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martes, febrero 08, 2022

La vida es lo que hacemos y lo que nos pasa

Obra de Rogier Willems

Ortega y Gasset diferenciaba entre lo que nos pasa y lo que hacemos. Es una distinción que remarca que somos simultáneamente sujetos pasivos y sujetos activos.  En lo que hacemos nuestra vida incide en el mundo; en lo que nos pasa el mundo incide en nuestra vida. Lo que hacemos es el resultado de nuestras acciones tras deliberar posibilidades y elegir aquellas que consideramos son las más óptimas para nuestras circunstancias y nuestras capacidades, siempre dentro de un marco de restricciones biológicas, determinismos sociales y subordinaciones económicas. Como la vida nos la tenemos que hacer, no nos queda más remedio que estar permanentemente eligiendo qué hacer con ella. De esta constatación surge la popular sentencia de Sartre en la que sintetizaba que «el ser humano está condenado a ser libre». Lo que hacemos nos convierte en sujetos activos, pero sobre todo en sujetos decisores. Somos personas con capacidad de decidir, de elegir libremente qué hacer. Si elegimos de un modo inteligente, elegiremos bien. Si elegimos de un modo obtuso, elegiremos mal. Nos pasamos toda la vida educándonos y tratando de aprender para que cada vez que haya que elegir elijamos lo mejor posible. ¿Y qué es lo que hay que elegir? La lista de nuestras elecciones es ingente, pero para no extendernos hasta el infinito enumeraré los seis o siete ítems más relevantes. Elegir deseos, elegir fines, elegir sentimientos, elegir proyectos, elegir valores, elegir condiciones, elegir planes. Si no existiera el verbo elegir, sería complicadísimo explicar en qué consiste la vida humana.

El siempre añorado John Lennon popularizó en una canción que la vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes. El beatle quería decir que existe una propensión a colocar nuestra atención allí donde la vida no comparece, y por lo tanto a desatender aquellas situaciones cotidianas donde la vida late con fuerza, pero cuyo latido no percibimos a fuerza de haberlo rutinizado. En realidad, la vida consiste en realizar planes de vida mientras la tarea de su culminación da paso a nuevos planes, así en un proceso multiplicador y arborescente que solo finalizará con nuestro propio deceso. Somos el resultado del diálogo siempre inacabado que entablan nuestra memoria y nuestra proyección hablando de lo que fue, lo que es, lo que podría ser. Nuestra experiencia y nuestras expectativas se pasan el día contándoselo todo en una verborreica amistad que celebra el presente continuo mientras ambas miran hacia adelante. La vida es puro movimiento, tránsito, nomadismo hacia posibilidades que amplifiquen nuestro florecimiento. Somos lo que hacemos (voluntad), lo que nos pasa (circunstancias), y lo que nos gustaría que nos pasase mientras nos preparamos para hacer que pase (una aleación de presente y porvenir).

Ocurre que lo que nos pasa (circunstancias) es el resultado de lo que hacen otras existencias (voluntad), del mismo modo que lo que les pasa a ellas (circunstancias) es lo que hacemos las demás personas (voluntad). Vivimos en bucles de interdependencia que hacen que la convivencia sea un gigantesco punto de interacción sistémica. El yo en quienes estamos constituyéndonos nace de una omnipresente interconexión con otros yoes a los que les ocurre exactamente lo mismo mientras tratan de encontrar su posición en el mundo, o afianzar la que ya tienen. El filósofo Joan Carles Mèlich lo sintetiza muy bien en La filosofía de la finitud: «No hay más yo que el conjunto siempre impreciso e inacabado de situaciones». Ahora se entenderá mejor la más celebérrima reflexión de Ortega: «Yo soy yo y mis circunstancias». Sin embargo, Ortega añadió un apéndice a esta reflexión, un matiz que lo trastoca todo porque nos pone ante un mayúsculo deber ético y político: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo».  Cuidar las circunstancias, los contextos, el medio ambiente social en que se desarrolla la vida humana, implica cuidado sentimental, cuidado corporal, cuidado político (cuidar la dignidad y la convivencia en que se despliega).  Sin estos cuidados colectivos se torna muy difícil que lo que hacemos acabe coincidiendo con lo que nos gustaría que nos pasase. 

 

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martes, septiembre 20, 2016

Somos coautores de nuestra biografía



Obra de Malcolm Liepke
Del mismo modo que no podemos detener los latidos de nuestro corazón por mucho denuedo que pongamos en la tarea (salvo que nos suicidemos), tampoco podemos levantar un dique de separación entre el caudal de cosas que nos ocurren y el caudal de cosas que hacemos. Da igual si suministramos grandes cantidades o cantidades ínfimas de esfuerzo para evitarlo, las relaciones promiscuas que mantienen lo involuntario que acontece y lo deliberado que tratamos de que ocurra seguirán dando forma al contorno de nuestra vida. Releyendo esta mañana el ensayo Las experiencias del deseo de Jesús Ferrero, me topo con la explicación de la palabra pathos. El autor comenta que uno de los significados adscritos a este término en la antigua Grecia era «el que hacía referencia a lo que le ocurre a uno, a veces sin buscarlo, y que estaría relacionado con el accidente, con lo inesperado para el sujeto y que rompe la línea de lo previsible». La abundante aparición de elementos imprevistos e indeliberados en el decurso de una vida es el motivo por el que yo suelo señalar que no somos los únicos autores de nuestra biografía. Nuestra egolatría se revuelve ante esta constatación que rebaja nuestra soberanía, que nos hace tomar conciencia de que hemos cofirmado con otros el relato en el que se va redactando nuestra existencia. No somos los únicos autores de nuestra biografía, somos coautores, aunque el individualismo contemporáneo insista con tono inquisitivo que haciendo acopio de méritos alcanzaremos unilateralmente lo que nos propongamos, y soslayaremos con éxito aquello que obstruya esta tarea.

La gramática de vivir consiste en aceptar con estoicismo tres presupuestos constitutivos del ser que se despliega en la inmediatez permanentemente inaugural del aquí y ahora. El primero de los presupuestos radica en los hechos que se solidifican en nuestro quehacer cotidiano tras el ejercicio de nuestra autodeterminación. Se trata de un itinerario que se inicia en la deliberación, surca la decisión y desemboca en la acción. El segundo presupuesto, que afecta al acontecimiento de la persona que estamos siendo en la plenitud de cada instante, se tipifica en las decisiones que adoptan los demás en una práctica de su autonomía análoga a la nuestra, pero que, al ser todos existencias al unísono, impactan en nuestro pequeño mundo sin que podamos soslayar ni la colisión ni sus efectos salutíferos o malévolos. Y por último, el tercer vector, el más desconsiderado pero quizá el más sustancial de todos: la radiación azarosa de la vida que se abraza a nuestra cotidianidad con sus combinaciones imprevisibles. Mi frase favorita, y que repito muy a menudo en las clases y en las ponencias, hace alusión a esta aleatoriedad que nos envuelve en su placenta macroscópica: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus planes». Esta esencia arbitraria nos transporta a territorios que la capacidad predictora de nuestro siempre vaticinador cerebro no había contemplado. Prorrumpe el asombro, la perplejidad, la sorpresa, la corroboración de que lo inesperado se presenta cuando menos te lo esperas. Nos cuesta aceptarlo, pero casi todo lo que ahora posee centralidad en nuestra vida no es sino el resultado de una detonación del azar. Ocurrió como perfectamente pudo no ocurrir. O no ocurrió como perfectamente pudo llegar a ocurrir.



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jueves, enero 21, 2016

«No le debo nada a nadie»



Obra de Juan Genovés
Existe una frase hecha que reivindica la titularidad individual de los méritos excluyendo de ellos cualquier participación ajena, tanto directa como indirecta: «No le debo nada a nadie». Esta autoafirmación da pistas del arraigado individualismo que subestima los lazos comunitarios y propende a desligarnos de nuestra condición de prestatarios de los demás. La frase también transparenta esa sinonimia que empareja individualismo con autosuficiencia. Hace unas semanas leí una entrevista a la filósofa Marina Garcés que desmontaba con suma facilidad esta falacia de la autosuficiencia exacerbadamente narcisista recordando el nexo primigenio que nos anuda a otras existencias: «Todos hemos nacido del cuerpo de otros y hemos sido criados por las manos, palabras y miradas de otros». El cordón umbilical que nos eslabonaba a otro cuerpo se corta al nacer, pero eso no significa que simultáneamente se cercenen otros muchos nexos que nos acompañarán el resto de nuestra vida. En más de una ocasión he rebatido a estas personas que se jactan de la ficción de no deberle nada a nadie. Al hacerlo pensaba en mi condición de deudor del lenguaje que ahora iba a utilizar para defender mi tesis y refutar la suya, de la inculturización y el aprendizaje recibido para poder hacerlo de un modo inteligible para ambos, de los hallazgos nacidos de la creación social y la inteligencia compartida, de la invención del diálogo como estructura de la razón comunicativa que ahora me iba permitir objetar su argumento, y de mil etcéteras más, todos de una relevancia parecida. Pensaba todo esto, pero finalmente un cansancio de dimensiones mitológicas siempre me obligaba a abreviar:  «Yo le debo todo a todos».  

Revolotea por el discurso social otra muletilla análoga a esta primera. Se utiliza para describir en tono laudatorio a cierto tipo de personas: «Es un hombre hecho a sí mismo». A veces es el propio sujeto el que la esgrime como autorreferencia que solicita plausibilidad: «Soy un hombre hecho a mí mismo». Reconozco que me apena que, habiendo miles de referentes prodigiosos a nuestro alcance para construirnos, alguien no haya encontrado un molde mejor que sí mismo. En muchas ocasiones estas frases tratan tan solo de enfatizar un meritorio proceso de autorrealización, glorificar la tenacidad y el sobreesfuerzo privados, pero los tópicos guardan significados mucho más profundos de lo que se puede deducir echando una rápida mirada a la superficie. Aceptar que le debemos todo o casi todo a todos no supone negar la autonomía de los individuos ni tampoco condenarla a la servidumbre, solo acotarla recordando que cuando nacemos no advenimos a un sitio yermo y solitario, sino que aparecemos en medio de un lugar en el que todo brota de un humus cultural que nos convierte al instante en irrenunciables herederos.

No se trata de diluir la identidad personal, pero tampoco de ignorar todo lo que tomamos prestado. No denegar nuestro papel de realidades en perpetua mutación en pos de mejorar, pero tampoco ser tan obtusos como para no advertir que se adquieren gracias a la inestimable ayuda que supone pertenecer a una inmensa comunidad reticular que va legando sus logros (también sus fracasos). En Animales políticos y dependientes McIntyre da en la clave: «Si fuéramos capaces de concebirnos como seres dependientes, y no como seres autosuficientes, tendríamos en nuestra forma de concebirnos la base necesaria para la ética». Recuerdo que en una de sus novelas Paul Auster dejaba muy claro a través de uno de sus personajes que nadie llega a ninguna parte si a su lado no hay gente que confía en él. Aunque parezca una contradicción, es nuestra interdependencia la que facilita nuestra autonomía como sujetos de proyectos. No es ningunear el papel de la voluntad, pero tampoco vendar nuestros ojos como para no ver que nuestra biografía viene cofirmada. Somos la obra de multitud de coautores. Los suficientes como para no tener ningún problema en identificar a alguno de ellos alguna vez. Sobre todo cuando nuestros proyectos van bien.



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jueves, junio 25, 2015

Recordar es relatarnos

Entre los huecos de la memoria, Dominique Appia
Recuerdo que con diecisiete años escribí un poema que empezaba así: «el recuerdo consiste en acariciar con el corazón lo que dejaron atrás nuestros ojos». Esta definición adolescente me vino inopinadamente ayer a la memoria al contemplar en la calle un enorme cartel en el que se explicaba cómo la etimología de recordar está formada por la hibridación de dos palabras, «re» (de nuevo) y «cordar» (cordis, corazón), es decir, que recordar es la actividad que consiste en «pasar de nuevo por el corazón». Leyendo hace unos meses a Daniel Khaneman su ensayo divulgativo Pensar deprisa, pensar despacio me topé con una afirmación que me provocó muchísima sorpresa, pero que simultáneamente corroboraba algo que yo llevaba intuyendo hacía tiempo en mi propia vida. En uno de los epígrafes de la obra, el psicólogo aunque premio Nobel de Economía defendía que el yo que siente no es igual al yo que recuerda. Su tesis es que entre experiencia y memoria se abren ciertas simas, huecos de la memoria como los que anuncia el cuadro de Dominique Appia que ilustra este texto y que yo utilice durante mi itinerario universitario para adornar mi habitación. La explicación de esos dos yoes de Khaneman es sencilla. Existe un yo que vive el presente y existe otro yo que lo convierte en materia de ficción cuando lo recuerda. Un yo que posa su atención en el aquí y ahora y un yo que se dedica a narrar historias con las que contarnos a nosotros mismos inspirándose en el presente psicológico pero cuando ya ha sido transfigurado en pasado. Ocurre que el yo que recuerda no lo recuerda todo. Sesga los recuerdos. Sesga la vida que nos queremos contar.

Podemos estar viviendo un episodio grato y placentero, un estado de flujo en el que una tarea abduce nuestra atención, sentir incluso que la habitualmente huraña felicidad (si es que esta palabra sigue significando algo tras su abuso polisémico) comparece para estar un rato con nosotros, pero probablemente dentro de unos días lo olvidaremos porque sólo recordamos vívidamente aquellos momentos que tuvieron un poderoso impacto emocional en nuestra memoria. No recordarnos, elegimos recuerdos, que es muy distinto, y elegimos aquellos recuerdos que poseen elevadas tasas de significado. Ocurre que la vida cotidiana está repleta de horas en las que no sucede nada significativo. Las denominamos acertadamente como horas muertas, aunque hay que vivirlas exactamente igual que las horas que no lo están.

La memoria no se dedica a desbrozar ingentes cantidades de bites de información, sino a codificar estímulos repletos de poderosos campos semánticos para que nosotros construyamos el relato con el que nos vamos narrando nuestra propia vida. Cuanto mayor y más profundo es el significado de un hecho (y el significado vincula con la carga afectiva), más recordamos el hecho. Cuanto más exento esté de significado, más probabilidades concurren para que el hecho emigre al cementerio del olvido. Marina lo explica muy bien en El laberinto sentimental cuando de un modo lacónico alerta de que «no tenemos memoria, somos memoria». Recordamos aquello que posee resonancia en nuestro microcosmos sentimental, las emociones nutricias, o cuando el modo de interpretar lo acontecido es primordial para el relato que estamos escribiendo de nuestra vida, aunque ese mismo acontecimiento sea banal para otros que también lo hubieran protagonizado. El significado de un hecho y su centralidad en el orbe afectivo para incorporarlo a la narración de nuestra vida es lo que discrimina el yo que recuerda, el que decide qué es lo que nuestro corazón volverá a acariciar. Por eso la memoria y la inteligencia forman alianzas muy generosas para nuestra supervivencia. Recordar para definitivamente olvidar es una proeza majestuosa de la inteligencia. Olvidar para no recordar es un paradójico donativo de la memoria.



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martes, junio 02, 2015

La desigualdad



Los Estados intentan promover la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos. No deja de ser paradójico que se fomente la igualdad de oportunidades para luego pugnar por la desigualdad. Se intenta estrechar la participación del azar y las determinaciones sociales en la vida de las personas para a partir de ciertos tramos de edad y formación competir por objetivos que entronizan la desigualdad. La desigualdad ocurre cuando el acceso a los recursos, derechos y oportunidades no se distribuye equitativamente, cuando hay notables desventajas entre los ciudadanos en las posibilidades de alcanzar el bienestar. Aquí podemos rotular el epicentro de la paradoja. Si se promociona la igualdad de oportunidades para beligerar por la desigualdad, esa desigualdad debilita la futura igualdad de oportunidades entre nuevos miembros de la comunidad, así en un bucle infinito que a cada nueva rotación incrementa la brecha. La tesis del autor de Estructura social y desigualdad en España (José Saturnino Martínez García, profesor de Sociología en la Universidad de La Laguna y colaborador de Eldiario.es) es que la trayectoria de clase posee una enorme centralidad en el devenir de nuestras vidas y su ubicación en la pirámide social. Se habla mucho de grupos de edad, de género, de inmigrantes, de cualificación, pero muy poco del impacto de la clase social. El autor defiende que todos buscamos el bienestar (dicho de un modo más aclaratorio y menos etéreo, anhelamos la vida digna asociada imaginariamente al cumplimiento de los derechos tipificados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Una sociedad es justa si las posibilidades de lograrlo descansan en decisiones libres y no en situaciones sobre las que no tenemos control. La decisión personal depende de nuestra voluntad, y las circunstancias sobre las que no podemos operar deliberadamente las agrupa en nuestras conexiones sociales, la formación de creencias, habilidades y capacidades, la dotación genética y la formación de preferencias y aspiraciones (que el autor demuestra que lejos de ser decisiones aleatorias están ligadas a la clase social de origen, a lo que Pierre Bordieu denomina el habitus, las formas de obrar, pensar y sentir vinculadas a la posición social).   

A partir de estas desigualdades y estas diferencias el autor establece las distintas combinaciones que pueden darse y que provocarán la generación de una desigualdad concretada en la disparidad de renta cuyos tramos servirán para delimitar la geografía de las clases sociales. La clase social se revela así como una cuestión de poder adquisitivo que sin embargo coloniza tentacularmente todas las demás cuestiones y opera como un predictor más fiable que la mayoría de las variables para avizorar dónde desembocarán nuestras biografías. El fracaso escolar, las oportunidades vitales, el acceso a estudios postobligatorios, las preferencias académicas, la elección de trabajos, las tasas de desempleo, los costes de oportunidad, el acceso  a bienes culturales, la participación laboral de las mujeres en las diferentes estratificaciones del mercado, todo vincula más con las circunstancias de la clase social del sujeto que con su voluntad, modelada previa e inconscientemente por las propias circunstancias de la posición en el entramado social. Estas circunstancias confabulan contra la igualdad de oportunidades de inserción laboral en un mercado muy heterogéneo en cuanto a ocupaciones, remuneraciones y prestigio. La pluralidad de este mercado enlaza con las clases sociales en tanto que hemos convertido el trabajo en el portavoz de nuestra identidad y en el elemento neurálgico de nuestra reputación. El libro ofrece información científica y datos que corroboran el tremendo protagonismo del destino de clase y reafirma o replica los modelos liberal y socialdemócrata. No es un libro académico y el autor adopta una postura con los temas que trata. Es un ensayo claro y sencillo, lo que anima a imaginar una redacción llena de dificultades. Muy interesante.



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