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martes, abril 13, 2021

Nunca el tiempo es perdido

Obra de Marc Figueras

Hace unas semanas me provocó una gran alegría comenzar a leer el nuevo ensayo de Marina Garcés, Escuela de aprendices, y toparme en su introducción con una reflexión en la que sostenía que nunca el tiempo es perdido. La filósofa y activista citaba la canción de Manolo García, un tema que se popularizó recién desprecintado el primer año del siglo XXI. Me alegré porque en muchas conversaciones he citado el título de esta tonada para argumentar que el resultado de la evaluación que realizamos sobre nuestro tiempo no depende tan solo del logro de nuestros propósitos, sino de lo que aprendimos mientras pretendíamos colmarlos. De hecho, se suele afirmar coloquialmente que el tiempo nunca es perdido, sino aprendido. Me cuesta admitir tanto optimismo, porque el aprendizaje es un proceso transformador con capacidad de articular nuestra conducta y regular nuestro orbe afectivo, y no siempre aprendemos a pesar de que la vida no interrumpe jamás su empeño en enseñarnos. La inmersión en el tiempo no necesariamente adjunta pedagogía. Lo que sí la proporciona es lo que hagamos con nuestra gobernabilidad mientras transcurre el tiempo.

Existir proviene de existere, que significa salir fuera de nosotros. Es un dirigirse al exterior que requiere pormenorizarse, porque salimos fuera para nutrirnos por dentro. Es un salir a la posibilidad, a la proyección que hace que cualquier animal humano sea una hibridación de memoria y porvenir, un curioso ser eslabonado de pasado, presente y futuro, un cazador-recolector de tácticas y prácticas para alcanzar aquello que inscriba sentido a esa existencia con la que se encontró cuando lo nacieron sin que nadie le solicitara anuencia. Con una retórica de libro de cuentas corporativo subtitulamos como fracaso aquellas posibilidades que nunca alcanzaron la realidad. Hace muchos años me encontré en mitad de mis investigaciones sobre las leyes de la persuasión con un sesgo llamado la trampa abstrusa. Otros autores la llaman la tozudez del inversionista. Consiste en continuar un proyecto de la índole que sea en el que se ha invertido tiempo, esfuerzo y conocimiento. El sesgo estriba en persistir con tenacidad porque el agente engatusado por la propia trampa se niega a abandonar el proyecto sin haberlo amortizado, aunque los indicadores animen a clausurarlo cuanto antes puesto que todo apunta a su irrevocable disolución. Sin embargo, el inversionista no capitula en su afán de equilibrar gastos y beneficios, y no relee como ganancia todo el bagaje aprendido en el tránsito que va del propósito a su ejecución. Para la métrica económica ese tiempo supone un coste sin tasa de retorno. Acarrea pérdidas. Para las lógicas del aprendizaje ese tiempo no tiene precio.

Termino ya. La depauperización del tiempo no es no hacer nada, sino tener que hacer tanto que es imposible disponer de él sin que a uno no le arponee la sensación de estar despilfarrándolo. Es un gran triunfo de la sentimentalidad neoliberal y su obsesión productivista. A veces es fácil tropezar en teorías conspiratorias y creer que existe un complot planetario para que nadie se ensimisme, que es el momento en el que a pesar de que uno está aquietado no para de merodearse por dentro. Recuerdo que en una ocasión me reprocharon que vivía muy ensimismado. Mi repuesta fue un suspiro melancólico: «¡Ya me gustaría!». Vivimos tan centrifugados por el torbellino de la actividad productora que la mayoría de las veces nos hallamos expropiados de nuestros tiempos, nuestros espacios, nuestros intereses genuinos. La imputación de creer que el tiempo se malogra si no adjunta compensación monetaria alguna ha convertido al ser humano en un ser nostálgico por no poder habitarse a sí mismo de un modo más confortable y sosegado. La celeridad indisoluble de la rentabilidad impide parsimoniar los días para establecer con el tiempo una relación más amable, más tranquila, más nutricial. Dentro de este paisaje un tanto negruzco hay una buena noticia. El mismo tiempo que avejenta los cuerpos, no arruga los deseos, no restringe la capacidad de crear metas sobre las que fabularnos y proyectarnos como seres siempre en curso. No recuerdo a qué autor le leí que él ya no era joven, pero sus deseos sí. En la preciosa pieza La estación de los amores, Battiato canta que los deseos no envejecen a pesar de la edad. Estoy de acuerdo con mi cantante favorito, aunque conviene agregar que la edad intermedia tanto en la selección de nuestros deseos como en su contenido. Ojalá que cada nuevo deseo, cada nuevo proyecto, cada nuevo aprendizaje, nos provoque tanta alegría que nos fastidie tener tan solo una vida por delante. Ese tiempo sí que es un tiempo que nunca será tiempo perdido.

 

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martes, febrero 16, 2021

Aprender es admitir que siempre seremos aprendices

Obra de Jarec Puczel

Hace unos días pregunté a unas alumnas para qué estudiaban. Eran dos chicas de trece o catorce años. Me respondieron: «Estudiamos para ser mejores en el futuro». Aunque me pareció una respuesta muy plausible, no pude por menos de mostrar cierto desacuerdo: «¿Y para ser mejores en el presente, no?». Resulta curioso cómo el animal humano sitúa en la indeterminación del futuro aquello que sin embargo acaece en la concreción del presente. Acciones como estudiar, aprender, pensar, deliberar, inteligir, experimentar, vivenciar, identificar, semantizar, son acontecimientos portadores de aprendizaje y se celebran siempre en presente continuo. Con motivo de lo que nos está enseñando la pandemia coronavírica (Boaventura Sousa de Santos firmó hace unos meses un recomendable ensayo titulado elocuentemente como La cruel pedagogía de la pandemia), he comprobado que las personas se refieren al aprendizaje casi siempre utilizando la forma verbal del futuro. «A ver si aprendemos algo de todo esto que nos está pasando», «Ojalá tanta excepcionalidad nos sirva para aprender», «¿Tú crees que cambiaremos cuando concluya la pandemia, «No sé si aprenderemos las lecciones que nos está enseñando el dichoso virus», etc., etc.  Mi respuesta siempre es la misma. Ya estamos aprendiendo. La ocurrencia del aprendizaje y sus impulsos meliorativos no conocen otro tiempo de acción que el presente. Estamos siempre aprendiendo, siempre elaborando sentido, siempre ubicando en una narrativa las enseñanzas que dimanan del día a día.

Aprendemos saberes técnicos e intrínsecamente acríticos en las instituciones educativas y en el saber reglado, pero el aprendizaje al que me refiero aquí es el de los saberes prácticos que concurren en el aprendizaje invisible, aquellos que moldean el carácter, afinan la individuación y cincelan la subjetividad a través de una piramización de valores en cuyo cénit figura la dignidad. A mis alumnas y alumnos les he repetido muchas veces que enseñar es brindar información útil para posibilitar cambio y empancipación, pero aprender es una experiencia de recepción personal que atañe en exclusividad al que se la apropia. Puedo compartir información y conocimiento, pero pensarlo, metabolizarlo, memorizarlo e internalizarlo para generar asociaciones y comprensión es cosa suya. Con los saberes técnicos podemos ser muy operativos para modificar e inventar cosas, si bien con los prácticos se pueden adquirir herramientas conceptuales y afectivas excelsamente eficaces para vivir mejor. Aquí van algunas sugerencias.

Podemos aprender a desobedecer a la sangre cuando se amotina en las sienes y grita soluciones violentas, a evitar ser hipocondríacos emocionales, a la gobernanza sensata de nuestros deseos, a entender que somos una entidad incanjeable muy porosa a los relatos hegemónicos que siempre legitiman posiciones heredadas de privilegio, a saber que existen otras voces aunque no las escuchemos ni las leamos en los mass media, a cuestionar a quienes monopolizan el sentido común, a convertir en legible lo que nuestros ojos no ven, a poner en entredicho ideas de alegría asociadas a la industria de la felicidad y al capitalismo afectivo, a estratificar el valor de la conducta desde la dimensión ética, a amistarnos con los sentimientos de apertura al otro, a convertir la mirada en una mirada atenta y cuidadosa, a desromantizar la pobreza, a no naturalizar la desigualdad material, a desconfiar de la meritocracia como medida de todas las cosas, a comprometernos con la vida justa y compartida porque es la única forma de aspirar a una vida buena, a que refutemos a quien sostenga que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque esta afirmación cancela la oportunidad de que el mundo sea susceptible de ser mejorado. Si tuviera que sintetizar diría que aprender es hacer del mundo un lugar más pequeño y de nuestra cabeza un sitio más grande.

Repasando un texto de Eduardo Punset leo que frente a los saberes tradicionales necesitamos aprendizaje social y afectivo. Estoy de acuerdo, pero conviene agregar que los aprendizajes sociales elaboran afectos y la predisposición a convertirlos en hábitos, y los hábitos afectivos configuran mirada civilizatoria y política. Son aprendizajes que se construyen desde el solapamiento. El hecho de estar aprendiendo a cada instante nos convierte en sempiternos aprendices. Marina Garcés acaba de publicar un ensayo de título inequívoco: Escuela de aprendices. Otrora la palabra aprendiz se utilizaba para aquel que empezaba a conocer un oficio, pero a su vez señala fidedignamente nuestro auténtico rango de seres con una existencia con la que no nos queda más remedio que aprender a hacer tareas con ella. La inabarcabilidad misteriosa de la vida siempre nos delatará como aprendices. Ojalá aprendamos tanto como para admitir que en la vida siempre seremos aprendices en perpetuo presente. Aprendices para sentir y comprender mejor, que es el mejor de los saberes. 

 

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