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martes, octubre 26, 2021

Del narcisismo patológico al narcisismo vulnerable

Obra de Maria Svarbova

Tendemos a definir el narcisismo como el instante en que una persona se sobredimensiona, se desmesura y queda secuestrada por una complaciente y megalómana consideración de sí misma. En su trabajo sobre el narcisismo, la psicóloga francesa Marie-France Hirigoyen coloca al lado de este narcisismo, que califica como patológico, el narcisismo positivo. La autora lo designa como «tener la suficiente conciencia del propio valor como para mantener la autoestima frente a la crítica y los fracasos, es estimarse uno mismo de forma positiva, reconociendo al mismo tiempo los fallos, sin proyectar la parte negativa en los demás». Encuadrado en el narcisismo patológico hay un tipo de narcisismo que contraviene los estándares arrogantes del propio narcisismo. La primera vez que escuché hablar de él fue hace muchos años a una amiga profesora de Filosofía. Departíamos de un amigo común empecinado en enumerar sus cuitas y tribulaciones, en minusvalorar a todas horas el concepto de sí mismo, en sumergirse en un autodesprecio en el que por supuesto no había ni un ápice de clemencia hacia sí mismo. No era algo impostado ni teatralizado con el disfraz de la hipérbole, era una mortificación tan sincera como omniabarcante. Había desencuadernado por completo la evaluación sensata, estable y benevolente que todas y todos realizamos sobre nuestro propio valor cuando poseemos una autoestima equilibrada. Entonces en un aparte mi amiga me confesó algo que no he olvidado: «nuestro amigo es muy narcisista»

Acostumbrado a emparejar narcisismo con la enfermiza exhibición de una ridícula y obesa pomposidad, esta calificación me sorprendió. Ahora sé que se trataba de un narcisismo vulnerable. Frente a la visión idealizada de una grandiosidad irrestricta, el narcisismo vulnerable voltea esa idealización y el sujeto que lo padece se relee bajo creencias en las que apenas hay espacio para algo positivo. Es obvio que ambas narrativas son desmesuras del ego, puesto que son incapaces de constreñirlo, aunque tomen direcciones frontalmente opuestas. Una elige la ostentación ególatra y la otra la depreciación. Los narcisistas vulnerables viven sometidos bajo la férula de una conciencia excesivamente centrada en sí misma.  Este es el motivo de señalarlos como narcisistas. Cuando ocurre algo así es sencillo caer en la entropía, el desorden que provoca una conciencia excesivamente atenta a sí misma, y sobre todo desentendida con todo aquello que no sea ella y que epistémica y tergiversadamente considera fuera de su incumbencia. La vida del narcisista vulnerable está parasitada por una preocupación minuciosamente rumiante de lo que le preocupa, lo que intensifica la propia preocupación y genera un nocivo circulo vicioso, que finalmente le aproxima hacia la absurdidad y por lo tanto convierte la preocupación en irresoluble, lo que le inspira a analizarla de nuevo desde otros angulares, así en un proceso que en cada nueva rotación se vuelve más distorsionador, doliente e insoluble.  He aquí la génesis de una entropía perfecta. 

Cuando el ego se torna protagonista despótico de nuestras evaluaciones es fácil caer en la hipersensibilidad a la crítica y padecer un deseo de desaparecer de sí, como describió magistralmente David Le Breton en su ensayo de título homónimo. Desgraciadamente el estilo competitivo del mundo, la atribución de soluciones personales a problemas de genealogía política,  y el matrimonio formado por la empleabilidad (cada vez más complicada y más exigente sin ofrecer por ello contraprestaciones simétricas) y supervivencia (cada vez más difícil y más encarecida) favorecen estas derivas que corroen el carácter (Richard Sennet), fomentan la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), la fatiga de ser uno mismo (Alain Ehrenberg), nos vuelven más frágiles de lo que ontológicamente ya somos (Remedios Zafra), facilitan la metamorfosis de lo sólido en líquido (Bauman). Ante una situación así recuerdo la prescripción que compartía Bertrand Russell en La conquista de la felicidad. Se puede resumir en el sano olvido de uno mismo. Este olvido consiste en colocar más a menudo nuestra atención en las afueras del yo, ejecutar actividades comunitarias, fomentar situaciones con dimensión cooperativa, mirar paisajísticamente la heterogénea realidad social, tomar conciencia de nuestra pequeñez (de ahí deriva la palabra humildad) pero advirtiendo que es exactamente la misma que está incardinada en todas y todos los que habitamos el planeta Tierra. La literatura de autoayuda y el neoliberalismo sentimental propugnan justo lo contrario. Insisten en la capacidad autárquica del individuo y por lo tanto en el autoanálisis y la autoevaluación personal como herramientas correctoras. Combaten la flagelación personal con mecanismos que acaban intensificándola. Habrá que repetirlo una vez más. La mejor analgesia para los trasuntos del alma es la presencia cuidadora de los demás. Esa presencia exige mirada política, deliberación social, soluciones relacionales. Los tres grandes adversarios de ambos narcisismos.



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martes, octubre 19, 2021

Lo que más nos gusta a las personas es estar con personas

Obra de Mónica Castanys

Lo que más nos apasiona a los seres humanos es juntarnos con otros seres humanos. Nuestra socialidad, el deseo de pertenencia, la membresía a grupos que proporcionan acogimiento y orientación, la afiliación a un Nosotros del que sentirnos orgullosos, el cultivo de nexos como mecanismos de génesis de afectos, resortes identitarios y nitidez subjetiva, así lo indican. En todas las encuestas sobre hábitos de ocio siempre figura en primer lugar que lo que más nos gusta hacer a las personas fuera de los tiempos de producción es quedar con los amigos. Parece un dato baladí, pero es una noticia maravillosamente central que deberíamos recordar mucho más a menudo. A mí me gusta convertir este dato en la máxima con la que titulo este artículo: «lo que más nos gusta a las personas es estar con personas». Sin embargo, esta afirmación quedaría sesgada si no se agrega que somos muy exigentes en la selección de esas personas. Esta exigencia ante todo pretende que ese gustar no se deteriore. 

Los animales eligen lo que les proporciona placer y sortean aquello que les encierra en una situación displacentera. Durante dos años estuve educando a un gato especialmente díscolo y comprobé empíricamente que se regía por este filtro atávico. A los animales humanos nos ocurre lo mismo en muchísimas ocasiones, incluidas aquellas en las que deseamos estar junto con otras personas. Propendemos a establecer vínculos con quienes nos devuelven una imagen favorable, y tendemos a separarnos y poco a poco debilitar las interacciones con aquellas otras personas que nos devalúan, o sentimos que nos desvalorizan. Este tropismo comportamental se activa para fortalecer y proteger nuestra estima, esa evaluación en permanente transitoriedad que hacemos de nuestro propio valor. En Los Narcisos, Marie-France Hirigoyen sostiene que «tendemos a utilizar nuestras propias cualidades positivas como estándar para evaluar a los demás, lo cual nos asegura una comparación favorable respecto a ellas». Quizá esto explique la génesis de la endogamia. Todas y todos anhelamos juicios positivos sobre nuestro valor, formulaciones amables sobre el concepto que tenemos respecto al ser que estamos siendo en la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. Y si no las recibimos nos entristecemos, nos sentimos desvalidos y orientamos nuestro rádar social hacia aquellas personas que nos juzguen y nos traten mejor.

Hirigoyen cita dos maneras de evaluarse: embelleciendo la propia imagen o rehuyendo aquella que la pueda poner en peligro. He aquí el criterio de selección de nuestros vínculos electivos. Aunque en el ensayo la autora sostiene que todos los narcisos están obsesionados con la desvalorización, conjeturo que esta preocupación, en gradientes inferiores, es extensible a la sensibilidad de cualquier persona. Nos duele que nos deprecien, que el valor positivo y el amor que solicitamos no solo no sea expedido, sino que ese valor sea mancillado y ese amor se degrade en desconsideración e irrespeto. Quererse a uno mismo es un mantra de la literatura de autoayuda, pero ese querer requiere la ayuda de los demás, y no su desaparición, como ciertas miradas autárquicas parecen indicar. Los juicios sobre nosotras y nosotros pueden ser internos y externos (aprobación social, admiración, aplauso, publicidad, ejemplaridad, o los que figuran en su reverso, desaprobación, crítica, ostracismo). No son dos continentes aislados, sino que ambos juicios mantienen una relación simbiótica. Los juicios externos condicionan la narrativa interna, y la narrativa interior determina el valor y la carga de persuasión que se le otorga a los juicios externos.

Las personas necesitamos cariño, reconocimiento y validación de nuestro grupo de referencia. Ahora bien, cuando ese reconocimiento se vuelve compulsivo y competitivo nos adentramos en el engreimiento. Cuando nos enoja cualquier elogio que no vaya dirigido a nuestra persona nos volvemos soberbios, puesto que la soberbia es creerse ungido por una grandiosidad que merece en exclusiva todas las alabanzas. Cuando hay un deseo vehemente de recolectar halagos caemos en la vanidad. Cuando no se acepta la crítica amable y persistimos en direcciones erráticas tropezamos con la esterilidad contumaz del amor propio. Cuando somos incapaces de mirar y mirarnos con la benevolencia que se merecen nuestra fragilidad, vulnerabilidad y labilidad, podemos despeñarnos fácilmente hacia el autoodio o hacia un rencor que rumia el pasado, ensucia el presente y elimina el horizonte. Existir es habitar momentáneamente en puntos cambiantes de este continuo sentimental y epistémico. Existir es compartirse y confrontarse con otras personas que nos alerten de estas desmesuras y nos quieran a pesar de nuestros yerros y nuestras inconsistencias afectivas. Esas personas se llaman amigas y amigos. Normal que estar con ellas sea lo que más nos gusta cuando disponemos de tiempo. 

 

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martes, julio 24, 2018

Medicina lingüística: las palabras sanan



Obra de Alyssa Monks
En un mundo que aconseja reiteradamente el cuidado de la imagen, yo abogo por el cuidado de las palabras en sus tres grandes disposiciones: las palabras que decimos, nos decimos y nos dicen. Deberíamos acentuar un escrúpulo más acendrado a la hora de decantarnos en la elección de palabras, puesto que literalmente nos va la vida en ello. Somos seres narrativos, nuestra biografía son eventos esparcidos por los días que hilvanamos a través de un relato que nos vamos contando a nosotros mismos para introducir sentido y memoria en esa amalgama de sucesos. A Ulrich Beck le leí que no siempre coincide la historia de nuestra vida, entendida como cadena de acontecimientos reales, con nuestra biografía, que es la forma narrativa con la que escribimos esos acontecimientos en nuestro entramado afectivo.  Me alío junto a Emilio Lledó cuando en Elogio de la infelicidad postula que «en el habla se coagula nuestra intimidad, la mismidad que buscamos». La trama literaria en la que nuestra historia muda a biografía y nos va configurando como una entidad empalabrada modula nuestro estilo cognitivo y afectivo, y ambos el repertorio de nuestras accciones y omisiones, que nos van esculpiendo una existencia con su buril invisible.  Somos una corporeidad amenizada de palabras.

En su libro, hasta hace unos meses inédito, Extravíos, el atribulado aunque cáustico Emil Cioran afirma en uno de sus brillantes aforismos que «en cada uno de nosotros yace un profeta. La obsesión del futuro, que nos lleva a intervenir en la realidad para alterarla, vierte un falso contenido en las sensaciones del presente». Opino más bien que en cada uno de nosotros habita un novelista con el cometido de anotar lo que nos acontece para que nuestro pasado, presente y futuro respiren al unísono. Nos pasamos la vida relatándonos a nosotros mismos, contándonos nuestras peripecias y otorgando un sentido al cúmulo de días en los que se aglutina la eventualidad de vivir. El doctor Oliver Sack, célebre por su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, comentaba que cada persona se narra a sí misma la historia de su vida todo el tiempo. En Experimentos con la verdad, ese cazador de coincidencias que es el gran Paul Auster repasa su trayectoria y alude a sus primeros años de escritor recordando que en aquella época «me analizaba a mí mismo como si fuera un animal de laboratorio». Rimbaud resumió este malabarismo de recursividad mental con un tan contundente como enigmático «yo es otro». Dentro de nosotros se aloja un huésped con el que nos encanta hablar. En mis ensayos aparece repetida de forma totalmente deliberada mi definición acientífica de alma que conexa con esta imagen verborreica. «El alma es esa conversación que mantenemos con nosotros mismos a todas horas contándonos lo que nos ocurre a cada segundo». Lledó de nuevo susurra con su prosa envolvente que «en las palabras sabemos decirnos aquellos momentos en los que hemos sido algo más que el aire que se llevan los días». Las palabras dan vida a la vida vivida. En las palabras resucita el ayer digno de resurrección. La invención de la forma verbal del futuro logra que las palabras den ensoñadora morfología a lo que está por venir.

El lenguaje no solo describe el mundo, también lo crea. En la dilucidación y discriminación de la palabra que vamos a emplear y en cómo vamos a pronunciarla se encapsula el ser en cuya transitoriedad habitamos. Gozamos de plena soberanía para escoger qué palabras serán las que nos expliquen quiénes somos y en qué consiste nuestra instalación en el mundo. Se minusvalora la impregnación de nuestro lenguaje en la volatilidad anímica y afectiva, pero cada palabra que sale para afuera nos revela indicios de quién habita y cómo de la piel para dentro, y cada palabra que se adentra al interior desde fuera provoca mutaciones allí donde se aposenta. Es aquí donde el verbo alberga capacidad medicinal. El término medicina lingüística se lo leí hace tiempo a Dylan Evans en su obra Emoción. La ciencia del sentimiento.  «Hablar acerca de nuestros sentimientos funciona como una válvula de seguridad que permite la salida del vapor excedente de una tubería obstruida». Las palabras confieren efectos medicinales cuando son compartidas. Como apunta el propio Evans, «desahogarse significa hablar de emociones (sic) desagradables con el fin de hacerlas desaparecer». El lenguaje es una herramienta muy poderosa para inducir sentimientos, pero también lo es para contrarrestar aquellos que nos ulceran. El autosabotaje o la estabilidad de la autoestima se labran en el armamentario verbal con el que nos indagamos, nos retratamos y nos pronosticamos. Hay palabras hirientes, lesivas, vejatorias, lancinantes, jibarizadoras, pero asimismo las hay redentoras, lenitivas, analgésicas, energizantes, reparadoras, ansiolíticas. Podemos encontrar todo un repertorio lingüístico que correlaciona con la farmacopea destinada a la sanación del alma.

Siendo niño me llamaba mucho la atención el bálsamo bíblico en el que se demandaba la llegada del lenguaje porque «una palabra tuya bastará para sanarme». Entonces no lo entendía, pero ahora sé que la palabra permite la intersubjetividad, y es esa intersubjetividad la que acaricia y ayuda a sanar la subjetividad cuando está enferma o afligida. Los sentimientos fecundados por una situación adversa, una expectativa derrumbada, un momento de flaqueza en el que nos desencuadernamos, o la irrupción de un acontecimiento aciago (un acontecimiento es un suceso que interrumpe la cadencia de lo ordinario), pueden ser transformados o revertidos gracias al poder restaurador del lenguaje. Los sentimientos se elicitan pero también se derogan con la presencia de los argumentos. Aunque en el título de este artículo afirmo que las palabras sanan, no es exactamente así. No nos curan las palabras, sino los argumentos cuya argamasa está hecha de ellas. Los argumentos poseen capacidad sanadora, como si en su interior semántico llevaran un ungüento milagroso. Oyente y hablante se ensamblan curativamente a través de una siderurgia discursiva.  El ser que estamos siendo conecta con el otro, que es un ser que también está siendo, merced a la palabra, que es la síntesis en donde palpita la vida compartida. Sanan las palabras eslabonadas en el zigzagueo de los argumentos con los que acompañamos a nuestro interlocutor, o él nos acompaña a nosotros. A pesar de que llevo muchos años estudiando su mecanismo, me sigue maravillando la evidencia empírica de cómo la publicidad de la pena atenúa la pena. Es obvio que para publicitarla no nos queda más remedio que encajonarla en un léxico y en una sintaxis. De repente, el oyente deviene en una especie de curandero lingüístico. Cura la palabra expresada, pero sobre todo cuando es palabra escuchada. Hay algo rotundamente contradictorio en este apoteósico dinamismo. La pena al verbalizarse y compartirse se encoge, pero la alegría empalabrada y compartida se expande. Sentimentalmente, hablar siempre sale a cuenta.



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martes, septiembre 19, 2017

Cuando la empatía y los sentimientos son insuficientes



Obra de Marc Figueras
Acabo de terminar la lectura del ensayo Vivir éticamente. Cómo el altruismo eficaz nos hace mejores personas del filósofo norteamericano y experto en temas éticos y bioéticos Peter Singer. Me ha llamado la atención la bifurcación conceptual que Singer establece en el campo de la empatía. No es un asunto periférico. Creo que es justo ahí donde se halla la tabla de salvación de la aventura civilizatoria. Desde sus instantes aurorales, la humanización  ha consistido en aceptar que el otro es un compañero en el acontecimiento humano (somos biológicamente homínidos, pero queremos humanizarnos). No es una tarea especialmente difícil cuando el otro es un ser con el que nos eslabona la afectividad, pero deviene en empresa faraónica cuando el otro es alguien del que no sabemos nada, vive a  miles de kilómetros, o es una referencia abstracta. La bifurcación propuesta por Singer parte de una distinción capital. No es lo mismo entender los sentimientos que compartirlos. Es la misma diferencia que existe entre empatía y compasión. Gracias a los aspectos emocionales de la empatía nos identificamos de un modo rápido y sencillo con los congéneres de carne y hueso que pueblan nuestra vida privada, pero también con la individualidad desconocida que se presenta ante nuestros ojos en el espacio público. Esta empatía emocional nos moviliza. Sin embargo, se torna poco eficiente cuando la otredad no está delante de nuestro peinado ocular, o no nos sutura a ella ningún nexo afectivo, o se reduce a una abstracción nominal. 

En el planeta Tierra nos hospedamos casi ocho mil millones de personas, y la irradiación afectiva de cualquiera de nosotros alcanza ridículamente a tan solo unas ciento cincuenta de ellas, según certifica el célebre número Dunbar. Esta insuficiencia emocional sólo se puede resolver si entran en juego los aspectos cognitivos de la empatía. El altruismo eficaz que analiza Singer se preocupa mucho más por la empatía cognitiva que por la empatía emocional. Es muy fácil sentir empatía emocional, requiere mucha instrucción sentimental sentir empatía cognitiva. Cualquiera que haya acudido a mis presentaciones de La razón también tiene sentimientos me habrá escuchado decir algo idéntico, aunque con terminología diferente. El sentimiento es muy útil en las distancias cortas, pero se vuelve inoperante e incluso irresoluto en las largas. La racionalidad es imprescindible para entender y asir el mundo de los valores universales con los que queremos engalanar nuestra condición humana, pero adolece de la falta de arranque que sin embargo sí posee la vibrante emoción. Necesitamos racionalizar el sentimiento para convertirlo en acción, pero no en una acción cualquiera, sino en una valiosa y decente. Esa acción recibe el nombre de virtud, el conjunto de las conductas que consideramos nos mejoran a todos los que participamos de la expedición humana.

La virtud logra una proeza inaudita. Se sirve de la fuerza propulsora del sentimiento de donde procede en primera instancia, pero también de la jurisdicción de la racionalidad para adentrarse en la abstracción de los valores y guiar así el comportamiento. Recuerdo que en El gobierno de las emociones Victoria Camps lo expresaba como uno de los más grandes hallazgos éticos. Estamos en un punto muy excitante que nos debería enorgullecer como especie. La racionalización del sentimiento alumbra unos sentimientos distintos de los emocionales y de los sociales. Genera el sentimiento ético. Su trazado es maravilloso y me atrevo a afirmar que es el ideal al que aspira el impulso humanista: nace de una emoción, se transforma en un sentimiento por la participación de la cognición, pasa por el tamiz de la racionalidad y su vocación universal y se acaba transfigurando en un sentimiento ético que nos aboca a la virtud. Es muy probable que no sienta ningún afecto por alguien que no conozco, pero me comportaré afectuosamente con él, o tomaré decisiones que le respeten, porque he logrado racionalizar el afecto que sí siento por los próximos y cuyo despliegue con el prójimo en forma de virtud es lo mejor para todos.

Entre las virtudes gestadas por la racionalización del sentimiento acaso la más nuclear sea la del respeto. El respeto consiste en tratar al otro como una entidad valiosa por ser un ser humano (el autorrespeto es algo análogo pero con nosotros mismos). A este sorprendente valor le hemos dado el nombre de dignidad. La dignidad es una invención ética por la que hemos decidido apreciar a toda persona por el hecho de serlo. La dignidad es la vitrina de nuestra humanidad, pero como ficción ética no se percibe a través de ninguna emoción, sino a través del ejercicio de la racionalidad. Es en la intelección donde podemos comprender que el otro es un ser que solicita el mismo valor y el mismo interés que reclamamos para nosotros porque es un ser humano que comparte idénticas afinidades. Donde no llega ni la emoción ni el sentimiento, sí puede llegar la ética, que es la reflexión del sentimiento. El altruismo es ayudar al otro desinteresadamente, pero puesto que compartimos la tarea de humanizarnos, puesto que la dignidad se sostiene en el respeto de la dignidad del que es mi igual siendo mi prójimo, ayudar con nuestras acciones directas e indirectas a preservar la dignidad del otro es ayudar a preservar la nuestra, y simultáneamente a hacer del mundo un sitio más humano. Ayudar al otro es ayudarme yo. El llamado altruismo egoísta debería bautizarse como altruismo inteligente. O sea, virtud.



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martes, mayo 30, 2017

Elegir bien es el centro de gravedad permanente



Obra de Mary Jane Ansell
Cuando se habla de valores rara vez se cita la prioridad de saber elegir bien. Probablemente su omisión se deba a que se trata de una redundancia o una superposición léxica. Los valores en su acepción coloquial ya traen implícitamente una buena elección del extenso y polifónico repertorio de posibilidades que abraza la acción humana. Elegir bien es tener afinada la capacidad de valorar, de optar, de dirimir, de emitir juicios de valor tras auscultar nuestra instalación en el mundo. Los valores son el resultado de discernir entre lo conveniente y lo que no lo es, entre lo loable y lo objetable, y poseer valores consiste en que nuestra conducta se decante por lo primero y se aparte de lo segundo. La palabra inteligencia sintetiza a la perfección esta iluminadora experiencia. Inteligencia proviene del término latino intelligencia, que a su vez deriva de intelligere, vocablo en el que se funden las palabras intus (entre) y legere (leer, escoger). Inteligente es el que escoge entre varias opciones la más idónea según sus posibilidades y las demandas del contexto. Es muy fácil elegir acertadamente entre lo bueno y lo malo, pero es muy difícil elegir entre lo bueno y lo que es mejor.  Como somos existencias al unísono y no existencias insularizadas, como compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. Inteligente sería por tanto aquel que elige aquella opción que más le conviene sin poner en peligro que los demás puedan elegir también la que más les convenga a ellos. Sin proponérmelo acabo de explicar qué es la ética (la incursión de los demás en nuestras deliberaciones y en nuestras acciones). 

Elegir bien no es fácil. La retórica de las industrias que fabrican opinión y la comunicación publicitaria estimulan la adquisición de objetos y experiencias como elementos estelares que resaltan la distinción, el valor cotizable en la pirámide social, la afirmación de la autoestima, el acceso a la plenitud y a la felicidad. Por supuesto esos objetos y esas experiencias sólo obtienen validación si pueden ser mercantilizados y rentabilizados como artículos de consumo por el cosmos corporativo. El ser de las corporaciones requiere el tener de las personas, pero en una relación simbiótica el tener de las personas contrae el ser que son. He aquí el bucle devorador. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización de la cuenta de resultados. Para paliar esta deficiencia se necesita una rehabilitación de propósitos que sobrepasen la obsesiva rentabilidad monetaria y que se alisten con los de la afectividad humana. Como especie que habita una enorme roca colgada del universo no nos queda más remedio que elegir. Frente al discurso dominante de la competitividad y el axioma que defiende que el acérrimo egoísmo personal produce el bien común, podemos contraponer el afecto, la bondad, la generosidad, los cuidados, la atención, la ternura, el cariño, la ayuda mutua, todo el elenco de esos sentimientos que cuando no los percibimos en una persona la motejamos de inhumana. Intuyo que cada vez son más los que anhelan subvertir la actual estratificación de valores. Un feliz botón de muestra. El hecho de que el texto que escribí hace unas semanas sobre la bondad (La bondad es el punto más elevado de la inteligenciaver-) roce el millón de visitas (cuando el promedio es infinitamente más bajo) patentiza el hartazgo de la lógica del mercado y el deseo de un estilo de vida más afín con nuestra condición de seres interdependientes. Urge preguntarnos para qué y a cambio de qué esta perpetua optimización del rédito económico que se ha erigido en la teleología de la vida humana. Urge elegir qué sentido mancomunado queremos darle a la experiencia de vivir.

En las presentaciones de La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver), construyo una larga ilación que explica holísticamente todo el proceso de la afectividad. Para saber elegir bien hay que pensar bien, que es fundamental para despertar sentimientos de apertura al otro, lo que a su vez nos hace desear bien, prólogo para elegir bien, que es la base para vivir y convivir bien, primordial para pensar crítica y autónomamente. De las interlocuciones de este conglomerado reticular surge el valor que le damos a lo que hacemos, y ese valor adherido a otros valores da como resultado una mirada paisajística que otorga el sentido que conferimos a vivir. Los valores son un marco de referencia de aquello que consideramos valioso para la convivencia (ética de mínimos), pero también la estrella polar que aprovisiona de sentido privado la tarea de singularizarnos (ética de máximos). Quizá ahora se entienda mejor la popular canción de mi admirado Battiato en la que en su adhesivo estribillo confesaba buscar «un centro de gravedad permanente, que no varíe lo que ahora pienso de las cosas, de la gente, yo necesito un centro de gravedad permanente». Buscaba un sentido, que es la consecuencia última de elegir. San Agustín acuñó el celebérrimo «ama y haz lo que quieras». Amar aquí conexa con el cuidado del otro, de tal forma que si nuestro propósito es cuidar a los demás podemos hacer lo que queramos porque nadie sufrirá daño con nuestras acciones. Como los seres humanos albergamos la capacidad de elegir qué sentido le queremos brindar a nuestra vida, que es la elección que saca más brillo a nuestra autonomía, podemos parafrasear al obispo de Hipona. Elige bien y haz lo que quieras.



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martes, abril 18, 2017

Nadie puede decir que es humilde

Obra de Sean Cheethman

He titulado este texto de un modo provocativo y paradójico. El título parece afirmar que nadie es humilde, pero su lectura no es exactamente así. Significa que quien se sabe humilde para poder anunciarlo no es humilde, no sólo por verbalizarlo sino también por el hecho de saberlo.  He ahí la paradoja. Nadie humilde puede reconocer la humildad en él, porque entonces dejaría de serlo. El humilde no percibe su humildad, se la perciben. Si uno cree ser humilde, entonces ya no es humilde. La humildad no es un sentimiento porque nadie puede sentirla en su fuero interno, pero sí percibirla como una virtud en los otros. En el aforismo 424 del impresionante libro Aflorismos, Carlos Castilla del Pino aclara que «las virtudes se practican, no se proclaman. Hablar de la propia virtud es una obscenidad». Recuerdo otro aforismo en el que el psiquiatra cordobés se refería a la elegancia. Decía que «la elegancia no se exhibe, se advierte». Con la humildad ocurre lo mismo. Etimológicamente proviene del latín humilitas, que a su vez deriva de la raíz humus, tierra, de aquí que el humilde es el que vive pegado a la tierra, no se le ha olvidado que «polvo eres y en polvo te convertirás». Ahora mismo me viene a la cabeza una antigua canción de mi admirado Battiato en la que afirmaba querer dormir en un saco tirado en el suelo para, precisamente, no perder el sentido de la tierra. La humildad sería conducirse siendo consciente de la propia debilidad humana, sentir la insignificancia de nuestra vida en el océano tumultuoso de la vida. En griego significa pequeño. De aquí también procede la palabra humillar, que es poner a la vista la pequeñez de un tercero sin su consentimiento. Si esa pequeñez es espontánea hablamos de humildad, pero si es forzada por otro, hablamos de humillación. 

La humildad es justo lo contrario al séquito en el que se encarnan las desmesuras del ego (a las que por cierto he dedicado uno de los epígrafes más extensos del ensayo La razón también tiene sentimientos -ver-). El soberbio es aquel que se cree superior a los demás, y para reafirmar su superioridad los ningunea o los subvalora. Ignora, o actúa como si lo ignorase, que participa de las mismas limitaciones que cualquiera de sus semejantes, y por eso la soberbia colinda con la idiotez. Los griegos llamaban idiota a aquel que creía que podía prescindir de los demás. Aristóteles lo resalta en la más célebre de sus sentencias: «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo, o es un dios o es un idiota». El humilde es aquel que ha descubierto que no puede prescindir de los demás si quiere satisfacer la más banal de sus necesidades. Sin la presencia colaboradora del otro no puede vivir bien. Como la soberbia y la estulticia comparten vecindad afectiva, la modestia es la vergüenza que nos provoca alejarnos de la humildad, aproximarnos a las provincias sentimentales en las que el ego cae en el desmedimiento y por tanto se vuelve idiota.

Existe una definición de humilde que yo deconstruyo habitualmente. Se dice que una persona es humilde cuando se quita importancia, pero yo creo que el genuinamente humilde no necesita quitársela porque en ningún momento se la ha autootorgado. Mi definición se escora hacia otros derroteros. Humilde es el que con sus actos habla de la vida minúscula y contingente que le confiere ser un animal humano. El humilde advierte su aleatoria intranscendencia como una persona que habita un lugar poblado por ocho mil millones de personas más, y que ve en sí mismo la fragilidad, la finitud, la vulnerabilidad, la debilidad, lo azaroso, la labilidad, que comparte con todas ellas por ser semejante a ellas, y a las que necesita para conjurar parte de su insuficiencia. La humildad nace del ejercicio prospectivo de la inteligencia, del mismo modo que la vanidad, que es el envés de la humildad, nace de la ausencia de inteligencia o de una inteligencia utilizada muy mal. Por eso la inteligencia y la vanidad se repelen. Es categóricamente imposible ser inteligente y no ser humilde, aunque quiero agregar que inteligente no es el que sabe mucho, sino el que sabe que por mucho que sepa siempre sabrá muy poco, que es una de las manifestaciones más cristalinas de la humildad y de la sabiduría. El humilde conoce sus límites personales, pero también la pequeñez insoslayable a la que lo arroja su textura humana. Es un ser humano, y saberlo y actuar en consecuencia le hace tratar a los demás como absolutamente iguales. Sabe que los necesita para ser el ser humano que es. Y si no lo sabe, o es un dios o es un idiota.