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martes, septiembre 18, 2018

La tarea de existir


Obra de Mónica Castanys
Existir es una tarea que nos tendrá ocupados toda la vida. Precisamente el hecho de ser una tarea que requiere la omnipresencia de nuestra atención la ha convertido en una obviedad que como todas las obviedades mayúsculas se invisibilizan para la mirada ocular y para la intelectiva. Esta tarea consiste en dar forma a la vida con la que nos encontramos de una manera inopinada. No es una tarea cualquiera, sino que es la que hace que seamos el que somos. Es la tarea que al hacerla nos hace, y al hacernos, la hacemos. Sintéticamente podemos decir que es la tarea que condecora todas las tareas. Algo tan involuntario como que nos nazcan (uno no nace, a uno le nacen) acarrea una responsabilidad que desemboca en acciones prácticas. Nos dan algo que no hemos pedido, y ahora somos nosotros los que debemos arrostrar con ello. Nadie solicita nuestra aquiescencia para existir, nadie se detiene a interrogarnos si queremos ahora una vida o mejor lo dejamos para otro momento. No nos lo preguntan porque no pueden preguntárnoslo. Si la capacidad de elegir es la vitrina de la vida humana y en ella descansan las ficciones más poderosas construidas por su imaginación ética, se prescinde de ella para el lance más cardinal que experimentaremos a lo largo de la vida.

Nacer es el acontecimiento que permite la llegada de todos los demás acontecimientos. Nacer es la posibilidad que posibilita todas las posibilidades, incluida la de la muerte, el evento biológico cuya posibilidad imposibilita todas las anteriores posibilidades, y que cuando se haga acto nos expulsará del mundo. Somos seres obsolescentes, pero sobre todo somos seres que incorporan la idea de finitud al ejercicio deliberativo. Morir es un episodio natural, pero la mortalidad es una operación cultural. En las luminosas páginas de La resistencia íntima, el profesor Esquirol nos recuerda que «vemos que la vida del sí mismo que somos es una recta que lleva de lo desconocido a lo desconocido». Ninguna idea nuclear sobre los trajines humanos se debería librar de la conciencia de finitud para que la reflexividad no quede escamoteada. Sentirse tiempo limitado es una experiencia radical que confiere sentido a la obligatoriedad de elegir. Hay que decantarse por unos fines en menoscabo de otros puesto que no hay tiempo para todo. El nacimiento nos inaugura y la muerte nos clausura. Baltasar Gracián se quejaba tanto de lo uno como de lo otro: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, no deberíamos morir». Es fácil parafrasear al escritor jesuita y orientar su aserto en dirección a la alegría, que es el sentimiento con el que decimos sí a la vida: «No deberíamos nacer, pero ya que nacemos, deberíamos vivir bien».

Vivimos una realidad anfibia. Somos sujetos pacientes porque se nos da una vida, pero somos sujetos agentes porque somos nosotros quienes tenemos que dirimir imaginativamente qué hacer con ella. El pesimismo vitriólico de Emil Cioran señaló esta peculiaridad en su primer ensayo cuyo título explicita qué piensa de este asunto tan relevante: Del inconveniente de haber nacido. Me viene a la memoria uno de los aforismos incluido en sus páginas: «No haber nacido, de sólo pensarlo, ¡qué felicidad, qué libertad, qué espacio!». Algunos autores catalogan la circunstancia de la natividad como deyección. Hemos sido arrojados a una existencia y ahora tenemos que hacer algo con esta eventualidad. Antes de existir no había nada que hacer y ahora sin embargo existir nos obliga a una multiplicidad de quehaceres. A ese cómputo de tareas las llamamos vivir. Vivir es un verbo y por tanto implica acción. Vivir es existir, la acción en la que hago algo con la existencia que tengo en un tracto de tiempo que llamamos vida. Lo que hago con la existencia con la que me he encontrado de un modo contingente me hace ser.

Somos una subjetividad corpórea y movediza que va mutando las preferencias y contrapreferencias en las que se autoconfigura según el medio ambiente en el que radique y las vicisitudes con las que colisione. Heidegger desmenuzaba con su habitual cripticismo que el ente que somos siempre está en una situación, y esa situación, que hace que el ente difiera en función de la situación, es el ser ahí. A ese ser ahí lo llamó Dasein. Ortega advirtió que «la vida es el dinamismo dramático entre el mundo y yo». Un mundo que me encuentro hecho, añado yo, aunque en perpetua metamorfosis, igual que el yo que cae en él y en él se va determinando con sus actos volitivos. A medida que vamos instalándonos en el mundo con nuestras decisiones, acciones y omisiones también vamos configurando el mundo en que nos instalamos con ellas. Cedo la palabra a George Steiner para que esclarezca qué mundo nos encontramos al nacer. En Nostalgia de lo absoluto admite que «en lo más profundo de su ser y de su historia, el ser humano es un compuesto dividido de elementos biológica y socioculturamente adquiridos. Es la interacción entre las constricciones biológicas, por una parte, y las variables socioculturales, por otra, lo que determina nuestra condición. Esta interacción es en todo punto dinámica porque el entorno, cuando choca con la biología humana, es modificado por las actividades sociales y culturales del hombre».

Como las acciones se realizan en el enmarañamiento de la vida que compartimos con otras alteridades a las que les ocurre exactamente lo mismo que a nosotros, esas tareas también se pueden nominar como convivir. Convivir es existir al lado de otras existencias tan atareadas como nosotros en hacer algo con la existencia. Su quehacer y el nuestro hacen la vida humana. Como la vida humana es un proyecto interdependiente, lo que ellas hagan con su existencia repercute directamente en lo que yo hago con la mía, y a la inversa. No estamos los unos al lado de los otros como meras subjetividades adosadas. No somos existencias insulares o existencias adyacentes. Todos somos existencias al unísono. La dependencia no es la antítesis de la autonomía como insisten en recordarnos erróneamente los discursos inspirados en la inflación patológica del yo y en la devaluación de la fraternidad política. Estamos inmersos en el mismo proyecto, participamos de la misma aventura, navegamos en el mismo barco, y es así porque estamos confinados en la incapacitación de nuestro propio florecimiento lejos de una comunidad y en la imposibilidad de una felicidad autárquica que nos configura como sujetos sociales. Juntos aspiramos a ser el ser humano que creemos que sería bueno ser gracias a una imaginación creativa que reflexiona y utiliza las posibilidades que le brinda la realidad y las adecua a los afectos y a los propósitos. Aspiramos a ello porque creemos que así existir sería una tarea más confortable. Sería ese vivir bien al que me refería cuando líneas atrás parafraseé a Baltasar Gracián. El vivir que convierte al nacer en una suerte.



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martes, enero 23, 2018

El dolor de ser criticado



Obra de Antony Williams
Cuando alguien critica algo que hemos hecho tendemos a considerar que se trata de una descalificación global a nuestra persona. Del mismo modo que el elogio lo atribuimos a algo concreto, la crítica la releemos como una enmienda a la totalidad. Es absurdo, pero suele ser así. Hace tiempo Rosa Montero se preguntaba en uno de sus artículos por qué encajamos tan mal las críticas. Después de escarbar en la naturaleza humana concluía que confundimos una crítica con un ataque al ser que somos. Es incongruente, pero es que la construcción de muchos de nuestros juicios gira en torno a lógicas irracionales. Ahí están los sesgos, los prejuicios, las suposiciones, todo el andamiaje de la economía cognitiva. A pesar de que toda esta arquitectura facilita que nuestra persona se sienta lastimada, en muchas ocasiones el crítico ayuda sobremanera a ello. Recuerdo haberle leído hace años al escritor y periodista Rafael Reig que «si uno dice que una novela le parece espléndida, no pasa nada. Si le parece un tostón, es intolerable y vale hasta la descalificación personal». Esta tendencia se da en todos los ámbitos. En vez de disentir de un hecho concreto, aprovechamos para lanzar dardos personales bajo la excusa de ese hecho concreto. 

Una crítica es la opinión o el juicio que se formula ante una conducta, una situación, una idea, una obra artística, una persona o un objeto, lo que significa que la crítica da mucha más información del que critica que de lo criticado. Siempre me ha llamado la atención cómo una crítica negativa nos puede lacerar y sin embargo un elogio proveniente incluso de esa misma persona propende a una evaporación súbita. En uno de sus ensayos, Eduardo Punset recuerda que científicamente se ha demostrado que hacen falta cinco cumplidos para resarcir un insulto o una crítica punzante, es decir, la capacidad de dañar de una crítica es cinco veces superior al poder balsámico o euforizante de una alabanza. Contaré una anécdota muy ilustrativa. Durante unos años escribí críticas para una revista. A vuela pluma calculo que redacté unas trescientas. De todo ese inmenso lote sólo una fue para mostrar mi desacuerdo con una obra y tildarla con argumentos bastantes sólidos de ordinaria. El aludido contacto conmigo para insultarme y recordarme que el ordinario era yo. Nunca supe nada de nadie del resto de críticas en las que todos salían bienparados.

Sospecho que toleramos muy mal los disensos porque nuestro analfabetismo argumentativo nos hace confundir las ideas, las opiniones, las obras, las creaciones que enarbolamos con la persona que somos. Normal que consideremos la objeción de nuestras ideas o de alguna de nuestras creaciones como una muestra de trato desconsiderado. Es una peligrosa desnaturalización de la política deliberativa. Necesitamos una pedagogía para aprender a tramitar opiniones propias y ajenas educadamente y a convivir sin susceptibilidades en mitad de ese tráfico denso. Para ello hay que asumir que afortunadamente no todos pensamos igual porque no todos habitamos el mundo de la misma manera.

Somos muy suspicaces y toleramos mal las críticas (me refiero a las respetuosas) quizá porque no estamos tan seguros como creemos de nosotros mismos. Acaso en las palpitaciones de nuestras sienes habita una persona amedrentada que necesita certezas a las que aferrarse en un mundo deslizante y lábil. Nos incomodan las evaluaciones que nos hacen dudar, pero nos olvidamos de que sin la cooperación de la duda no hay posibilidad de ofrecer versiones más mejoradas de nosotros mismos, o nos cuesta aceptar, como le leí ayer a mi mejor amigo, que el saber que conlleva certezas no es saber. Ahora bien, una crítica puede ser empuñada con intimidante ferocidad, pero también con espíritu colaborador. Esta es la diferencia entre la observación y la crítica destructiva. La observación va dirigida a la conducta con el fin de perfeccionarla (su campo de acción es el futuro), la crítica destructiva se detiene a golpear la dignidad de la persona (se regodea en el pasado y no cita el porvenir). Esta última vincula con la perversidad, que es dañar al otro y relamerse mientras se ejecuta esa acción. En las palabras que uno elige para mostrar conformidad o disconformidad están presenten dos poderosos deseos. El de ayudar o el de perjudicar. La crítica positiva o negativa es el resultado de optar por uno de los dos.



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