Mostrando entradas con la etiqueta disculpa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta disculpa. Mostrar todas las entradas

martes, mayo 10, 2016

¿Se puede perdonar sin olvidar?


Obra de Nigel Cox
Hace unas semanas escribí un artículo sobre la arquitectura del perdón. Lo titulé Lo siento, perdóname (ver). Al día siguiente me encontré en la calle con una pintada de tamaño mastodóntico en la que se podía leer: «Perdono, pero no olvido». Nada más acabar su lectura me interrogué si es posible activar el mecanismo del perdón disociándolo de las lógicas  del olvido. En el incisivo ensayo El perdón y el olvido de Amelia Valcárcel estos vectores sentimentales aparecen yuxtapuestos y se insiste en que «el perdón es un olvido a efectos prácticos», aunque unas líneas más adelante la filósofa matiza que «el perdón está condicionado: se perdona a condición de que no vuelva a repetirse, puesto que el sistemático perdón de la misma cosa destruye la noción de perdón». Con motivo de mi artículo, una lectora comentó muy agudamente que hay cosas que no se pueden perdonar, y sospecho que tampoco se pueden (o deben) olvidar. Para catalogar lingüísticamente estos episodios hemos inventado vocablos como «imperdonable», o la también nítida palabra «irremisible». Se trataría de aquellos hechos que infligen daños tan inabarcables que al no poderlos ni siquiera mensurar no sólo no se perdonan, sino que imposibilitan su sano olvido. Sin embargo, hay ofensas que pueden y deben olvidarse, y  al no hacerlo, su recuerdo convierte a las personas en rencorosas, seres habitados por un odio rancio y enmohecido.

Volvamos a la pregunta inicial. ¿Se puede perdonar sin olvidar? El perdón persigue la finalidad de eliminar la deuda contraída. Olvidar es borrar, no guardar algo para utilizarlo en el momento en que sacarlo a colación nos permitiría colocarnos en una posición ventajosa. Aunque parezcan términos antitéticos, olvidar es una prodigiosa facultad de la memoria. Se olvida cuando no se recuerda, pero también se olvida cuando la memoria, con voluntad reparadora y constructiva, reordena y recodifica lo que no se podía olvidar. Esta maravillosa contorsión corrobora que muchas remembranzas no son sino ejercicios de reconstrucción. Nos duele lo ocurrido, pero deliberamos sobre ello desde perspectivas conmiserativas. Evidentemente la casuística es gigantesca y habrá una multiplicidad de matices que dependerá de a quién se perdona, cuánto afecto presidía la relación, cómo opera la memoria de cada uno, que código de valores estructura sentimentalmente lo que acaece en el mundo, cómo estratificamos las eventualidades con que la vida va inmiscuyéndose en nuestra biografía y redondeando nuestra identidad. A mí me gusta afirmar que nuestros recuerdos son nuestra obra póstuma, pero lo que no es póstumo es la valoración que hacemos de ellos, que está sujeta a las veleidades del instante presente en el que nos hallemos inmersos. Podemos remachar que no recordamos, rehabilitamos el pasado. La memoria no apila ítems de información, sino estructuras de significados. Es una incansable productora de axiología y marcos semánticos.

Hace muchos años yo escribí que olvidar «por» no recordar nada es un delito de la memoria, pero olvidar «para» no recordar nada es un donativo de la inteligencia. En esta esfera de la intencionalidad descansan las respuestas a la pregunta que da título a este texto. Recordar porque uno no quiere olvidar convierte el perdón en una mera fórmula léxica sin incidencia en la afectividad. Esa ausencia de olvido es deliberada y cursa con anhelos conmutativos y con el deseo de cobrarse algún día el talión del que uno es acreedor, reembolsárselo de alguna manera, incluidas las inconscientes. Yo intuyo imposibilidad en perdonar cuando se quiere recordar, aunque no cuando se quiere olvidar y no se puede, porque aquí hay que matizar que muchos episodios no se olvidan hasta que los implicados en ellos no los recuerdan y los ponen encima de la mesa con la compasión como testigo. Para el pensamiento lógico es una aporía, pero en ciertas ocasiones para olvidar es fundamental recordar. En otras ocasiones es necesario recordar porque no debemos olvidar. Dicho con un verso de Vicente Aleixandre: «Recordar es triste, pero olvidar es morir». Esta dimensión es fundamental cuando se han cometido crímenes contra la Humanidad (el ensayo de Amelia Valcárcel se centra en el Holocausto), o actos tan abyectos que denigran nuestra condición humana.  En estos ámbitos el perdón opera en una órbita diferente a la de la justicia. Desde la compasión podemos perdonar a alguien, o a un colectivo, la comisión de un acto punible, pero la justicia debe castigarlo. El castigo persigue que el infractor no vuelva a repetir la falta, y por eso paga por ella en una conmutación de pérdida de bienes o de libertad, pero también activa la disuasión en todos los demás. Se puede perdonar lo que la justicia debe castigar. No se puede perdonar lo que no podemos olvidar, a pesar de haberlo recordado para olvidarlo.



Artículos relacionados:
Lo tengo que olvidar.
Recordar es relatarnos.
Lo siento, perdóname.

miércoles, abril 13, 2016

«Lo siento, perdóname»


Obra de Martine Johanna
La disculpa es un acto verbal de una centralidad indiscutida en las interacciones sociales. En una pequeña expresión como «lo siento», «disculpa», o «perdóname», se lexicaliza una gigantesca constelación de deseos. Ahí revolotean semánticamente el deseo de reparar una acción que consideramos errónea o reprobable, el deseo de ser perdonado por quien ha sufrido nuestro daño o nuestra ofensa, el deseo de que nos liberen, el deseo de pertrecharnos de recursos para no repetir una respuesta análoga en una futura situación similar. En el deslumbrante y vertiginoso ensayo El olvido y el perdón de la filósofa Amelia Valcárcel se define el perdón como «una renuncia explícita a castigar al que ha reconocido la deuda contraída». Cuando alguien concede el perdón está afirmando que no reclamará la deuda de la que es acreedor. Esta es la infraestructura más básica de la disculpa, pero no siempre las cosas son tan calmas en el proceloso océano de las relaciones interpersonales. En muchas ocasiones, en vez de decir lo siento cuando nos pillan en falta, o nos descubren un comportamiento muy mejorable, en vez de aplicar un ejercicio de contrición, nos justificamos o contraatacamos señalando a nuestro interlocutor conductas también reprobables. Empieza una virulenta partida de ping pong de agravios. Es una reacción ilógica. Una conducta objetable en el otro no convierte en aceptable la nuestra. Además entraríamos en un peligroso bucle de quejas y contraquejas, una cadena esquismogenética de consecuencias nada gratas (algún día escribiré sobre ellas). El recuerdo de un agravio es repelido por quien lo recibe con el recuerdo de otro, así en un ir y venir de recriminaciones que ensucian la conversación y debilitan tanto los vínculos que pueden llegar a resquebrajarlos.

Aunque errar es de humanos y disculparse de sabios, a veces nos cuesta entonar el mea culpa porque lo juzgamos como un acto de debilidad, y sobre todo  porque al adjudicarnos la autoría de una acción reprobable admitimos nuestra falibilidad, un punto débil que rebaja la puntuación en la auditoría que el otro realiza sobre nuestra conducta o, más grave, sobre una evaluación totalizadora de cómo somos. La gran Deborah Tannen comenta en sus radiografías comunicativas que ese mea culpa «es el equivalente verbal a enarbolar una bandera blanca, símbolo ritual de rendición». Y rendirnos rara vez entra en nuestros planes, salvo que el afecto presida ese escenario. En ocasiones se formulan disculpas que en vez de aceptar la responsabilidad tratan de minimizarla. A mí hace unas semanas alguien, para admitir el incumplimiento de su palabra, me dijo sucintamente «lo siento», pero apostilló un quejumbroso «¿vale?», para abordar al instante otros temas netamente intranscendentes. El interrogativo y desafiante apéndice aclaraba que la disculpa más que un acto sentido era un subterfugio rápido para rehuir el escrutinio recriminatorio. En otras ocasiones se manipula la disculpa como un método de sumisión. Ocurre cuando el oprobiado insiste en exigirla desde una posición de superioridad que convierte al que ha de disculparse en un subordinado dispuesto a padecer la humillación jerárquica, que se produce cuando al perdonado se le restriegan imaginariamente en la cara los laureles de una penosamente entendida victoria. Por último, en este abanico de perdones espurios, nos podemos topar con la actitud pragmática del cínico: «Hago aquello que me procure un beneficio aunque genere a sabiendas daño en otro, luego me disculpo, me condona la deuda contraída, porque de lo contrario le espeto que es un resentido, y pelillos a la mar».  Nada de todo lo escrito en este párrafo tiene que ver con una genuina petición o declaración de perdón.

La disculpa sincera suele ser el preámbulo para un escenario de entendimiento y olvido de las ofensas. Si la violencia engendra violencia, la disculpa engendra disculpa al activar el mecanismo de la reciprocidad directa inserta en nuestra dotación genética. La disculpa opera como un lenitivo tanto para el que la formula como para el que la recibe. Aunque no sabemos muy bien por qué, las palabras poseen poder analgésico sobre nuestro dolor, tanto si lo hemos recibido como si lo hemos cometido. Lógicamente la disculpa ha de ser real y probablemente llegue envuelta en una gasa de tristeza. Si aceptamos ser los progenitores de un daño, no podemos disculparnos sin que la comisura de nuestros labios señale hacia abajo. Disculparse sentidamente se puede compendiar en cuatro pasos bien trabados. Admitir autocríticamente la autoría de la acción específica por la que uno se disculpa, reconocer el mundo del otro que ha sido magullado por nuestra acción, enmendar de alguna forma el daño causado, y prometer alguna iniciativa para que ese hecho y sus consecuencias no se vuelvan a repetir. En Ontología del lenguaje, Rafael Echeverría trata el tema del perdón como un acto declarativo de liberación personal en el que indefectiblemente  «tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al otro». Amelia Valcárcel enumera los pasos del perdón en un itinerario lineal con cinco paradas bien delimitadas: confesión, arrepentimiento, duelo, reparación y compromiso de no repetir. Si esta arquitectura no se levanta con la disculpa, decir lo siento ante una cuestión grave es rebajar el perdón a mero ardid con el que alguien quiere zanjar la cuestión sin sentirlo lo más mínimo.



Artículos relacionados:
Medicina lingüística: las palabras sanan.
¿Se puede perdonar sin olvidar?
Decir lo siento sin sentirlo.

miércoles, mayo 20, 2015

«Lo siento, me he equivocado»



El título del artículo de hoy es una fórmula cada vez más utilizada para entonar una disculpa. Que sea habitual no significa que sea válida. Disculparse consiste en solicitar indulgencia por un hecho deliberado que ha causado algún tipo de daño. Sin embargo, cuando uno comete una equivocación no sabe que se está equivocando, está imbuido en una acción categóricamente involuntaria. En el equívoco uno no ve que está tomando una dirección errónea, no  intuye nada que le haga advertir que se dirige hacia un lugar que no es el deseado. Está persuadido de que está realizando bien lo que en el futuro la realidad sancionará como mal.  Esta es la orografía de la equivocación y el error. Por el contrario, en muchas ocasiones, los que se excusan citando el título de este texto sabían muy bien el curso de acción que estaban ejecutando, no había el más mínimo atisbo de yerro en su proceder. Una prueba que se repite entre sus usuarios es que han tratado de ocultar sus hechos, invisibilizar su comportamiento para evitar la sanción. Su opacidad delata su intencionalidad.

¿Por qué entonces se señala como equivocación lo que es una intencionada acción carente de ética, o falta de escrúpulos, o un comportamiento ya no execrable sino directamente punible? Si yo cometo un latrocinio, no me estoy equivocando, sé muy bien que estoy conculcando la ley. Esta fórmula degrada al rango de desorientación una conducta muy premeditada, ritualiza como error lo que es un muy estudiado acto de volición. Se metamorfosea en rol pasivo aquello que sin embargo es tremendamente activo. Intenta reparar la reputación sin necesidad de admitir culpa alguna, o suavizando la presencia de dolo. La disculpa es eficaz si uno reconoce la culpa que ha cometido, se expone a la vergüenza al hacer público el contenido de esa culpa, y a renglón seguido hace propósito de enmienda. La disculpa por tanto se debería encapsular lingüísticamente de otro modo: «Lo siento. He cometido un delito», o «Lo siento. Mi comportamiento ha sido reprobable». Si uno pide disculpas argumentando que se ha equivocado no reconoce culpa alguna, porque en la equivocación no hay culpable. Esta excusa es muy fácilmente refutable: «No, no, te has equivocado, te hemos pillado, que es muy distinto».



Artículos relacionados:
Lo siento, perdóname. 
El silencio agresivo.
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo.
 

martes, abril 21, 2015

Decir lo siento sin sentirlo



The Gift, Michelle del Campo
Existe una fórmula tremendamente económica en la que se pide perdón pero sin necesariamente reconocer la autoría de la ofensa cometida. Como exonera de culpa es habitual en todos los ámbitos, tanto públicos como íntimos, aunque en la gestión y comunicación políticas ha trepado a la condición de primer mandamiento para salir indemne de palabras que deberían provocarnos vergüenza, imputarnos una tasa de responsabilidad y considerarse un desdoro. Esta es la fórmula indolora que sirve para zanjar una barbaridad que nos delata inoportunamente, o una reflexión en la que no hemos podido inhibir lo que realmente pensamos y que ahora nos mete en un aprieto: «Si alguien se ha sentido ofendido con mis palabras, lo siento». 

Se trata de una condicional que anula el valor de la disculpa porque quien la pronuncia no asume la conciencia de culpa alguna. Señala la ofensa no en las palabras enunciadas y su posible simetría con el daño infligido, sino en el otro, que quizá es demasiado quisquilloso e hipersensible, o adolece de falta de capacidad para el lenguaje un poco beligerante. Todo esto en el caso de que haya ofendidos, porque el uso de la condicional apunta que puede haberlos, pero también que puede que no. Pura volatilidad. De este modo la disculpa se enajena de la promesa de no repetir el daño causado puesto que el uso de una frase condicional deja claro que no se asume la creación de daño. Frente a esta fórmula lingüística está la verdaderamente sincera, la que rara vez se oye: «Siento haber provocado daño con mis palabras, que fueron muy lesivas». Aquí sí se acepta la responsabilidad, se reconoce la culpa y se publicita por qué uno se siente culpable. E incluso para que la petición de disculpa sea completa convendría agregar un propósito de enmienda específico, qué se va a hacer a partir de ahora para reparar el daño. «Siento haber provocado daño con mis palabras, que fueron muy lesivas, y a partir de ahora intentaré que mi lenguaje sea más considerado con los demás». Pura ciencia ficción en ciertos círculos.



Artículos relacionados: