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martes, mayo 25, 2021

Admirar más para mirar mejor

Gilgamesh, obra de Battiato

La admiración es uno de los sentimientos nucleares para que la agenda humana sea radicalmente humana. Es el sentimiento que nace cuando tenemos en estimación a alguien o a algo que nos sirve de modelo para integrarlo en nuestra conducta. Admirar proviene de ad (hacia) y mirari (mirar). Admirar es ir hacia lo que se mira, incorporar en nosotros lo sobresaliente que vemos en el otro, internalizar lo que juzgamos como extraordinario para intentar inscribirlo en nuestra conducta. Albert Bandura descubrió la tremenda significación del aprendizaje vicario, el aprendizaje que nace de la observación. Para que la observación nos imante hacia la pedagogía, lo observado ha de provocar admiración. Siempre que hablo de la admiración recuerdo el monumental ensayo La admiración, una virtud en la mirada de Aurelio Arteta. Cuando admiramos sentimos alegría, nos entusiasma lo contemplado y precisamente por eso anhelamos replicarlo. Queremos que lo admirado al reproducirlo en nosotros troquele nuestro mundo axiológico y por tanto afine nuestro carácter y perfile con más nitidez los contornos de nuestra identidad. La admiración se yergue en introductora de novedades expansivas que bien canalizadas nos perfeccionan.  

En mi decurso biográfico cada vez admiro más, aunque cada vez idolatro menos. Lo he hablado con más personas a las que les ocurre lo mismo. La idolatría es una admiración inflacionada que se corporiza en excentricidades y extravagancias. Sin embargo, la admiración es una atracción reposada y didáctica que naturaliza la relación entre admirado y admirador. Entre el elenco de gente a la que admiro ocupa un lugar privilegiado Franco Battiato, que falleció la semana pasada (Jonia, 23 de marzo de 1945-Milo, 18 de mayo de 2021).  Mis amistades saben que es mi cantante favorito y el pasado martes enseguida me avisaron de su deceso con una avalancha de mensajes. Nada más enterarme de su muerte escribí un texto de urgencia que publicaron en la revista Efe Eme. Con Battiato tengo una cuenta pendiente que me gustaría saldar algún año de estos: la redacción de una biografía. Ese libro aún nonato sin embargo tiene título desde hace mucho tiempo. En 2003 tuve la suerte de entrevistarlo. En un momento dado le pregunté qué palabra encontraríamos en un diccionario de sinónimos debajo de su apellido. Se quedó pensativo, barajó respuestas y, con un castellano un tanto deshilachado, me contestó: «Sería algo así como no en serie, no repetido, sin homologar». Aquel día supe que ese sería el título del libro: «Battiato, un hombre no homologado». 

Cuando escribí la trilogía Existencias al unísono decidí que en cada uno de los tres ensayos que la conforman pondría un extracto de alguna canción de Battiato para esmaltar mis deliberaciones. En La capital del mundo es nosotros traje a colación la maravillosa tonada El cuidado. En italiano se titula La cura. Cuidarnos y curarnos acaban formando una sinonimia irrompible, así que curarnos los unos a los otros es lo lo más netamente humano a lo que deberíamos aspirar. En uno de los epígrafes de La razón también tiene sentimientos reflexioné sobre cómo el animal humano orienta sus tareas hacia un resultado, y el único resultado que no se doblega a ningún otro es que nos quieran. Y añadí: «Este deseo no se deteriora ni con el transcurrir de los años ni con el advenimiento de la involución senil. Pertenece a esos deseos que, como canta mi admirado Battiato, ‘no envejecen a pesar de la edad’». En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza vuelvo a citarlo cuando hablo de la perturbadora polaridad que supone que el ser humano sea el ser capaz de cometer inhumanidades. Recuerdo a Hannah Arendt que abrevió muy bien qué sentimiento le asedió cuando contempló las infamias que somos capaces de patrocinar con nuestros actos: «Yo me avergüenzo de ser un ser humano». También cito a  Carlos Castilla del Pino que advertía en un aforismo que no nos debía amedrentar de lo que es capaz de hacer el otro, sino de lo que seríamos capaces de hacer nosotros. Para rotundizar esta idea aparece Battiato y su canción Serial killer. En ella un tipo armado de los pies a la cabeza nos aconseja: «No le tengas miedo a mi fusil, ni a mi treinta y ocho que llevo aquí en el pecho, ni a las bombas que penden del vestido, ni al cuchillo que llevo entre los dientes, debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú».

Battiato se retiró de los tumultos civilizados hace unos años a prepararse para la llegada de la muerte. Grabó un último disco (Torneremo ancora, 2019) con su repertorio totémico releído con la paz balsámica y casi analgésica de una orquesta sinfónica, y desde una ancianidad un tanto prematura dijo adiós. En el ensayo citado más arriba, Aurelio Arteta considera que la admiración es el sentimiento de lo mejor, y el sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos. Los que escuchábamos las ya eviternas canciones de Battiato nos volvíamos momentáneamente mejores, su música habilitaba capacidad de albergar discernimiento, abertura de un misticismo efervescente y críptico, mirada viajera y panóptica, conversación con nuestra perfectibilidad, pensamiento politicamente crítico, aprendizaje vital. No solo nos revigorizaba y nos expandía, nos permitía sentirnos capaces de establecer con nuestra existencia una instalación más amable y tranquila. Afortunadamente la inventiva humana ha logrado que sus canciones estén depositadas en artefactos tecnológicos que podemos reproducir en cualquier momento y en cualquier lugar. Ha fallecido Battiato, pero no la admiración y la experiencia de lo mejor que supondrá seguir escuchándolo.

 

 
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viernes, marzo 27, 2020

¿Aprenderemos algo de todo esto?


Obra de Thomas Ehretsmann
Hace un par de días una lectora me preguntaba si aprenderemos algo de la sobrecogedora situación que estamos viviendo con la pandemia del coronavirus y sus consecuencias colaterales. Todos queremos que esto acabe lo antes posible, y para que acabe pronto nos necesitamos unas y otros, pero a la vez se respira cierto consenso en que cuando llegue la pospandemia no queremos regresar al mundo que nos trajo hasta aquí. Asumir todo esto requiere mucha deliberación y mucha renovación de ideas, y no es fácil hacerlo en condiciones de reclusión forzada y en muchos casos con horizontes vitales sombríos. La amable lectora formulaba su interpelación por escrito, pero era fácil presagiar un aliento descorazonador en sus palabras. Me interrogaba que si tras finiquitar el confinamiento y recuperar ligeramente el tono que tenían nuestras existencias a.c. (abreviación ingeniosísima acuñada por la filósofa Ana Carrasco que evidentemente significa antes del coronavirus), no se nos olvidará lo que ahora nos parece prioritario y supraordinado a todo lo demás. Colocaba en lo más alto de su lista lo sencillo, lo cotidiano, las personas, lo humano. Y agregaba: «Cuando pasan las situaciones difíciles se nos olvida lo pensado y se vuelve a pasar de la reflexión personal, de la humanidad, de la humildad de reconocer que nos necesitamos, otra vez al materialismo, a la lucha por subir rápido a toda costa, al miedo de reconocer las dificultades, a falsear lo que somos y sentimos. A veces creo que los seres humanos estamos programados para autodestruirnos y que no conseguimos interiorizar el aprendizaje para que de forma natural lo pongamos en práctica y seamos mejores personas y mejoremos nuestra sociedad. ¿Por qué será que olvidamos rápido cuando mejoran las circunstancias?». Mi respuesta sorteó rápidamente este esquema derrotista. Traté de explicarle que...


* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020).  Se puede adquirir aquí.



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martes, diciembre 10, 2019

Derechos Humanos quiere decir también Deberes Humanos



Obra de Davide Cambria
Tal día como hoy, 10 de diciembre, pero de 1948, la Asamblea General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hoy los conmemoramos y estaría muy bien recordar más a menudo qué son, por qué se definieron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad y preguntarnos para qué sirven. Recuerdo una charla que mantuve hace tiempo con un grupo de personas que me invitaron a una comida con afanes gastronómicos pero simultáneamente también deliberativos. Empezamos a hablar de todo un poco, pero yo acabé hablando de la dignidad y de los Derechos Humanos. Había voces disconformes con mi discurso que caían en una inercia frecuente en el despliegue de temas orillados hacia el quehacer ético. Confunden lo que existe con lo que consideramos que sería bueno que existiera. Son voces tan súbditas de la realidad que padecen una severa carestía de imaginación para ver y crear la posibilidad. Se quejan de los males que asolan al mundo, pero saltan como un resorte que niega la mayor si se propone cualquier idea ruptora que pudiera neutralizar o atenuar esos mismos males que tanto les atribulan.  Afirman que esas ideas que turban el estado de las cosas no tienen cabida en el estado de las cosas. Les suelo responder que por supuesto que no la tienen, por eso precisamente poseen naturaleza disturbadora y capacidad de mutación. Estas personas y sus argumentaciones entran en un gracioso círculo vicioso. El mundo es muy mejorable, pero cualquier propuesta de mejora la consideran una quimera. Solo aceptan aquello ya inserto en el mundo y que por tanto no cambia el mundo. Si se rechaza el acceso de cualquier posibilidad a la realidad, convertiríamos la realidad en una entidad petrificada e inmutable, algo que la historia de la humanidad desdice permanentemente. Si alguna excepcionalidad guarda el mundo humano con respecto al mundo de otros animales, es su carácter de especie no fijada. Somos creadores de nuestro mundo, y el mundo que creamos nos va creando a nosotros. Vivimos en un perpetuo estado de construcción. Un estado siempre supeditado a un inacabamiento irrestricto.

A mis compañeros de mesa les expliqué aquel día que la dignidad aloja varias acepciones. La jurídica anuncia que la dignidad es el derecho a tener derechos, concretamente a que toda persona esté amparada por los treinta artículos que conforman la Declaración Universal de los Derechos Humanos que hoy celebramos planetariamente. Y les reté a un ejercicio imaginativo: «No conozco a nadie que no quiera que en su vida, o en la vida de los seres  a los que quiere y por los que se siente querido, no se cumplan estrictamente los Derechos Humanos, tanto los de la primera como los de la segunda y tercera generación». Entonces un comensal me interpeló: «Aquí se habla mucho de derechos, pero muy poco de deberes». Le contesté que no era cierto. Hablar de derechos comporta implícitamente hablar de deberes. Y se lo aclaré: «Tus derechos son mis deberes, y tus deberes son mis derechos.  Derechos y deberes son el anverso y el reverso de una misma dimensión. No puede haber derechos sin deberes, ni deberes sin derechos. Por eso yo no cito los deberes cuando hablo de derechos, porque lo considero una redundancia». Siempre que cito el deber me acuerdo del ensayo de Lipovetsky El crepúsculo del deber, el análisis de cómo la nueva retórica repudia el deber y sin embargo bendice los derechos. Hay algo de reprimenda en esta concepción claramente sesgada. Insisto en que deber y derecho son indisolubles.

Hace poco he revisitado Ética para náufragos de José Antonio Marina. Al releerlo me he percatado de algo que anteriormente me pasó inadvertido. Marina se basa en el deseo irrefutable de que nuestras vidas estén protegidas con derechos para precisamente dignificar la propia vida. Hay derechos que nadie pone en entredicho en el marco de una intervención teorética, y esa unanimidad y su potente fuerza tractora hay que utilizarlas para configurarlos primero y para que se cumplan después. Marina define estos derechos como derechos de crédito, es decir, «exigen que otros realicen alguna acción que me deben». Y lanza una propuesta nominal para evitar la equivocidad: «Propongo llamar a estos derechos intersubjetivos, recíprocos, mancomunados». Vincula con lo que comenté anteriormente, con el deseo de que todos queremos que en nuestras vidas se cumplan los Derechos Humanos, lo que precisa que arrostremos a su vez con otros tantos Deberes Humanos. Es muy fácil deducir que queremos tener derechos, y que ese deseo nos haría relacionarnos de un modo inteligente y no oneroso con los deberes. Para saber qué derecho nos gustaría poseer en vez de señalarlo abstractamente podríamos apuntar pedagógicamente a su ausencia. Tomo un ejemplo real de hace tres días. ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que te empleen prácticamente todo el día, duermas en el mismo insalubre, y con las ventanas selladas, taller en el que trabajas por no poder aspirar a otra opción habitacional, cobres catorce euros mensuales, y corras el riesgo de morir calcinado o por inhalacion de humo porque es probable que se incendie el lugar por culpa de unas putrefactas instalaciones eléctricas que no han pasado ningún control de seguridad, como ocurrió en India el pasado sábado en el que murieron al menos cuarenta y tres personas? 

No se nos debería olvidar que los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. Hace unos días vi imágenes espantosas de la Gran Guerra, que con la llegada de la Segunda Guerra Mundial pasó a designarse Primera Guerra Mundial. La tamaña irracionalidad de una guerra es tan inconmensurablemente gigantesca que resulta imposible no recapacitar y admitir que el ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades. La atrocidad es patrimonio de la humanidad. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra inventiva creó para protegernos de nosotros mismos cuando sufrimos la veleidad de ser inhumanos con nuestros semejantes.  Recurro a Marina y a la obra citada: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Hete aquí la presencia del derecho y por supuesto la del deber. Tengo el deber de tratar como un ser humano a cualquier ser humano. Es un deber ético, político, social, sentimental. Ese deber es el que me garantiza el derecho de que a mí me traten del mismo humano modo. Feliz día de los Derechos Humanos. Una celebración y una vindicación por unos Derechos que ojalá no tardando mucho los consideremos muy insuficientes para vivir una vida digna.



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