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martes, junio 20, 2023

La atención convierte el mundo en un lugar apasionante

Obra de Bort Bartlett

Me gusta definir la autonomía de una persona como la capacidad de colocar la atención allí donde lo ha decidido ella y no una instancia ajena a sus intereses. La atención consiste en habitar el instante en el instante mismo en que se despliega sobre la continuidad de instantes. Pasado, presente y futuro se declinan de tal modo que la legibilidad de lo que fue y de lo que puede llegar a ser deviene energía potenciadora del instante atencional en el que estamos presentes. Cuando exhortamos a alguien a «estáte a lo que tienes que estar», estamos señalando que esa persona deshabita el presente en que debería estar hospedado, pero se da la peculiaridad de que quien no está allí no es su cuerpo, sino su atención. A mis alumnas y alumnos les recuerdo frecuentemente este desdoblamiento que practican con diaria habilidad, sobre todo cuando la mañana se va derramando hacia el mediodía: «Aquí en clase están vuestros cuerpos, pero no vosotros». Sé que esta afirmación es una pirueta literaria, pero evidencia que la atención puede desgajarse por completo del cuerpo que la acoge. Lo que es del todo imposible es lo contrario. Que alguien esté atento en el aula sin que su cuerpo ande por allí. No es fácil acampar atencionalmente en el presente elegido por nuestra capacidad de elaborar fines. Los oligopolios de la atención emboscados en las tecnologías del ocio y las industria de la distracción ponen todo su empeño en confiscar el alma para hacer con ella extractivismo y monetarización. Estar a lo que hay que estar se ha convertido en un heroico acto de resistencia. 

La atención convierte el mundo en un lugar apasionante, porque atender es truncar la mirada que no ve porque no mira, y granjearse una mirada incisiva que ve mucho más allá de lo que mira al diseminar valor allí donde se posa. Recuerdo que Emilio Lledó decía que lo más le entristecía era no haber enseñado a niñas y niños de diez u once años a mirar, «a descubrir la belleza que hay en el gajo de una mandarina». Educar es aprender a valorar para jerarquizar la mirada, aprendizaje asociado al deseo y no a ninguna capacidad ocular. Hace unos días le leí a Amador Fernández-Savater una entrevista en la que mencionaba que el problema hoy no es que haya una falta de atención, sino una falta de deseo. Según la definición que esgrime en el fantástico libro coral que coordina junto a Oier Etxeberria, El eclipse de la atención (NED Ediciones, 2023), el deseo es la fuerza que pone en movimiento, que hace hacer, que da lugar. Quien no atiende es porque no le interesa aquello en lo que debería estar atento. En La civilización de la memoria pez, Bruno Patino se horrorizaba porque una de las consecuencias de la sobresaturación del mundo conectado ha hecho que solo podamos mantener la atención prolongada ocho segundos. Quizá habría que apostillar que solo logramos sostener la atención ocho segundos sobre aquello que no despierta ningún interés para nuestros intereses. 

Estamos ante un giro copernicano sobre la teorización de la atención. Acaso la atención no está atrofiada por su desempleo, sino que lo que atestigua la incapacidad atencional es la atrofia de entusiasmo, y por extensión el señalamiento de un mundo desvalido, desencantado, precarizado, descuidado, agotado y explotado. Los dispositivos de distracción y las tecnologías del ocio exacerban el deseo, pero la calidad de ese deseo es muy pobre, es un deseo sin placer, un antojo que irrumpe con el mismo apremio con el que se extingue. La emergencia de atención solo es posible allí donde hay entusiasmo, donde el deseo está cargado de ese placer que hace brillar los ojos cuando hablamos de lo que nos apasiona porque vincula con lo más profundo de nuestra persona. El entusiasmo pausa los tiempos, ralentiza la venida del deseo, se pertrecha de paciencia, genera energía para su propio mantenimiento, elabora ideaciones para alcanzar su propósito. El entusiasmo instituye la atención. Nadie entusiasmado desatiende lo que le entusiasma. Los afectos alegres se alzan en los aliados de la atención. Y por tanto del conocimiento. Del aprendizaje. De la vida bien vivida.


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martes, febrero 21, 2023

El secuestro de la atención

Obra de Furij Frey

Podemos definir la autonomía de muchas maneras, pero una de las posibles sería la que la especifica como la capacidad de colocar la atención allí dónde y cuándo una persona decide hacerlo, y no dónde y cuándo se lo indica una entidad externa a ella. Esta es la diferencia entre autonomía y heteronomía, que a su vez nos brinda una característica nuclear para entender qué es el poder. Posee poder la persona que consigue que la voluntad prójima ancle su atención donde ella se lo pide (poder afectivo), se lo sugiere (poder argumentativo), se lo señale (poder experto, poder informativo), se lo ordene (poder coercitivo), se lo gratifique (poder para administrar recompensas). Cualquiera que sea el tipo de poder, la atención es el recurso que entra en juego en estas interacciones. La atención es la capacidad instrumental de focalizar, seleccionar y concentrarse sobre los estímulos elegidos que consideramos valiosos para optimizar la comprensión de lo que nos circunda e instituirnos como el entramado afectivo que somos. Si no tenemos capacidad de decisión sobre el contenido de nuestra atención, entonces perdemos autonomía. Si colonizan nuestra atención desde entidades exteriores, se reduce nuestra gobernabilidad sobre qué ver, qué sentir y qué pensar del mundo. Es el poder más genuino de todos los posibles. No solo el mundo muere a nuestro alrededor cada vez que no ponemos atención sobre él, también fenece la subjetividad de nuestra persona. Los valores más puros de un ser humano consignados en la bondad y la alegría son el resultado de un ejercicio de atención absoluta. Lo afirmó Simone Weill. La falta de atención como disposición sensorial y cognitiva prologa la falta de atención como vector ético constituyente.

Vivimos centrifugados por la economía de la atención. Una infinita miríada de estímulos compite compulsivamente por desvalijar nuestra atención. Recuerdo cómo un ensayo sobre la irrupción del mundo conectado alertaba de la devastación que podía producir la ubicuidad del ecosistema digital en nuestras vidas. Se titulaba Qué está haciendo internet con nuestra mente, y la conclusión de su autor, el escritor especializado en tecnología Nicholas Carr, era desoladora. Los dispositivos digitales pugnan por hurtar nuestra atención para dispersarla. No se trata de encauzar la atención con fines ajenos a los propios, se trata de que a fuerza de repetir esta acción en infinitesimales veces al cabo del día la atención se desentrena hasta atrofiarse. Con las alumnas y alumnos he consensuado bautizar como vampiro al teléfono móvil cuando se utiliza clandestinamente en clase. La explicación de esta nominación cómica es obvia. Todas las distracciones que se congregan multitudinariamente en las pantallas vampirizan la atención e imposibilitan enfocarla y estabilizarla sostenida y concentradamente en un mismo estímulo. La sobrecarga informativa, la saturación sensorial, la hiperestimulación cognitiva, el alud de propuestas gamificadoras, el diluvio de contactos, lejos de afilar nuestra atención la apremian para que se dirija a toda prisa de un lado a otro sin punto final. En el ensayo La civilización de la memoria  pez, Bruno Patino sostiene que el mundo pantallizado ha reducido nuestra capacidad de prolongar la atención sobre un mismo estímulo. Somos incapaces de mantenerla en una quietud enriquecedora más de ocho segundos seguidos. 

Byung-Chul Han escribe en No-cosas que «sólo el uso prolongado da un alma a las cosas». Para brindar alma y valor al mundo que nos acoge se requiere el concurso del tiempo y la atención. Sin ellos, el amor por lo valioso no puede afluir. La atención es lo contrario al apresuramiento, y sin embargo, como refiere Nicholas Carr, «Internet fomenta el picoteo rápido y distraído de pequeños fragmentos de información de muchas fuentes. Su ética es una ética industrial, de la velocidad y la eficiencia». Para que podamos imbuirnos en el aprendizaje, nuestro cerebro tiene que devolver la transferencia de la memoria a largo plazo a la memoria de trabajo, y a la inversa. Este trasvase no se produce si la atención quiebra. Este evento tan repetido en el día a día explica por qué cada vez coleccionamos más experiencias de todo y sin embargo cada vez tenemos menos experiencia de nada. Amador Fernández Savater acaba de coordinar la publicación del ensayo El eclipse de la atención. Para contarnos qué temas se abordan, hace unos días compartió una anécdota muy ilustrativa. «En el libro se recuerda el célebre encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes de Sínope. Según el relato, Alejandro Magno le ofrece al filósofo vagabundo cualquier cosa que desee, pero Diógenes solo le pide al emperador que se aparte, pues le tapa la luz del sol haciéndole sombra. Como emperadores que todo nos prometen, pero en verdad obstaculizan nuestra luz, así operan los numerosos dispositivos (tecnológicos, mediáticos, espectaculares) que hoy capturan nuestra atención, escasa y finita, para poner a trabajar nuestro aparato perceptivo al servicio de un interés u objetivo que no es nuestro». Malebranche escribió que «la atención es la oración natural del alma», así que si nos hurtan la atención en realidad estamos permitiendo que nos desvalijen por dentro. Perder la atención es extraviarnos en la interioridad en que nos instituimos como entidades incanjeables.


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martes, diciembre 06, 2022

El silencio rescata a la palabra del ruido

Obra de Valeria Duca

El silencio no es la ausencia de palabra. Es la condición de posibilidad para que la palabra se articule de un modo reflexivo, vincule comprensivamente con nuestra interioridad, sedimente en meliorativa práctica de vida. Muchas veces me pongo música para acrecentar la presencia del silencio, o leo para que la acumulación ordenada de palabras cree un silencio en el que paradójicamente me arrimo a lo innominado. Nos acercamos a las cosas poniéndole nombres, pero muchas veces nos alejamos de ellas precisamente por habérselo puesto. El silencio subsana esta falla. Para Heidegger el silencio significa la máxima expresión de la palabra y la manera máxima de aproximarnos al ser que nos constituye. El silencio nos eslabona con nuestra mismidad, del mismo modo que el ruido ensordecedor nos segrega de ella y nos aliena. Cuando hablo de ruido me refiero a ese ejército formado por la sobresaturación informativa, las opiniones en tromba, la palabrería incontinente, el juicio charlatán entendido como el antónimo de la observación, la ubicua comunicación a través de la utilería digital, la apremiante necesidad de un flujo ininterrumpido de estímulos para que no nos yugule el aburrimiento. Pertenece ya al lenguaje coloquial la expresión desconectar («este fin de semana me voy a la naturaleza porque quiero desconectar») cuando lo que se desea afirmar es el anhelo de conectar con la subjetividad que estamos siendo a cada instante, y evitar así nuestra propia disolución en el fragor de lo que acaece. Deseamos ensimismarnos, atender a nuestros pensamientos abstrayéndonos de todo lo demás, porque el estruendo de lo cotidiano es de tal magnitud que en el día a día no nos lo permite. Erramos al emparejar silencio con vacío, cuando el silencio es el mejor aliado posible para rescatar a la palabra de ese ruido onmiabarcante. 

En ningún diccionario el silencio aparece como sinónimo de atención, pero sus lazos de parentesco son muy palmarios. Cuando pedimos atención, pedimos silencio, y a la inversa, cuando pedimos silencio, pedimos atención.  Byung Chul Han argumenta en No-Cosas que «el silencio es una forma intensa de la atención», y unas páginas antes ya advierte, citando a Malebranche, que «la atención es la oración natural del alma».  En el incisivo ensayo El silencio, David Le Breton sostiene que «todo enunciado nace del silencio interior del individuo, de su diálogo permanente consigo mismo». En uno de sus maravillosos aforismos Emil Cioran escribió que si no tuviéramos alma la música nos la crearía. Es sencillo parafrasear esta máxima y afirmar que si no tuviéramos alma el cultivo del silencio nos dotaría de una. Para Heidegger el ser y el silencio se dan unidos. Suelo definir acientíficamente el alma como esa conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante la continuidad de lo que estamos haciendo a cada segundo. Esta conversación íntima puede vertebrarse también en la arquitectura del silencio. Para hablarnos no necesitamos hablar.

Pablo D’Ors nos recuerda en su Biografía del silencio que el silencio es el imperativo a entrar no se sabe dónde, la invitación a despojarse de todo lo que no sea sustancial. D’Ors enumera alguno de los frutos que brotan de este silencio, que en su caso es facilitado por la meditación: aceptación de la vida, asunción más cabal de los propios límites, benevolencia hacia los demás, atención a las necesidades ajenas, visión del mundo más global y menos analítica, mayor aprecio a los animales y la naturaleza. El silencio nos exhorta al recogimiento, pero tras aceptar esta invitación resulta ineludible preguntarnos qué es lo que recogemos cuando inspirados por el silencio nos recogemos. Recogerse es acoger aquello que adviene con la placidez del silencio. En el silencio hay una conversación que nos anuda al mundo de una manera vetada a la saturación charlatana.  En mis experiencias del silencio siento cada vez con más asiduidad que la vida es un fin en sí mismo, y que por tanto toda pregunta sobre su sentido se resuelve cuando se se admite que a la vida le basta con la propia vida. Sé que es una tautología, pero todo aquello que es un fin en sí mismo se expresa tautológicamente. Vivimos para vivir. Existimos para existir. Se lo escucho al silencio cada vez que me envuelvo en silencio. 

 
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