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martes, diciembre 12, 2017

Empatía, compasión y Derechos Humanos

Obra de Bo Bartlett
Un nuevo 10 de diciembre volvemos a celebrar el Día de los Derechos Humanos. En esa misma fecha, pero de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida por tercera vez en París firmó la Declaración Universal de esos Derechos Humanos. El documento aloja treinta artículos que se sostienen en la idea de la dignidad humana. Tenemos el derecho de que esa dignidad que nos arrogamos en tanto que somos seres humanos sea protegida, pero también cargamos el deber de cuidarla en los demás. Fue la primera vez en la historia de la humanidad en que la dignidad humana (el valor que nos damos a nosotros mismos los seres humanos por ser seres humanos y el derecho a tener derechos) encontró reconocimiento y protección jurídica. Cualquier ser humano posee unos inalienables derechos sin distinción alguna de su raza, color, sexo, religión, condición política, propiedades, nacionalidad, o país de origen. 

A mí me gusta señalar que los Derechos Humanos son el cénit de la creatividad humana, una invención ética para salvaguardarnos de lo más predador de nosotros mismos. Para demostrar su carácter inventivo, en alguna conferencia he tenido que recordar a los asistentes que esos derechos no vienen del mar, ni se cultivan en la tierra, ni caen de los árboles, ni los llueve el cielo, ni los manuscribió ninguna deidad, ni los bajó nadie en tablas de piedra de ninguna empinada montaña. Nos los hemos inventado para mejorarnos. Son un común denominador para el paisaje humano, los mínimos sin los cuales la dignidad no puede brotar en la vida de una persona. Conviene recordar que esos derechos fueron proclamados tras la espantosa carnicería de la Segunda Guerra Mundial, un hemoclismo (una inundación de sangre, según la acertada expresión del atrocitólogo Matthew White) de dimensiones sobrecogedoras. En Pensamientos arriesgados, Savater recuerda a los despistados que esos derechos «no provienen tanto de las promesas de la luz como del espanto de las sombras». Cedo a Eleanor Roosevelt, que presidió la comisión que formuló la Declaración Universal, la respuesta a la interesante pregunta «¿dónde empiezan esos derechos?». «Esos derechos empiezan en pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa... Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano».

Estos días estoy leyendo el voluminoso ensayo Los ángeles que llevamos dentro, el declive de la violencia y sus implicaciones de Steven Pinker. En sus páginas aboga por la verificada tesis de que los índices de violencia han descendido extraordinariamente en los últimos siglos. Pinker busca una causa exógena para explicar esa disminución y por ende la mejora en la convivencia y en el proceso civilizador. El hallazgo es soprendente y lógico a la vez. Mejoramos notablemente como especie cuando empezó a importarnos el sufrimiento del otro. ¿Y qué ocurrió para que el dolor del prójimo fuera una variable a tener en cuenta en nuestras pesquisas y en nuestra conducta?  La explicación es multifactorial, pero Pinker señala como punto nuclear la invención de la imprenta. La creación de Gutenberg en 1450 permitió la expansión de los libros y que la gente pudiera ponerse en la perspectiva del otro gracias a la lectura de novelas epistolares. La lectura ensanchó la mente, afiló la sensibilidad, conectó ideas, explicó el sufrimiento ajeno, amplió el círculo empático. Los pensadores de la Ilustración (en cuyas ideas se basan las dos Declaraciones que preceden a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de la Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la Declaración del Hombre y del Ciudadano de 1789 en Francia) son hijos de una empatía estimulada por el poder evocador de los relatos de otras vidas recogidas en los libros. Esa empatía es esencial para la compasión, el sentimiento más radicalmente humano, o el que más incide en la acción humana. 

Curiosamente leo en una entrevista a la escritora especializada en religión comparada Karen Armstromg, galardonada en la última edición con el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, que la compasión está desacreditada porque la concebimos erróneamente: «a veces se traduce por misericordia, que significa que yo estoy en una situación de privilegio y entonces siento pena por ti. Pero la compasión tiene que ver con la igualdad. Analizas tu corazón, piensas qué te haría daño y no se lo haces a otro. Esa es la regla de oro». Adela Cortina lo explica de idéntica manera en Aporofobia: «la compasión es sobre todo el reconocimiento de que el otro es un igual con el que existe un vínculo que precede a todo pacto». En el monumental La compasión, una vitud bajo sospecha, Aurelio Arteta ilustra con claridad que la compasión es el germen de la justicia que luego se encarna en instituciones. Estoy convencido de que los Derechos Humanos que están a punto de cumplir su septuagésimo aniversario nacieron del sentimiento de la compasión. Un sentimiento que se fomenta con las creaciones que los seres humanos hemos inventado para narrarnos a nosotros mismos (novelas, canciones, obras de teatro, películas, cuadros, ensayos, poesías, sinfonías, etc.). Cualquiera de estas creaciones es la mejor forma de saber qué siente aquel que no soy yo y con el que nunca podré intercambiar una palabra por lejanía geográfica o brecha afectiva. En Sin afán de lucro, la filósofa norteamericana y escrutadora del orbe sentimental Martha Nussbaum refrenda esta tesis y anima a relanzar las Humanidades en la oferta curricular en un mundo exorbitado de medios tecnológicos pero anoréxico de fines. El italiano Nuccio Ordine también defiende lo mismo en el enternecedor opúsculo La utilidad de lo inútil. Su argumento es que lo más inútil (para el credo económico y su maximización del beneficio) es lo más útil para vivir y para convivir bien todos juntos. Acabo de explicar a qué aspiran los Derechos Humanos.



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