tenemos la tendencia a creer que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentamos no ver lo que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de nuestra mente». Hay más factores que martillean el falso consenso. Interactuamos más con aquellas personas que poseen cosmovisiones parecidas a la nuestra y solemos declinar encuentros prolongados y profundos con quienes nos las cuestionan. Nuestra vida se remansa en nichos ecológicos muy homogéneos en los que rara vez emergen visiones poliédricas. Nos gusta compartir nuestro tiempo no remunerado con aquellas personas que se parecen a nosotros para que así nos devuelvan una imagen grata y apreciada de nosotros mismos. Nos incomoda la exogamia porque se revela muy agotador convivir con gente que refuta nuestras creencias y expectativas y convierte nuestra vida en un elemento que merece ser examinado. Nuestra memoria actúa selectivamente y está más atenta a recuperar del olvido sucesos que confirman nuestros argumentos que a rastrear aquellos que los objetan.  Habitualmente limamos las aristas de nuestras críticas para recibir la venia del grupo al que pertenecemos y así poco a poco nuestro cerebro evalúa las cosas desde un pensamiento grupal en el que se diluye toda propuesta personal que suponga algún tipo de divergencia. Nuestra atención tiende a posarse allí donde salimos bien parados y tiende a desdeñar los lugares en los que se cuestiona el concepto que tenemos de nuestra persona. Todos estos elementos interactúan simultáneamente sobre el sentimiento y sobre el conocimiento para configurarlos de un modo nuevo. Resulta muy fácil caer en el falso consenso. Resulta muy difícil salir de él. La primera reacción de las personas es negarnos a aceptar que nuestros juicios están sesgados.



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martes, octubre 14, 2014

Somos racionales, pero también muy irracionales

Psiconomía (Aguilar, 2009) es una obra firmada por el comentarista en los mass media Javier Ruiz. Experto en cuestiones económicas a las que ha dedicado su formación superior académica, la afilada capacidad de argumentación que Javier Ruiz esgrime en los debates se transparenta en este esayo. En sus páginas trata de demostrar que un elevado porcentaje de nuestras decisiones está patrocinado por la irracionalidad. Muchas de las tesis que defiende están corroboradas por la economía del comportamiento (con Dan Ariely a la cabeza), en la que se prueba empíricamente cómo prima más la dimensión psicológica que la racional en la toma de decisiones. El ensayo se adentra en la irracionalidad sobre todo cuando ejercemos el rol de actor económico. De ahí ese juego de palabras que da título a la obra, Psiconomía. Frente a la economía tradicional que defiende la disciplina como una rigurosa ciencia exacta, el ensayo revoca esta idea y presenta un buen número de sesgos que cuestionan que las cosas sean tan predecibles como divulga la ortodoxia. El ser económico se rige por coordenadas irracionales que descabalan muchos de los postulados que supuestamente rigen las interacciones monetarias. De ahí las burbujas bursátiles, las anomalías, las estafas, el pánico, las crisis.

El autor estudia el efecto manada (tendemos a mimetizar comportamientos de un modo gregario), el anclaje (nuestro cerebro estandariza los términos de una relación), la coherencia arbitraria (a través de un primer elemento construimos con coherencia el resto de precios, que sin embargo pueden ser dolorosamente incoherentes), la aversión a la pérdida, las dioptrías económicas, el complejo de dotación (damos más valor a lo propio que a lo ajeno), el sesgo de confirmación (sólo atendemos aquella información que concuerda y refuerza lo que ya pensábamos). Todos son sesgos que también gozan de una centralidad indiscutida en la denominada negociación irracional. Muchas de nuestras decisiones apuñalan nuestra cordura y la desangran hasta su deceso. De ahí que tomemos conductas incongruentes. «Hay más pereza mental que razón en nuestras decisiones», concluye el autor. La segunda parte del libro explica cómo se activan todos estos sesgos en el fragor de los parqués y los mercados. El subtítulo del libro es elocuente: La economía de Harry el sucio. Conociendo la comparecencia de todo este ejército de sesgos, el delirio bursátil trata de potenciarlos para alcanzar la maximización de beneficios. El libro identifica estas inclinaciones irracionales y pertrecha al lector de conocimiento para inhibir su presencia a la hora de deliberar y decidir. Muy útil tanto para nuestras resoluciones económicas como para cualquier quehacer en el que se implique el comportamiento humano.



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